martes, 29 de octubre de 2024

La noche del Alma Mula en la calle Solís

 El Zoco de la Buri Buri


En un barcito que funcionaba junto a la joyería La Suiza, a comienzos de la década del setenta, Roberto Álvarez me dijo que el infortunio es múltiple y que la desgracia cunde sobre la tierra, multiforme.

La frase no era de él, parafraseaba a Edgar Allan Poe, la frase corresponde al comienzo de "Berenice", un cuento magistral. Dos décadas me han servido para comprobar la validez de las palabras del gran escritor de Baltimore.

Roberto vivía en la casa de los dos leones, la misma estaba ubicada en calle Libertad casi Belgrano, que la famosa modernidad se ocupó en destruir como a tantas otras; Roberto era dueño de una erudición fuera de lo normal de los mortales, solo que ella llegaba hasta la revolución de 1917, de ahí en adelante Roberto llenaba sus vacíos con paseos intelectuales que compartía con amigos en las calles de Santiago y en algunos barcitos, como el que acabo de mencionar.

Recuerdo con mucho cariño y respeto sus disertaciones metafisicas, sus largos silencios entrecortados, sus cigarrillos Particulares 30.

Sucedió que una noche de Pascuas, la ciudad estaba alborotada por lo que se decía era un Alma Mula que aparecía por las noches en las inmediaciones de las calles Solís y Aguirre hacía varios días, una noche atrás, una mujer había subido al ómnibus de Tala Pozo y en el preciso momento en que el conductor se disponía a darle el vuelto del boleto, ella desapareció, cundían comentarios de este tipo por todos lados. Cabras y ovejas de la zona habían aparecido descuartizadas y quemadas por dentro. los racionalistas atribuían el fenómeno a las andanzas de los perros hambrientos del lugar.

Un grupo de amigos, con el filósofo Roberto Álvarez a la cabeza, decidimos preparar para esa noche una investigación in situ. Organizamos un equipo interdisciplinario para la observancia del fenómeno; el mismo estuvo compuesto por un filósofo: Roberto Álvarez, un tecnócrata: Rafael Luna, y dos adelantados estudiantes de sociologia: el Negro Gramajo y yo. Nos trasladamos en un viejo Ford A; ya en el lugar se hallaban reunidas cientos de personas de distintos oficios, había profesionales, obreros, empleados públicos, etc. Se barajaban distintas soluciones para contrarrestar los efectos y accionar del engendro; hubo un intento de explicar a un grupo allí reunido la teoría del incesto, pero resultó en vano. Algunos decían: "Se necesita un cuchillo de plata para clavarle en el corazón, es el único antidoto", otro prefería una estaca de madera. Todo esto sin advertir que no nos encontrábamos en la campiña de Transilvania y que lo que se perseguía no era precisamente al hombre vampiro llamado Drácula, sino a una mezcla de perro y ser humano enfrente de Tala Pozo.

El filósofo inició la investigación golpeando sus manos en la puerta de un rancho que se encontraba a media luz; una adolescente salió a recibirlo: "Buenas noches señorita, ¿podría informarme si alguien de por aquí estudia demoniomania? asombrada y sin entender nada, la niña trató de explicar: "La Verdad es que un hombre que ha venido de Buenos Aires ha leído un libro que no tenía que leer, y al Alma Mula lo ha visto mi tío René, mitad perro y mitad hombre, cuando le ha tirao con la escopeta, el animal corriendo se ha separado en dos partes, después a lo lejos se han juntao las dos partes y ha seguido corriendo entero". Roberto, el filósofo, no terminaba de abrir sus ojos del asombro y respondió inmediatamente: ¡imposible, separación de sustancia!, el resto del equipo ya estaba arrodillado de risa, y fue la risa la causa del fracaso de la importante investigación.

Yo decía en el camino de regreso: "eso de andar amándose entre parientes es mala cosa, solo se ama lo que se desconoce, sobre todo aquí, en esta ciudad de amar y de temer".

En mis tardes de pensamiento suelo recordar siempre a Roberto, sobre todo aquella noche que huyó de Santiago por la puerta de atrás de la Legislatura después de su genial disertación sobre "Tibulo, su amigo Mesala, el porqué de la negativa de Tibulo de acompañar a su amigo al África y la importancia de la alegoría clásica hasta Baudelaire".

Lo corrió la gente con palos, ante la mirada impávida y sorprendida del doctor Coco Verdaguer.

Jorge Rosenberg

viernes, 25 de octubre de 2024

Soconcho (1)

 El Fuerte Medellín es la localidad más antigua de la Argentina. Fue fundada en mayo de 1544 por Francisco de Mendoza en un lugar entre Salavina y Soconcho


Esta pequeña historia comienza en la noche de los tiempos. Esta pequeña historia es una historia cuatrisecular. Arranca de la época del descubrimiento de la provincia del Tucumán, de cuando aquel puñado de hombres blancos al mando del Capitán D. Diego de Rojas hiciera su entrada a este suelo virgen, en los confines del cansancio y del sufrimiento, en busca de un camino para el mar. Y no pudiendo seguir, fundaron un real en 1543 después de la muerte trágica del jefe de la expedición, real que se consumió en las llamas de un incendio.

 Así comienza la historia de Soconcho, la zona donde se detiene la planta audaz del español, donde los indios que la habitan se defienden y matan a D. Diego de Rojas, donde se levanta el real de Medellín la primera ciudad fundada en territorio argentino. Así, trágicamente, comienza la historia de Soconcho cuyo nombre, por extraña paradoja, significa: bosque de la miel.

Soconcho sería, en efecto, un inmenso bosque. En este bosque, de árboles milenarios, habría mucha miel. Y cerca de es- te bosque correría el río Dulce, que entonces se llamaba río de Soconcho, y este río desbordaría en épocas de crecidas, y las tierras llenaríanse de limo gordo y húmedo, y en ellas sembrarían los indios que la habitaban el maíz que los españoles encontraron a su llegada.

Fué, precisamente, este maíz ("que estaba en berza") y el anchuroso pantano formado por las aguas, unidos a la fatiga y al largo padecer, los que detuvieron en Soconcho a D. Diego y a sus hombres. Y por Soconcho pelearon indios y españoles, hasta que muerto Rojas e incendiado el real o ciudad de Medellín, después de descubrir lo que se llamó Córdoba y el Paraná y de regresar a Soconcho, lo abandonan definitivamente en 1545.

Tres años han transcurrido, pero en ese corto lapso cuántas visicitudes, cuánta tragedia!. Rojas muerto en medio de horribles convulsiones por una flecha envenenada; Catalina de Enciso, calumniada de haber dado un brebaje a Diego de Rojas para causarle la muerte, llorando enloquecida y maldiciendo a los autores de la infamia; Francisco de Mendoza, muriendo asesinado por el soldado Diego de Alvarez; Felipe Gutiérrez, apresado por García de Almadén, sufriendo la pena de garrote a manos del gobernador D. Pedro de Puelles; Nicolás de Heredia, el tercer Capitán de la expedición de D. Diego, muriendo asimismo en el garrote después de la batalla de Pocona por orden de Carvajal. Todos ellos descubrieron la región santiagueña de Soconcho. Todos ellos sintieron el embrujo trágico de esa tierra sepultada bajo el bosque, defendida por los elementos naturales y los indios. Todos ellos sufrieron hambre, sed y pestes, sintieron desavenencias, odios y rencores, marcharon meses y meses entre desiertos, salitrales o inmensos campos anegados, donde no se veía un árbol, ni una sombra, o entre los riscos de las sierras, sin abrigo para el frío, o atravesando ríos y torrenteras, acosados siempre por los indios que hacíanles dura la jornada! Todos ellos sucumbieron después de cobijar la pasión sangrienta, de sentir en carne propia ia infamia y la crueldad, de escuchar en las noches del campamento ayes lastimeros que horadaban el silencio, de ver lanzas, flechas y dagas sepultadas en las carnes y de contemplar las heridas tumefactas y los miembros corroídos por la podre. Toda esta historia es la génesis de Soconcho. Ahí nacen la locura y los raptos de furor. Es la primera piedra del descubrimiento y de la conquista y ella se asienta en el barro de la perfidia, de la traición, del dolor y de la sangre!.

En esa vasta zona formóse con el tiempo un pueblo de in- dios, encomendado a la hija del Capitán Julián Sedeño, del que fuera desposeída en 1565 por D. Francisco de Aguirre. En 1578 acampa en Soconcho el Gobernador Gonzalo de Abreu y el Capitán Tristán de Tejeda, camino del descubrimiento de Trapalanda. El 20 de Febrero de 1585 el Licenciado Ruano de Téllez, Fiscal de la Audiencia de Charcas, dirige una carta a Su Magestad el Rey tratando asuntos de los repartimientos de Soconcho y Manogasta.

En 1586 el Gobernador D. Juan Ramírez de Velasco hace una petición al Cabildo, tocante al pago de sus salarios y al uso de las encomiendas de Soconcho y Manogasta.

En 5 de Septiembre de 1587 D. Juan Rodríguez declara que vió algunos indios comarcanos en servidumbre de los pueblos de Soconcho y Manogasta.

Más adelante, en 10 de Enero de 1590 el Cabildo de Santiago del Estero envía al Consejo de Indias una carta suplicando Se confirme a D. Juan Ramírez de Velasco en el repartimiento de Soconcho y Manogasta que le dió la Audiencia de Charcas por sus trabajos de pacificación, lo que permitió poder transitar por aquellas provincias sin riesgo alguno.

Y al finalizar el siglo XVI, y fechada en Madrid en 16 de Marzo de 1594, aparece una Real Cédula en que se piden informes sobre lo manifestado por el cacique Andrés de los pueblos de Scconcho y Manogasta de que los Gobernadores sacan de aquella provincia indios para esclavos.

A modo de paréntesis corresponde anotar, ahora la verdadera ubicación de Soconcho, que en la época prehispánica no era más que una vasta zona a orillas del Río Dulce, entre Atamisqui y Salavina, rebasando a veces estos puntos por el N.E. y S. E. Según la carta de Martín de Moussy, Soconcho ya es una población que se marca en el plano, al S. E. de la Villa de Atamisqui y al N. de la Villa de Salavina. Y en el croquis de Serrano, estaría sobre el Dulce al S. E. de Pitambalá y al N.O. de Sabagasta.

Una mañana de Octubre yo he salido de Atamisqui. Aún dormía la Villa. He cruzado sus anchas calles, he pasado por la represa con su claro espejo de agua que reflejaba el cielo, he seguido hacia el S.E. por una amplia vía que desemboca en el campo y atravesando cañadas, cercos, árboles dormidos, cactus, tierras lanas, huellas entre pastizales mojados, he visto en las cercanías de Juanillo, en la curva, entre altas barrancas, el río, con un hilo de agua, y he sentido al asomarme al lecho profundo, el hedor de los peces putrefactos, amontonados en un recodo. La mañana es fresca. El aire limpio, claro, sutil.

He continuado el viaje. He andado ya tres leguas y he de andar una legua más. El campo ha sido lavado por la lluvia. Por sobre los cercos miro la sembradura y en partes el trigo verde limón. De una cocinita se escapa un humo azul y veo moverse despaciosamente, en el patio limpio, a la gente sencilla, jugar a algún niño, mientras las camas aún ostentan la blancura de las sábanas y el rojo de los cobertores, destendidas, amplias, frescas aún en la mañana sin sol. Pero ya asoma éste. En un recodo, tras la desmadejada copa de un chañar, he visto salir la enorme magestad del disco rojo del sol y, en la umbría del camino, la majada blanca y, en las lucientes hojas de las bardas, unas gemas cristalinas, mientras he ido recordando la historia vetusta de Juanillo, donde llegaba la posta de Salavina, camino de Santiago, de Taco Pozo, de Piruas, (donde he de llegar pronto para atravesar el río) de Tío Alto, de Tolosa, y otros poblachos que rodean a Soconcho.

He de dejar la ancha vía para internarme en la sombrosa sinuosidad de un atajo, flanqueado de altos árboles. He de seguir, respirando la frescura de las hierbas del campo humedecido, por este camino, hasta la escuela, una pequeña, una humilde casa de barro, de color térreo, como el del suelo en que se enclava y, después de beber un pocillo de café, de conversar con el maestro gentil y su esposa, maestra también, y he de contemplar el bello espectáculo del silencio dorado por el sol y de los árboles quietos, como en un éxtasis, he ido hasta el lugar donde se levantaba la capilla de Juanillo. Nada queda de ella. Allí se conservaban los viejos retablos e imágenes de la vetusta capilla de Soconcho. En su lugar apenas he podido ver un montículo de tierra, y un pequeño cementerio en torno, y cactus, montecillos, y senderos, y, encima, un cielo profundo, distante como el tiempo en que arranca esta historia. El río llevó la capilla. De ella solo queda, la campana, que yo guardo en el Museo y que dice: "María, 1688".

He quedado pensativo ante este suceso trascendente que se repite con inexorable exactitud: todo se pierde entre el polvo de los años como si nada hubiese existido. No queda ni un vestigio del pasado, ni una sombra de lo que fué. Y sin embargo, cuánta vida hubo, y cuánta fe y que de hechos magníficos se produjeron, bajo ese mismo cielo, en ese mismo lugar.

He sentido una profunda, una amarga tristeza. He sentido como si la voz de la historia me reprobara esta cruel indiferencia que borra los recuerdos o los sepulta bajo el ímpetu de los elementos desatados por la furia de Dios. Y luego, me he puesto a recordar viejos documentos que han podido ser salvados y en ellos algunas noticias referentes a Soconcho.

A principios del año 1600 aparece un oficio "de la entrada en las caxas reales así de los tributos de Soconcho Manogasta  y Anga... "Eran los antiguos pueblos indígenas tributarios directos de la Real Corona, y debieron ser muy importantes para ser de su pertenencia, aunque el Gobernador Ramírez de Velasco, por propio interés, en su probanza de fines del siglo XVI, aseguraba que dichos pueblos sólo tenían 150 indios tributarios "e que no había ni oro ni plata".

En 1635 era cacique principal de Soconcho D. Juan Anauqui. Este D. Juan, llamado como los españoles con el "don" que caracterizaba a los personajes de la época, era un indio. Debió ser muy principal y el grupo de súbditos muy importante para que mereciera tal calificativo. Y se desempeñaría atendiendo las necesidades del pueblo, bajo las órdenes de su encomendero D. Juan Bravo. Posteriormente, en 1636, D. Diego de Leguizamo era administrador de estas tierras. Más en adelante, en 1685, aparece el Licenciado D. Juan Díaz Cavallero como cura y vicario de Soconcho, contibuyendo esta población con sus tributos a la fundación del Seminario.

He interrumpido mi coloquio al borde mismo del río don- de he llegado. Las barrancas son altas. Un hilo de agua se des- liza por el lecho sinuoso, blanco, de arena. He de cruzarlo para llegar a la otra banda por un vado. La vista contempla los árboles que emergen de la barranca, la sombra azulosa que proyectan, las rajas y quiebras de las márgenes donde asoman algunas raíces poderosas. Y oigo que me dicen de crecientes que desbordan estas altas barrancas y de campos que se anegan y de daños que produce el agua despeñada. Y no quiero creer al contemplar el sequedal en torno.

He vadeado el río, bajando y subiendo el paso. Y me inter- no en una pampa salitrosa, después de cruzar un bosquecillo que forma un túnel de hojas verdes al caminante, después de andar por una senda angosta y sinuosa, flanqueada por un muro ver- de obscuro de jumis, de dejar atrás tunales y árboles secos, y de pasar entre unos cercos rebozantes de trigo.

Ya ando por donde andubo la historia. Estos son sus campos, este inmenso bajío, blanco salinoso, arizado de cactus, don- de el sol reverbera sostenidamente; este desolado lugar sin sombras; esta vasta planicie sin pájaros, abandonada, donde algunos parvos arbustillos se retuercen de sed para morir ahoga- dos en épocas de las crecidas periódicas, de esas crecidas que atajaron durante el descubrimiento el paso del español y que forman un inmenso mar de aguas salinosas, donde se copia el cielo profundo. Estos son los campos de Soconcho. Y mientras los recorro, camino del lugar donde levantábase la vieja capilla, he sentido dentro de mi un gran vacío, una gran congoja, una gran pesadumbre. ¿A dónde he de poner los ojos que me distraigan de esta zozobra, de esta desesperanza? Me he puesto a recordar libros y documentos del siglo XVIII. Uno de ellos, el "Catalogo Histórico de los Virreyes, Gobernadores y Capitanes Generales del Perú con los sucefos más principales de fus tiempos // Descripción del Obispado del Tucumán", atribuído a Cosme Bueno, dice que el curato de Soconcho tiene cuatro capillas. Era a la fecha de dicho libro, 1764, cura y vicario de esta zona el Mtre. Licenciado D. Pedro Ibáñez, que actúa en 1718 en el mismo lugar. Recuerdo también que en 21 de Marzo de 1737 Soconcho por orden del Cabildo debe levantar altares para celebrar dignamente la fiesta de Corpus.

En 1744, el presbítero D. Juan de Salvatierra y Frías se des- empeña como cura y vicario del partido de Soconcho desde 1739 en que tenía 21 años.

En 1745 el Cabildo conmina a D. Juan Angel Pérez de Asiain a pagar una deuda por los tributos de los indios de Soconcho, prohibiéndosele hacerse presente en todo acto público.

Y en 1799, al filo del siglo XIX, en que de nuevo aparece So- concho por un remate de díezmos.

He sentido un fuerte ardor a los ojos mirando esta llanura blanca de sal.

Luego, desviándome de la ruta he tomado por un atajo para llegar al lugar donde estaba la capilla. Es un breñal a don- de llego y donde hay una pequeña abra y en esta pequeña abra un pequeño túmulo de tierra y en él restos de tejas, un menudo polvo rojizo que se ha escurrido lejanamente con el agua y nada más.

He de proseguir la marcha hasta el confín de unos árboles distantes que he visto, allá en el horizonte, y cuando he llegado, entre algarrobos vetustos, secos y retorcidos, he visto algunas especies coronadas por un follaje verde, limpio, lavado, y un cerco que amuralla de postes y alambrados la estancia de D. Victorio Fernández, y luego la casa, y una represa, y el suelo lampiño, giboso en las proximidades. Hay que ir todavía más allá, una legua larga, para llegar al cementerio de Soconcho: tierra enmarcados por una caja de madera, semejando un féretro, pintada de negro con guarniciones de color blanco, y cruces vencidas en los testeros de las tumbas y en medio, frente al portillo de entrada, una gran cruz de quebracho, y en torno, a modo de camino circular un espacio limpio, plano, bien cui dado. En presencia de este pequeño cementerio, ante estos sepulcros negros, con sus cruces torcidas en medio del monte taciturno con grandes árboles resecos, he imaginado las noches lóbregas llenas de silencio, sacudidas por el escalofriante rechinar de las ramas que se quiebran o por el suspiro del viento o por el silbido de las aves nocturnas. Aquí, levantábase otra capilla, pero de ella nada queda. El bañado de Huaico Hondo ha barrido con todo. Sólo una virgencita de las Mercedes y un San Antonio, que obran en poder de una curandera llamada la Marga Milla recuerda las épocas florecientes de Soconcho, cuando el trigo y el maíz colmaban los cercos, y una población numerosa vivía feliz con las majadas, y los bosques eran vírgenes. Pero el nuevo ferrocarril, cuya estación más próxima es Medellín, a 4 leguas de distancia, despobló la inmensa zona.

 La sequía y las inundaciones hicieron el resto.

No he podido visitar a D. José del Carmen Lescano, un viejo amigo y poblador de la zona, que tiene un pequeño almacén a dos kilómetros de este bañado de Huaico Hondo. Pero he visto de lejos su casita blanca, de adobe, con su techo de torta y los aleros del corredor a uno y otro lado, suavemente combados por los años, y en el patio el pozo, y más allá el corral, y le he recordado con su tez tostada por el sol y los espejuelos sobre la nariz en gancho.

Y corriendo raudamente a través de esa yerma planicie, como corre el tiempo, he recordado al Mtre. D. Felipe Hernández y su carta dirigida al Cabildo de Santiago en 1803 en que explicaba la forma como los indios elegían sus alcaldes". Tres o cuatro días antes del año nuebo plantan sus noques de chicha y empiezan a tomar; vísperas de la noche amanecen bebiendo (atienda V. S. qué preparación para el acierto); por la mañana presentan en la iglesia en la misa parroquiail ante el cura a sus electos, y como el cura conoce a todos, re. para que los electos son unos ladrones, borrachos, perdularios, procura con suavidad, en su idioma, agravarles la conciencia a esplicarles las condiciones que debe tener el indio para semejante empleo en que pende el zelo de la honrra de Dios en el Pueblo, un sujeto eficaz para asegurar el cobro de los reales tributos sugetando a sus indios; entonces ceden y dicen cùra que proponga a quien le parezca... "Me he puesto a pensar en este hombre, cuyas son las palabras que he reproducido. D. Felipe Hernández era cura de Atamisqui cuando en 22 de Junio de 1813, D. Joseph Martínez Castellanos levantó una información en Soconcho, probando en ella su patriotismo. Había sido Diputado en la Junta de las Temporalidades, Subdelegado Conjuez y Theólogo por su propietario Dr. Martín López de Ve- lasco y, durante la revolución de Mayo, con el Juez de Padrones y elector en el Partido de Soconcho, D. Francisco Ramón de Ibarra, levantó las listas de subscripción para el Ejército Libertador.

Luego, mientras construía la tercera o cuarta capilla de So- concho llegó la noticia del triunfo de Tucumán y, después, la de la acción de Salta, y el cura D. Felipe, echaría a vuelo las campanas, y ordenaría luminarias y festejos.

En 6 de Mayo de 1815 firmó una nota dirigida a Alvarez Thomas solicitando la autonomía de Santiago del Estero. No obstante, y acaso por los insobornables atributos de su personalidad, la infamia pretendió manchar su clara y limpia trayecto- ria pública al servicio de la revolución y protesta con fecha 28 de Octubre de 1816 ante el Teniente de Gobernador D. Gabino Ibáñez contra los que le habían denunciado de acoger a los enemigos del Estado.

Y mientras tanto he visto pasar leguas y leguas de tierras cubiertas de un sarro salinoso, cardones inmóviles y entristecidos, troncos derribados con la costra deshecha por la acción de tiempo, matas verdinegras como manchas, algún arbolillo, algún pájaro y por encima, la extensión infinita, fija, alucinan- to del cielo. Y han ido pasando en mi memoria los sucesos y los años de esta historia y al llegar al año 1824 he recordado a D. Dionisio de Ibarra y Grillo. Aquí nació D. Dionisio, guerrero de la Independencia y caudillo, uno de los sostenes del Gobernador D. Juan Felipe Ibarra. Un día de Diciembre de aquel año de 1824 D. Dionisio fué invitado a un banquete que los políticos de Santiago le ofrecían en su honor. Llegado al lugar y hora convenidos se encontró con una larga mesa, y en ella un ataúd y cuatro altos candelabros con velas encendidas. Y al decirle que ése era el banquete que le tenían preparado, le degollaron.

Durante muchos años Soconcho  fué un reducto militar de importancia. Allí vivió el Capitán D. José Manuel Lugones, uno de los Jefes de la 3ª División de Milicias de Soconcho, con desracho de Capitán firmado por el Genera! D. Manuel Belgrano en 9 de Junio de 1817, condecorado por el mismo por haber contribuído a la pacificación de Santiago y que luego en "Los Coroneles" es destacado para proveer de bueyes, picadores, milicianos, carne y caballos para el Ejército Nacional que regresa a Buenos Aires.

Allá hicieron sus primeras armas el alférez Manuel Ponce, los tenientes Mariano Morales, Pedro de Yslas,

Manuel Gregorio Jiménez de Paz y Simón de Ibarra. Allá se establecieron algunos hacendados y se anudó de hechos menudos, deleznables, curiosos, terroríficos, risueños o vanos la larga, la profunda historia de Soconcho.

Hasta que, por fin, todo quedó arrasado. La carne viva de la tierra quedó expuesta al sol. Habíase dado comienzo a la tala de los bosques. Había comenzado la era industrial para la zona. Y los animales de la selva se ahuyentaron, los hombres fueron explotados, el pasto nunca más nació, secóse la tierra, libremente aventada por los aires calientes del verano inhóspito o los fríos del invierno, y la historia de Soconcho pareció comen- zar recién, como si el pasado no hubiese existido o no existiesen memoria de él.

(1)-Según el Padrón de indios levantado el 10 de noviembre de 1786, So- concho estaba a 8 leguas al S. E. de Pitambalá y a 1 legua al N. O.de Umaj.

Fuente: Libro: Viejos Pueblos, Orestes Di Lullo

Medellín del Soconcho, La ciudad perdida

 


El conocido refrán que afirma que “segundas partes nunca fueron buenas” se aplica de continuo también al vasto campo de la literatura. Es lo que se define cinematográficamente con la palabra “remake”. Y en el estrecho espacio de las excepciones ubicamos a “La ciudad perdida”, relato de Oreste Edmundo Pereyra que con altura puja con “La conquista”, producto de la imaginación de Ricardo Rojas proyectada sobre toda la primera parte de su obra “El país de la selva”. Inventiva enriquecida por su manejo del idioma y en menor medida por aportes documentales históricos referentes al ingreso de Diego de Rojas – al decir de José Andrés Rivas – “a ese territorio de sierras escasas, leves llanuras, árboles bajos y descansadas obras, al que hoy llamamos Santiago del Estero”. En nada desmerece a su antecesora el prolijo trabajo de Pereyra, cuya versión transcribimos seguidamente.

Casi sin hablar continuaron avanzando por ese universo de pesadumbre, alucinados por las riquezas que todos mencionaban pero que nadie jamás encontró. Únicamente el bullicio de los pájaros en la espesura competía en estridencias con el ruido seco de los casos de los caballos, los que ahogaban por momentos, los pasos de los hombres. Cuando Diego de Rojas extendió su brazo la marcha enmudeció y todas las miradas convergieron al caudaloso oleaje indígena que portaba en angarillas al cacique mutilado. El jefe de la expedición miró absorto los cuerpos broncíneos que rodeaban al cacique, el que parecía una figura irreal puesta en la estera desde hacía años, tal vez siglos, exhibiendo su única pierna y su único gesto hosco. Acostumbrado a las decisiones rápidas, Diego de Rojas dijo al sacerdote:

- Padre Galán, le confiero a usted la misión de parlamentar con los indígenas-

- Pero... - alcanzó a musitar el sacerdote tomado de sorpresa.

- No admito excusas en esta empresa -replicó Diego de Rojas-. Sé que usted me dirá que es hombre de paz, justamente por eso lo envío. Lo acompañará un intérprete.

Al momento partieron y al momento estuvieron frente al cacique cuyo rostro desde cerca ofrecía un aspecto mucho más cruel. El sacerdote por boca del intérprete explicó a Canamico, el jefe indio, que no buscaban la guerra sino la paz; que sólo pretendían explorar esas regiones, por eso habían venido de tan lejos, desde el Perú y antes del Perú, desde España, que era un lugar que quizás ellos no conocían... Y siguió con la retahíla de palabras que el cacique parecía no dar importancia, porque en ningún momento se ablandaron las aristas de su rostro pétreo. Al concluir las explicaciones, la voz del cacique sonó imperiosa:

- Yo exijo a todos los invasores que abandonen estas tierras de inmediato! -

La orden no ofrecía réplicas, sin embargo, el sacerdote en un supremo esfuerzo conciliatorio dijo al intérprete:

- Contéstele que creemos que no ha entendido bien nuestra misión, puesto que nadie trata de usurpar sus dominios. Por la cruz que nos ampara -remató- dígale que buscamos - únicamente explorar estas tierras sin causar daño a nadie -.

Canamico respondió con una ráfaga mortífera de autoridad que envolvió su cara de un tinte más sombrío y sus ojos de un fuego más intenso. La rabia contenido por el jefe indio vaya a saber cómo, abrió su cauce a la corriente impetuosa y el sacerdote sintió que el miedo, un miedo terco, envolvente, le circulaba por todo el cuerpo haciéndolo navegar por un mar de temblores. El sacerdote, dando rienda suelta a su pánico, echó al galope su caballo seguido por el intérprete.

En un abrir y cerrar de ojos los sables se enhestaron y los arcabuces se prepararon a sacudir su modorra, pero debieron permanecer inútilmente dispuestos al ataque porque los indios ni siquiera habían pretendido iniciarlo y permanecían allí como adheridos a la tierra.

En medio de la indecisión, de la duda, Diego de Rojas apretó las piernas a su cabalgadura y se dirigió al cacique, pero antes de llegar un cerco de indios le cerró el paso. Porfiando en su intento lanzó varias veces su caballo contra el círculo que se distendía para volver a constreñirse pasado el empuje. Ante la tormentosa amenaza los soldados se fueron acercando sigilosos y en un momento dado, sin saber por qué -quizás fue el instinto o tal vez las lanzas que se levantaron sospechosas- urgieron sus caballos y fueron hundiendo los aceros en los cuerpos semidesnudos. Los aborígenes, tomados de sorpresa, retrocedieron dando gritos de espanto al ver el reguero de sangre sobre las matas de pasto de la llanura devastada. Pero el grito de la sangre enardecida los llevó a arremeter nuevamente pese al avance arrollador de la caballería que les causaba un temor supersticioso, porque en ella los indios no sabían diferenciar al hombre del bruto, los que de pronto se convertían en una unidad fantasmal con cuatro patas y dos brazos.

Canamico vio como sus guerreros sepultaban el miedo y la vergüenza en la insidiosa vegetación y una mueca de disgusto le robó el rostro. Se sintió de pronto, inertne, como un huérfano grande a merced de sus enemigos.

Cuando Diego de Rojas se acercó, el cacique irguió la frente dispuesto a que se cumpliera la sentencia. Sin recelo, escrutó a su oponente. Durante un segundo las miradas de ambos jefes se cruzaron. La una reflejó la soberbia en la derrota, la otra, la altivez del vencedor, ambas el espíritu indómito de dos razas encontradas. Diego de Rojas comunicó su resolución al intérprete y se alejó. Al enterarse Canamico que el jefe blanco le había perdonado la vida, cambió su decisión anterior y le permitió transitar por sus dominios. En medio de tanta desolación, el gesto reconfortó a Diego de Rojas. Al día siguiente los expedicionarios iniciaron el regreso a Tucma, en donde entraron sigilosamente y en donde también, a diferencia de la vez anterior en la que no encontraron ni indios, ni alimentos, hallaron al poblado en plena actividad. La presencia de los desconocidos suscitó al principio cierta curiosidad, la que se fue amortiguando con el correr de los días mientras esperaban la llegada de Felipe Gutiérrez y sus soldados.

Las chozas de rama y paja que constituían el asentamiento indígena, se extendían sobre un claro con escasa vegetación que pugnaba por sobrevivir, hollada constantemente por el hombre. En uno de los flancos, los maizales en flor aparecían como recostados en los faldeos montañosos cuyos árboles azules se esfumaban entre los contornos indefinidos del firmamento.

Nada pudieron averiguar durante su permanencia en Tucma, y pese a las gallinas que allí se criaban, las que habían despertado la curiosidad y exacerbado la fantasía, la presencia de otros hombres blancos se convirtió en una posibilidad remota. Los días se deslizaron tranquilos, casi monótonos. Los aborígenes proveían a sus necesidades en forma elocuente. Pero al quinto día, al despertar, todo se volvió brumoso como un sueño apenas soñado, porque sin poder entenderlo muy bien, los indios habían desaparecido y con ellos los alimentos. Con minucioso afán revolvieron las chozas y no encontraron nada. Todo se lo había tragado el monte en cauteloso silencio.

Y como si el destino los impulsara siempre a proseguir, abandonaron Tucma. Poco a poco fueron dejando atrás las montañas y luego la llanura inclinada que se desbordaba plena de colores y se internaron en el paisaje indócil, henchido de tuscas, algarrobos, chañares y talas que se enmarañaban en sucesivos acoplamientos y permitían la proliferación confusa de las formas. Luego pasaron por entre las crenchas de los aibales que cobijaban a los guanacos que pacían insolentes más allá, en las abras solitarias.

Diego de Rojas sintió de pronto que el cansancio trepaba en cada movimiento de su cabalgadura y se le enroscaba al cuerpo, pero prosiguió la marcha a Soconcho, lugar que no conocía y en el que sin embargo, le habían asegurado que podría abastecerse. Desde que desechó el camino de los Incas rumbo a Chile y se internó por la abrupta quebrada abierta a pico y azadón por sus hombres, nada podía detenerlo, ni siquiera el rumor supersticioso de los soldados que ahogaban sus protestas en voz baja porque se internaban cada vez más, en busca de una tierra que nadie les había prometido. Pocos sabían que la decisión de Diego de Rojas de no continuar a Chile la tomó entre los indígenas de Chicoana, cuando le indicaron que trasponiendo las montañas había hombres blancos que criaban gallinas.

- Hombres blancos que crían gallinas?- preguntó a su asistente sorprendido.

- Que crían gallinas?- volvió a preguntar como para certificarse de su propia incredulidad.

Y la imaginación calenturienta asoció a los hombres blancos con la ciudad perdida, con la ciudad de los Césares, la de las casas recamadas de oro y pedrerías que el pensamiento febricente elaboró en largas noches de insomnio desde las cavernas mismas de la irrealidad.

Y el rumbo fue torcido y las gallinas aparecieron y los hombres siguieron navegando por esas fuentes caudalosas de la fantasía sin poder encontrar ni vestigios de la ciudad que enajenaba los sentidos con sus riquezas y cuyo cordón umbilical era un río de plata que nunca vieron y del que nunca les contaron nada, porque se había perdido mucho antes que naciera, en las noches sin imaginación.

Soconcho los recibió con sus odres fecundas repletas de maíz, de frutos silvestres y con sus gallinas y patos que se criaban en fraternal convivencia. Pero no permanecieron allí mucho tiempo porque la sed de aventuras los reclamaba desde el fondo de la sangre. De Soconcho a Salavina, de Salavina nuevamente a Soconcho persiguiendo siempre algún indicio de la ciudad de fábula que se convertiría con el correr del tiempo en una realidad inventada, pero que les era, sin embargo, más reconfortante que una realidad sin espejismos.

II

En Soconcho la tarde se alargaba en el misterioso silencio de los árboles. El capitán Diego de Rojas comprobó que el desaliento lo invadía y aunque trató de cerrar los ojos para descansar, no pudo hacerlo, porque los últimos girones de la tarde se poblaron de movimientos furtivos, de murmullos apagados.

- Quien va? – gritó el vigía y la voz de alarma sobresaltó a la tropa por segunda vez. En la primera habían apresado a dos indios espías, ahora sacudía el vientre de la tierra un resonar imperiosos de cascos.

- Quien va? – gritó nuevamente el vigía tratando de romper con su mirada los primeros velos del anochecer. La segunda inquisitoria, hizo que los soldados se prepararan para el ataque,

- Dios salve al rey! – fue la respuesta y sin mediar otras palabras, los hombres de Felipe Gutierrez se desprendieron de sus cabalgaduras y abrazaron a sus compañeros. Al poco tiempo, la noche se pobló de risas, de cantos entonados a media voz, los que se confundían con los aullidos lejanos perdidos en el monte.

En medio del bullicio Diego de Rojas y Felipe Gutierrez se alejaron para cambiar impresiones y soñar juntos los viejos sueños de la ciudad perdida, la de las riquezas fabulosas que ahora, en la restaurada fantasía de ambos, podía quedar cercana a un lugar que los indios llamaban Macajar. Hasta bien entrada la noche organizaron la nueva expedición. Todos los detalles se tuvieron en cuenta, hasta el agua que debían llevar en las calabazas y los zurrones. Finalmente el cansancio, llamó al reposo.

Al día siguiente, cuando el sol había iniciado su carrera en el horizonte se prepararon las vituallas, el agua, las armas y otras cosas indispensables, de manera que a las tres horas no quedó en el lugar un reguero de desperdicios, entre las cenizas calientes de los fogones recién apagados.

Los demás siguieron como sonámbulos por ese paraje de pesadilla, bordeando quebradas y cauces de arroyos secos, con los ojos extraviados, con la fiebre navegándole por el cuerpo. Sin embargo, el tercer día cuando las esperanzas se creían perdidas, densos nubarrones que giraban en el firmamento trajeron algo de optimismo. Poco después los truenos sacudieron la tierra y desde el cielo se escaparon las primeras gotas que resbalaron los largos y desaliñados cabellos de la aventura, para proseguir su empuje por los rostros curtidos y sudorosos. En el preciso instante en que la lluvia comenzó a arreciar, muchos soldados se echaron de espaldas en el suelo tragando con desesperación, lentamente, el fuego de sus gargantas.

La marcha prosiguió lenta y fatigosa hasta llegar a Macajar, pero nuevamente allí la decepción. Los indios habían desaparecido dejando únicamente en las chozas el rescoldo caliente de su presencia. Diego de Rojas echó una mirada en derredor y aunque su olfato de guerrero le indicaba la presencia de un peligro cercano, ordenó a la tropa desmontar y establecer en aquel lugar sus reales, porque le era necesario abastecer a la expedición antes de continuar la marcha. El jefe español no se equivocaba. El peligro estaba latente, oculto en la espesura, en donde el cacique Sinchiuaina esperaba junto a sus hombres, mientras que un indio sobre el árbol que le servía de atalaya, observaba vigilante cada movimiento de la tropa.

Apenas los soldados de reconocimiento se movilizaron, el vigía dio la voz de alerta y los indios atacaron a la patrulla desde los lugares menos esperados. Cinco soldados lograron huir pese a la rapidez de la maniobra que los había tomado por sorpresa. Solo uno quedó prisionero. La lucha se había declarado y la mansedumbre de la siesta se rompió de pronto con los gritos guturales y la danza guerrera de los indios que hacían sonar sus crótalos como una invocación divina a la victoria, en tanto los clarines de la tropa alargaban su estridencia despertando al monte adormilado.

El jefe español observó el avance de los indios que cruzaron el linde del bosque por donde se escapaba el llano y prosiguieron avanzando por el abra, algunos con el torso desnudo, otros ataviados con ponchos y vinchas, los menos cubiertos con sus vestimentas sacerdotales de pieles de pumas y leones, cuyas temibles cabezas sobresalían como yelmos. Aún después de tantos años de guerra Diego de Rojas sintió el mismo desaliento en las rodillas como la primera vez. a la voz de ataque la caballería, espada en mano, cayó sobre el enemigo hiriendo a diestra y siniestra. En el momento en que la caballería se replegó, los infantes parapetados tras de los árboles descargaron con precisión los arcabuces. Esto no hizo sino acrecentar un vago temor en los indios, temor que se remontaba a años lejanos, a tiempos sin tiempo en los que les habían augurado que seres extraños estaban vendrían a sojuzgarlos y esos seres extraños estaban frente a ellos, desafiándolos con el rayo mortífero que habían robado del cielo. Al atardecer los indios retrocedieron y buscaron refugio en la espesura. Con las primeras sombras de la noche los soldados recorrieron el campo de batalla, recogiendo a los camaradas heridos y dando el tiro de gracia a los enemigos moribundos. La segunda batalla fue tan encarnizada como la primera. Los contendientes redoblaron los esfuerzos sin darse reposo. Al tercer día, desde puntos lejanos, fueron llegando numerosas tribus que alimentaron al primitivo ejército provisto de hachas de piedra, mazas, garrotes, hondas, bolas de piedra, arcos, saetas, voladoras y lanzas.

Como era de esperar, los indios atacaron con furia descontrolada, pero los españoles respondieron con idéntico fragor. Nadie quería darse tregua, por eso la tarde se pobló de una intrincada maraña de rodelas, cotas, yelmos, ponchos, plumas y cuerpos broncíneos. Por todas partes aceros, descargas de arcabuces, silbidos de flechas, ir y venir de soldados y de indios. Por todas partes espanto y muerte.

En medio del combate sintió nuevamente el cansancio que no era otra cosa que el peso de su propia frustración, la que le había ido deshilachando todos sus sueños. Por esto tal vez espoleó violentamente al animal y se dirigió a donde la lucha era más reñida. De pronto un dolor profundo la sacudió el muslo. Sin tener tiempo a detenerse vio que una flecha le mordía la pierna, pero siguió luchando con mayores bríos. Solo cuando los últimos indios se dispersaron pudo Diego de Rojas apoyar la cabeza en un árbol. Luego escupiendo su rabia, arrancó de un golpe la flecha. Con el correr de las horas el dolor se fue ampliando. Esa noche se apretó con desesperación la pierna como tratando de ahogar el sufrimiento.

- Don Diego – le dijo el sargento que lo acompañaba en el instante en que lo vio un poco más aliviado – sé que lo que voy a decirle es un tanto embarazoso, pero creo que es mi deber informárselo.

 - De que se trata? – preguntó el jefe español.

- La tropa murmura – fue la escueta respuesta.

- Murmura qué? – inquirió en medio de su agotamiento.

- Si pregunta cualquiera podrá informárselo – dijo a manera de explicación el interpelado. – Como se habrá dado cuenta no quiero ser yo quien se lo diga y verme envuelto en un escándalo.-

- Basta, por Dios! – replicó Diego de Rojas – Nada hay peor en la boca de un hombre que un secreto callado a medias. Eso es maleficiencia, Rodriguez ... Quiere hablar ahora?

- Es sobre su extraña enfermedad Don Diego, y sobre esa mujer, la Enciso -.

- Pero qué tiene que ver mi enfermedad con ella? – preguntó molesto.

- A ciencia cierta, nadie cree que la flecha pudiera causarle tamaña enfermedad. Por lo menos nadie recuerda que haya ocurrido en otros. Lo que se dice, es que su mal tiene que ver con los guisadillos que la Enciso preparaba para usted por orden de Don Felipe Gutierrez. Ya sabemos que Don Felipe debe sucederle en el mando y si esos guisadillos estuvieron envenenados como se supone, es fácil adivinar, quienes son los autores de su desgracia.

La noticia cayó sobre él con todo el peso de su artera desnudez. Nada le podía parecer extraño a Diego de Rojas, ni siquiera la ambición de Felipe Gutierrez, o la de su amante Catalina de Enciso, porque la ambición reptó siempre sigilosa en torno a la tropa. Los acontecimientos contribuyeron a poblar sus escasos momentos de sueño, de la figura fantasmagórica de Catalina de Enciso, en raros exorcismos en medio del monte inexcrutable.

Al día siguiente los dolores se habían intensificado y cuando Felipe Gutierrez y Catalina de Enciso se arrimaron al lecho del enfermo, éste los increpó.

- Se atreve usted a presencia el tormento que me ha impuesto por manos de esa mujer? – dijo a Felipe Catalina de Enciso. Con la voz distorsionada por la ira continuó llenándolos de improperios, acusándolos de haberle dado el veneno para usufructuar el cargo.

- No sé quién pudo haberle dicho tamaña infamia – contestó Felipe Gutierrez. Le juro por mi honor... Pero no puedo continuar porque las palabras injuriosas ahogaron todo razonamiento y avasallaron hasta las lágrimas de Catalina de Enciso.

- No quiero oír ninguna otra sandez – gritó finalmente Diego de Rojas – Retiráos inmediatamente de mi presencia – agregó señalando la puerta. Felipe Gutierrez y Catalina de Enciso abandonaron la habitación.

- Qué debemos hacer? – preguntó la mujer consternada.

- Solo nos resta esperar. Quizás la patrulla capture algún indio y nos diga que les ponen a esas malditas flechas. Es el único medio de desbaratar esa patraña – terminó diciendo con disgusto Felipe Gutierrez.

A la mañana siguiente un indio prisionero reveló el misterio. A las flechas habían comenzado a colocárseles el juego venenoso de ciertas hierbas que él decía desconocer. La orden fue que los soldados debían arrancarle el nombre a cualquier precio. Al cuarto día el infeliz, con las coyunturas desarticuladas, murió sin revelar el secreto que tal vez ni siquiera conocía. En ese lapso, el dolor se fue enraizando en las fibras íntimas del cuerpo de Diego de Rojas y para sofocarlo comenzó a revolcarse como un poseso por el suelo, pero continuó sintiendo, pese a sus esfuerzos desesperados, que desde dentro le arrancaban de cuajo las entrañas. En vano trató de domar su angustia porque ésta se le había encabritado más allá de la carne.

Cuando una noche el dolor y la fiebre cerraron sus ojos cansados, una vaga figura reclamó su presencia. Con ella cruzó en silencio la sombra tendida en la llanura y se adentró en el corazón secreto del bosque. Y allí, por fin, sus manos temblorosas se extendieron hacia la ciudad perdida, la de las casas recubiertas de oro y pedrerías.

 - La ciudad... La ciudad perdida – alcanzó a musitar.

- Don Diego, qué siente usted? – preguntó el sacerdote que velaba junto al lecho del agonizante.

En ese instante Diego de Rojas abrió los ojos bañados de asombro, pero los volvió a cerrar. Enseguida un breve estremecimiento y un jadeo sacudieron el cuerpo que, sin embargo, continuó flotando por entre el brillo empecinado de la ciudad, hasta quedar convertido en polvo de oro.

Cuando el sacerdote apretó en el aire la señal de la cruz, una torcaza solitaria, perdida en el monte, comenzó a llorar la tristeza de la noche

Fuente: Fundación Cultural Santiago del Estero

A 33 años de la partida de Jacinto Piedra

Jacinto Piedra (Seudónimo Artístico de: Ricardo Manuel Gómez Oroná tal cual era su nombre), nació en Santiago del Estero el 25 de septiembre de 1955 y falleció en un accidente automovilístico ocurrido en la noche del 25 de octubre de 1991, en el cruce de las vías del F.C. Mitre (Dpto. Banda).


Miembro de MPA (Músicos Populares Argentinos), con quien grabó "Nadie más que nadie", en 1985 y "Antes que cante el gallo" en 1987 y con Santiagueños (Peteco Carabajal, Juan Saavedra y Jacinto Piedra), grabó "Transmisión Huaucke".

Jacinto Piedra fue conocido por sus pares como “El cardenal” y ha sido homenajeado por compositores de la talla de los “Horacios” Guarany y Banegas.

Guarany ha hecho grito de impotencia a su chacarera Jacinto Piedra, en la que entona: “Canta mi chacarera / la primavera llorando está. Nunca, yo sé que nunca / su voz de pájaro se callará. Porque esa voz no muere... / Nunca morirá, vivirá en el rescoldo de la eternidad”.

Banegas, por su parte, ha reivindicado con mayor precisión el aporte de Piedra al nuestro cancionero. En su pieza El cardenal escribió: “Tierra, bendita tierra de palos y mar, esta guerra es eterna, es furia que va / Baila por las naciones donde hay libertad / En un monte vecino cantó un cardenal, y un medio día de flechas lo quiso callar / Pero tu sol quería volverlo a escuchar...”

Fragmentos de la "Elegía a Jacinto Piedra", del poeta Mario S. Lescano, en los que expresa: "...Hoy ha callado su voz. / Lo tragó una anoche larga. /Socavón hecho silencio, / misterios de "Salamancas". / Pero tu nombre que es eco / en el tiempo y la distancia / irá despertando el sueño /ancestral de nuestra raza. / Para quedarse prendido / en acordes de guitarras, / de una siesta algarrobera / con mil coros de cigarras. /Jacinto Piedra es un grito / medular de nuestra raza. / Jacinto Piedra... /¡es hondazo! / De piedra luz / en mi alma".

El recuerdo de un grande de la música nacional, una calle del Barrio Tala Pozo, donde germinó la vida y el arte de este folklorista que materializó junto a Peteco Carabajal una revisión y renovación conceptual de nuestra música de raíz nativa, lleva su nombre.

sábado, 19 de octubre de 2024

Agustina, mujer invencible

Entre octubre de 1840 y febrero de 1841, Agustina Palacio de Libarona vivió una atroz odisea en parajes desérticos de Santiago junto a su marido, preso y torturado por orden del gobernador Juan Felipe Ibarra.

 


La estremecedora historia de "La heroína del Bracho" tiene como protagonista a Agustina Palacio de Libarona. No se encuentra su partida de bautismo: algunos la dan como nacida en Tucumán y otros en Santiago del Estero, en fechas que varían entre 1822 y 1825. Pero la familia era santiagueña: el padre, Santiago Palacio, había gobernado interinamente esa provincia en 1831.

Agustina se había casado con un español, José María Libarona, y tenían dos hijas, Elisa y Lucinda. Residían en Tucumán. Poco se sabe de Libarona: oriundo de Canarias, había trabajado con los Lezica en Buenos Aires y llevaba la contabilidad de comercios importantes. Tenía pulcra redacción y excelente caligrafía. Curiosamente, estas cualidades vendrían a constituir su perdición.

Todo empezó cuando corría setiembre de 1840 y Tucumán estaba embarcado en la formación de la Liga del Norte contra Juan Manuel de Rosas. Los Libarona habían viajado a Santiago para visitar a la familia de Agustina. Sin mencionar fuentes, hay historiadores que aseguran que José María era portador de mensajes para los escasos santiagueños antirrosistas.

Alzamiento en Santiago

Sucedió que el 24, la tropa urbana de Santiago se subleva al mando de Santiago Herrera. Ultiman al comandante Francisco Ibarra, hermano del gobernador Juan Felipe Ibarra, a quien no logran capturar. Pero consideran que lo han derrocado, y el juez Pedro Unzaga convoca a los vecinos para formalizar la deposición y nombrar un sucesor.

Invocando su condición de radicado en Tucumán, Libarona se negó a asistir, pero debió hacerlo cuando lo amenazaron con la fuerza pública. Y no pudo sacarse la imposición de redactar el acta, que le cayó encima por su preciosa letra y su soltura española para redactar. Esto le resultaría fatal. Los reunidos, además, se proclamaron partidarios de la Liga del Norte, que Ibarra se había negado tajantemente a integrar.

Pero el día 28 Ibarra sometió a los alzados y regresó al Cabildo. Estaba enfurecido por la muerte de su hermano y dispuesto a ajustar cuentas. Ordenó el arresto de Unzaga, del comandante Santiago Herrera y del autor del acta, José María Libarona. Todo lo que ocurrió después se conoce por el relato de doña Agustina.

Prisión de Libarona

Los soldados de Ibarra entraron en casa de los Palacio rompiendo puertas a culatazos, mientras ella escapaba cargando las chicas por los techos. Pasó una noche atroz en el convento de Santo Domingo, oculta en la celda donde estaban depositados cuatro cadáveres que se enterrarían al día siguiente.

Al amanecer, pudo enviar un mensaje a su madre. Pronto supo que Libarona había intentado refugiarse en su finca en territorio tucumano. Pero un baqueano lo traicionó: terminó capturado por los soldados de Ibarra y llevado a su campamento. Agustina corrió a verlo. Lo divisó atado a un poste, semidesnudo, al rayo del sol. Volvió a la ciudad. Apeló al ministro de Gobierno, doctor Adeodato de Gondra, pero este se lavó las manos. Ya conoce usted a Ibarra, se limitó responder al pedido de que siquiera colocase a Libarona a la sombra.

Inició entonces un desesperado recorrido, "del campamento a la ciudad y de la ciudad al campamento, para ver alternativamente a mis hijas y a mi marido", cuenta. En el campamento, no sólo la laceraba ver a Libarona amarrado. También presenció la aplicación de la atroz tortura del retobo. Consistía en encerrar totalmente al prisionero en un cuero fresco de res cosido al cuerpo, de modo que, al secarse el cuero, le fuera destrozando los huesos. Así murió el cabecilla Herrera.

Al fortín de Bracho

Días después, Ibarra ordenó que Libarona y Unzaga fueran llevados al fortín de Bracho, ubicado unos 120 kilómetros al noreste de la ciudad. Por esos días, pasó por Santiago el general Manuel Oribe, al frente del ejército enviado por Rosas a Tucumán para poner en vereda a la Liga del Norte. Agustina logró entrevistarlo y Oribe, muy cordial, le aseguró que hablaría con el gobernador, cosa que nunca hizo.

Además, se presentó ante el mismo Ibarra para suplicar su clemencia. Furioso, el gobernador respondió, antes de echarla:

¡Dejen a ese gallego donde está! Bien está allí. ¿Acaso su ausencia no te da libertad?

Sin amilanarse, Agustina pidió que al menos la autorizara para trasladarse hasta Bracho. Ibarra asintió.

Que se vaya esa loca al Bracho y la roben los salvajes, si esa es su voluntad, fue su comentario.

Dejó a Lucinda, bebe de pecho, con sus hermanas, y partió con Elisa. Al verlas llegar luego de tan penoso viaje, Libarona lloró de alegría. Pero le indicó que debía volverse. El fortín no era lugar para una mujer y una niña pequeña. La comida era escasa y malísima y los acometían mosquitos y vinchucas. Así, Agustina no tuvo más remedio que regresar a Santiago.

El marido demente

Pocos días después, supo que Ibarra había ordenado que Unzaga y Libarona fueran llevados más adentro del Chaco santiagueño. Partió entonces en su búsqueda, a pesar de los ruegos de los Palacio, quienes quedaron con Elisa y Lucinda. "Viajé de día y de noche, atravesé Matará sin detenerme y penetré en el desierto", cuenta.

Cuando arribó por fin a la choza de los presos, vio con horror que Libarona, flaquísimo y afiebrado, había perdido la razón. No la reconocía y hasta trataba de agredirla. A su lado, Unzaga estaba cubierto de úlceras. La aterrorizada mujer mandó un chasqui a Santiago pidiendo un médico, pero ninguno quiso venir. Se limitaron a mandarle unos remedios y la indicación de bañar a Libarona y aplicarle los emplastos llamados "vejigatorios".

Siguieron meses a lo largo de los cuales la pesadilla iba creciendo en atrocidad. Vino una nueva orden de Ibarra y el prisionero fue internado aún más lejos. Rondaban los indios, que un día atacaron el campamento mientras Agustina, ayudada por Unzaga, cargaba a Libarona y lo escondía entre los árboles. Pasaron días sin más protección que el follaje, mientras oían de noche el rugido de los jaguares.

Tremendas penurias

Agustina apelaba a cualquier medio para sobrevivir. No estaba su hija para amamantarla, pero dio el pecho al hijo de una india enferma, así como tejió para las otras a cambio de alimento. Con sus propias manos armó un precario rancho y lo cubrió con totora que había entretejido. Caminaba leguas para obtener agua, bajo la mirada implacable de guardias a quienes nunca importó su sufrimiento. A todo esto, Libarona yacía en estado de absoluta demencia, del que jamás se recuperaría.

Agustina, antes niña mimada por la fortuna, tenía aspecto de mendiga. "La piel se me caía de las piernas, del rostro y de los hombros. No tenía otros vestidos que los que me cubrían desde hacía cuatro meses". El último traslado dispuesto por Ibarra los condujo a La Encrucijada, un paraje tan desolado y falto de agua como los anteriores.

Muerte de Libarona

Allí expiró Libarona entre convulsiones, el 11 de febrero de 1841, a las dos de la tarde, en brazos de Agustina. Ella consiguió que, dos días después, viniera un carro para conducir el cadáver hasta el cementerio de Matará. Pero no fue posible subirlo al vehículo: "los miembros se separaban y las carnes se caían a pedazos". Debió enterrarlo en el mismo sitio donde había muerto.

Después se despidió del desolado Unzaga -quien sería muerto a lanzazos en 1844- tras pedirle que marcara con una señal el sitio de la tumba, y regresó a la ciudad. Luego de cuatro días de viaje pudo abrazar a su familia en Santiago. Ni bien recuperó algo las fuerzas partió con sus hijas a Tucumán, para jamás volver.

Pasaron los años. Las chicas se hicieron grandes. Elisa se casó en 1858 con el industrial Juan Manuel Méndez, dueño del ingenio La Trinidad. Tuvieron seis hijos. Murió en 1869 y el viudo procedió a casarse, en 1870, con Lucinda, de cuyo matrimonio nacieron otros seis.

Después

Agustina estaba en Salta a comienzos de la década de 1860, cuando el viajero francés Benjamin Poucel pidió que le narrara aquellas peripecias de 1840-41. Las publicó primero en un diario porteño y luego en "La vuelta al mundo", en París. Su texto apareció allí en 1863, en la famosa revista "Correo de Ultramar", ilustrado con grabados. En 1925 se editaría, traducido, en el folleto "Infortunios de la matrona santiagueña doña Agustina Palacio de Libarona, la heroína del Bracho". Se informa allí que existía también un manuscrito con el relato de la odisea, redactado por su cuñado Santiago Libarona, con correcciones de mano de la misma Agustina.

Según referencias del doctor Jorge Iramain, extraídas de cartas de familia, Agustina Palacio de Libarona falleció en Salta, el 13 de diciembre de 1880. El historiador Luis Alén Lascano justifica el trato que Ibarra propinó a Libarona con cierta frase de Napoleón: "El hombre de Estado no tiene derecho de ser sentimental".

Fuente: lagaceta.com.ar

jueves, 17 de octubre de 2024

La Salamanca

 


La leyenda de la salamanca es general en toda la Provincia. No hay apenas lugar, donde la gente no crea ver o sospeche la existencia de una salamanca.

En el paraje de Tilingo, distante dos leguas de Atoj Pozo (Majadas), Dto. San Martín, escondida en el sitio más enmarañado del antiguo río Huaycondo se encuentra una salamanca, la cual, en ciertas noches, deja oír su música diabólica (CCXVI).

Los habitantes de Tacanitas Dto. Pellegrini afirman que existe una salamanca al Este del Puesto llamado Hoyo Pozo, distante de Tacanitas 566 leguas. Dicen que a altas horas de la noche se oye una música perfecta de violín y bombo, asegurándose, además, que un hijo del dueño de ese puesto, por su vida montaraz y costumbres, tiene compromiso con el diablo (CCXIX).

En el Dto. Guasayán hubo salamanca en los parajes: La Chilca, El Rodeo, Pampa Pozo y Guampacha (CCXVII). También existe una salamanca en Maquijata, Dto. Choya; en Manogasta, cerca de Tuama, en un "pozanco" que se llama Pozo Komer; en la Cañada Larga, a 3 kilómetros de Villa ojo de Agua; en la Cañada de la Costa, Dto. Río Hondo, bajo la barranca, donde hay  un árbol y una vertiente; y en Sotelos, camino de La Zanja y sobre el río Salado, frente de Azogasta y cerca de Guaype.

Según la leyenda la salamanca es un lugar diabólico, donde el "supay" enseña sus artes, donde las brujas efectúan sus reuniones tres veces por semana y donde acuden los que se inician en la práctica del maleficio o los que van a aprender toda suerte de maña, destreza o habilidad.

A la salamanca concurre, según la imaginación popular el famoso cantor o guitarrero o bailarín del pago; la moza que enamora; la vieja bruja que prepara los "gualichos"; la curandera; el bravo domador o cazador; el que "piala" con destreza; el corredor de las carreras; y todo aquél que de un modo u otro se ha destacado en la pelea, en el amor o en su trabajo. Por lo general, la Salamanca es un lugar oculto entre los. breñales, de difícil acceso, cuya entrada conduce a una curva amplia y lóbrega. Allí se baila, se hace música, celebran aquelarres y orgías. Las viejas y viejos se transforman en jóvenes, los enfermos curan, la fealdad se cubre de hermosura.

Pero para entrar es preciso armarse de un gran valor. Completamente desnudo, el neófito, hombre o mujer, debe introducirse a la Salamanca con un iniciado. A la entrada de la caverna existe un Cristo "cabeza abajo" al que hay que pegar y escupir. Ya en el recinto subterráneo, se ven animales muy repugnantes y asquerosos: arañas peludas, sapos y escuerzos de gran tamaño, ampalaguas, víboras y umucutis, ante los cuales debe el iniciado permanecer impasible "aunque las víboras se le envuelvan en el cuerpo". Si ha podido vencer la repugnancia o el miedo que tales animales producen, es sometido a nuevas pruebas, y al final, si resulta vencedor, el neófito "puede pedir lo que quiera". En caso contrario, se vuelve loco al salir.

Como entretenimiento, durante la reunión, se hace música con bombo, violín, guitarra y arpa; se queman cohetes de estruendo; y se celebran bacanales que duran toda la noche.

Es creencia general que la música de la Salamanca sólo deja de sonar cuando alguien se arrima a la cueva y que los animales que pasan por cerca de ella se "espantan" y huyen des pavoridos (CLXI), (LXXVI), (VI), (LXXXIV).

Fuente: El Folklore de Santiago del Estero, Orestes Di Lullo

Sumamao

 


Sumamao es una antigua población santiagueña situada en los términos del Dto. San Martín (1). Sumamao era el "habitat" de una parcialidad de indios, cuyos últimos sobrevivientes alcanzaron el siglo XIX. Sumamao es hoy sólo un lugar donde se celebran interesantes fiestas religiosas, convocando, la del mes de diciembre, sobre todo, gruesas multitudes. 1

Este pueblo debió ser muy hermoso. Estaba emplazado sobre el Río Dulce y sus aguas fertilizarían la tierra, y en ella los indios cosecharían copiosamente. Un bosque inmenso formariale un cíngulo de misterio y lo protegería de los vientos y de la incursión de las tribus extrañas. Y la vida en él transcurriría quieta y sosegada. ¿Por qué no habrían de llamarle, entonces, "Sumamao" que, según algunos autores quiere decir: "pueblo lindo"?

Pero llegaron los españoles y se adueñaron de él. No sólo de sus tierras, sino de los indios que la habitaban. Y constituyeron una encomienda, una de las tantas en que se dividió la población aborigen de la que fue luego provincia de Santiago del Estero. Y empieza el largo padecer de estos pueblos.

Uno de los primeros encomenderos de Sumamao fué el Sargento Mayor D. Luis de Figueroa y Mendoza, casado con Doña Catalina Gutiérrez de Toranzos. Le sucedió su hijo D. Luis, y en 1685 su madre, viuda ya, que ejercía su tutela, retiraba al ad- ministrador de dicha encomienda, el Capitán D. Bernardo Pérez Palavecino y lo substituía con el Capitán D. Juan Castañe Becerra.

Es la noticia documental más antigua que se conoce. Pero, sin duda, el pueblo de Sumamao sería conocido por los conquistadores y de él se beneficiarían algunos de los primeros expedicionarios. Luego, en el transcurso del siglo XVII, iría pasando de un encomendero a otro, hasta que finalizado dicho siglo, Sumamao aparece en 1717 como dependencia del curato de Tuama.

He leído en el Archivo la información de 1729 en que figuran conjuntamente los pueblos de Ovejero y Sumamaq.

Por esta fecha era encomendero de Sumamao D. Alonso de Frías, abuelo del célebre jesuíta santiagueño del mismo nombre. D. Alonso era Maestre de Campo y Capitán en 1740 y en el mismo año se le nombra Protector de Indios.

En 1731 el Capitán D. Joseph de Aguirre publica un bando sobre la suspensión de una expedición punitiva contra los indios, cuya parte inicial decía:

"En este pueblo de Sumamao, en diez y nueve de agosto de mil sett y treynta y un, yo el capn Lorenzo Saavedra en cumplimto del que se manda por el horden de arriba hize publicar y publiqué el bando de la otra foja a son de caja de guerra".

¿Habríanse levantado los indios contra el poder despótico del español? ¿Habrían desertado a los montes para unirse a las tribus indómitas y caer como un alúd sobre las poblaciones indígenas al servicio de España? Entonces, ¿Por qué el Teniente de Gobernador D. Joseph.de Aguirre ordena la suspensión de las hostilidades contra ellos? ¿No habrá intervenido el protector de los naturales este D. Alonso de Frías de que he hablado? ¿No sería él quien indujera a deponer las armas y a los indios a volver a Sumamao?

En 1742, este pueblo debió pertenecer a la Real Corona, pues, el Mtre de Campo D. Joseph de Castellanos, Alférez Real y Gobernador de Armas de la Ciudad de Sgo. del Estero, se decía adininistrador de los indios de Sumamao. Habríanse excedido los encomenderos en su inhumano trato y el gobierno civil y militar habría resuelto intervenir para evitar, males mayores. Sumamao, de este modo y por estas razones, habría dejado de ser una encomienda para transformarse en una administración directa del Gobierno. Pero lo que no sabremos es si dicho pueblo se habría o no beneficiado con el cambio. Lo cierto es que continuó sumido en el marasmo por mucho tiempo y de él no se supo; más, hasta 1791 en que su nombre aparece en un informe sobre el Real Hospital de Santiago como colindante de la estancia de Cancinos, que pertenecía a dicho Hospital, salvo la noticia de que en 1749 era cura interino de Sumamao el Dr. D. Joseph Baltazar de Islas.

Ha concluido el siglo XVIII.

En 27 de junio de 1816 el Cabildo de Santiago, para sufragar los gastos que origina la representación al Congreso, arbitró el recurso de arrendar los II pueblos llamados de indios, entre los cuales se encuentra Sumamao. En 1859, el curato de Sumamao pertenecía a la parroquia de Silípica conjuntamente con Manogasta, Teyuyo, Tuama y La Punta de Maquijata. En Sumamao se celebran al año tres festividades religiosas. Una, en el mes de Junio, en honor del Corazón de Jesús; otra, en Septiembre, de la Virgen de las Mercedes y, por fin, la de San Esteban, en el mes de Diciembre, que es la que arrastra tras de sí verdaderas multitudes.

La imagen de San Esteban, llamada de "San Esteban Chico" es pequeña. La Imagen está vestida de rojo, y perteneció originariamente a la señora Doña Mercedes Chaparro de Zurita, a mediados del siglo XVIII, bisabuela del propietario actual, D. Francisco Juárez, de más de 60 años, que vive en la localidad de Maco con el Santo.

Desde este lugar del Dto. Capital sale la procesión hacia Sumamao, distante 12 leguas. Esta procesión es reducida. Esta procesión está formada por una veintena de promesantes y fa- miliares del dueño de San Esteban. Esta procesión recorre a pie la distancia entre el polvo de los caminos, bajo un sol inclemente y se acompaña con música de bombo, violín y corneta, banderas rojas y gallardetes del mismo color.

La víspera de la partida, por la noche, se efectúa un gran baile en la casa de D. Francisco. Es el 20 de Diciembre. En el ruedo de la fiesta se ven rostros campesinos, luces chisporroteantes de velas encendidas en honor del Santo.

Se escuchan los sones de la música, el estampido de los cohetes y entre los gritos, las risas, los aplausos se ven las sombras de los cuerpos que giran con la música de la danza. Al despuntar el alba, la procesión "arranca". Allá va el séquito que acompaña al Santo. Pronto se pierde en la lejanía. Apenas se escuchan los golpes adumbrados del bombo, y de vez en cuando, algún disparo de fusil, o el crepitar de los "estruendos" que se queman en honor de la imagen. La procesión sigue y mientras marcha, los componentes del séquito beben y cantan canciones profanas -pués no se admiten rezos para el Santo Pronto llegan a la casa de Escolástico Zurita en Santa María, donde "hacen noche" con bailes y libaciones.

Al rayar el día empieza la segunda jornada, que tiene por meta la capilla de Silípica, donde se deposita la imagen, mientras los acompañantes almuerzan y descansan.

Por fin, el día 25 llegan a Sumamao después de efectuar otras escalas. Y son recibidos por la población que se agolpa a la orilla del río.

La imagen es depositada en una casa de propiedad del Santo, que posee de tiempos inmemoriales por legado de D. Dámaso Beltrán y allí se baila, obsequiándose a la concurrencia con aloja, mate, café, y bebidas que se adquieren con la limosna del Santo. Me han contado algunas leyendas. Cerca de Sumamao aparecía, hasta no hace muchos años la "madre del río". Dicen que era una hermosa mujer blanca de largos cabellos rubios como el oro, que aparecía sentada en la primera ola de la crecida, peinándose unas veces, con las espinas del pescado, y otras, con un gajo de "ulúa". Algunos agregan que esta aparición tiene cola de pescado y se asemeja a la clásica leyenda de la sirena de los mares. En las claras noches de luna aparecería para dejar el rastro que han de seguir las aguas del río en sus desbordes. Esta leyenda es semejante a la de la teogonía, quíchua o diaguita, de la "yacu maman" que creía en una diosa menor madre del agua, que guardaba en tinajas la lluvia del cielo.

Me han contado que en el año 1865 fué fusilado en Sumamao Andrés Alvarado por la sublevación de La Viuda, lugar donde había llegado los contingentes santiagueños y tucumanos que iban a la guerra del Paraguay. Ejecutó dicha sentencia el Comandante D. Antonio María Santillán. Me han señala- do el lugar de la ejecución y me ha parecido ver al reo tendido en la tierra, sobre un gran charco de sangre, y a la población, aterrada, compungida, en torno, mientras la campana de la ca- pilla doblaba a muerte, lentamente. Me han contado también algunos pormenores del Santo. San Esteban Chico es un Santo alegre, que no gusta entrar a la iglesia de Sumamao, porque tiene casa propia, y que tampoco admite rezos, ni plegarias. Viste de rojo y se place en presidir las fiestas orgiásticas y populares.

Según la tradición religiosa, San Esteban Chico es el niño que al nacer Jesús fué con la buena nueva a los pastores, sien- do tomado en el trayecto por una tormenta de piedras, algunas de las cuales recogió en sus manos. Por esta razón le asignan el patronazgo de las lluvias y dicen de él que nunca salió en andas sin cambios de tiempo, lloviznas o aguaceros. Me han dicho también que en épocas de los diezmos y primicias se acostumbraba regalar al Santo los mejores frutos, huevos y cereales. Algo de estas viejas costumbres recuerdan las ofrendas que todavía le hacen, ofrendas de roscas y rosquillas de que participan los concurrentes o romeros. El 26 de Diciembre son las fiestas de Sumamao. Consisten en la "carrera de indios" y el "viva de los alfereces".

A mediodía, los "corredores", vestidos de rojo y acompañados por unos jinetes que tocan largas cornetas de caña con un cuerno en el extremo, salen de una población vecina, llamada Los Gallegos, distante del lugar 2 leguas, distancia que recorren a la carrera. Antes de partir, hincados de rodillas han de besar una cruz que hacen en el suelo, ceremonia que llaman la "adoración de la tierra". Al llegar, se postran ante la imagen de San Esteban, sudorosos y cansados para tomar gracia. De inmediato, son sajados en las venas de las piernas. Las carreras se ofrecen como el cumplimiento de una promesa y la sangre vertida como una ofrenda. Luego, se realiza la ceremonia de los "vivas", que consiste en recorrer a caballo por abajo de unos arcos florales que los "alfereces" han levantado en honor del Santo, llenándolos de roscas y golosinas. Los "vivadores" se disputan estas ofrendas entre gritos y alaridos.

En 1885, el curato de Sumamao tenía tres capillas. En la misma época pertenecía al Dto. Silípica, y era uno de los seis distritos en que se dividía.

Hoy Sumamao, es un pequeño poblacho terroso, perdido entre breñales, sumido en el silencio, a tras mano de toda necesidad, de toda urgencia, envuelto en el recuerdo de la leyenda, arrebujado de soledad y tedio, empobrecido, miserable, abandonado, que despierta sólo un día por año, cuando San Esteban hace su aparición en andas de la fe, con su figura diminuta y su parva protección, pero lleno de esperanza y de alegría, con el vestidito rojo y la lluvia que inunda los campos.

1)-Según el Padrón de indios de 1786 se encontraba a 4 leguas y ½ al S. E. de Manogasta. Poseía 10 indios tributarios, 5 ausentes, 7 próximos y 17 niños.

Fuente: Viejos Pueblos, Orestes Di Lullo