Ser autónomos es no tener amos fuera de nuestras fronteras, pero también significa que no los tengamos adentro. Se trata pues, de defender nuestros derechos y de promover el crecimiento de la provincia y de los más altos valores humanos.
Por Guillermo Adolfo Abregú. Investigador, ensayista. Santiago del Estero.
Un acta y un manifiesto hacían realidad la voluntad y la obra de los precursores y gestores de la autodeterminación (levantamientos del coronel Juan Francisco Borges en 1815 y 1816) como pueblo y como entidad jurídico-política que se sumaría al concierto de la Confederación de las Provincias del Río de la Plata y a la firma del Pacto Federal de 1831.
Hechos como éste
empezaban a forjar un arduo e intrincado proceso, pero nítido en sus fines de
alcanzar la Organización Nacional conformada por provincias autónomas
enmarcadas en los postulados de un federalismo de auténticos propósitos, aunque
no exento de tropiezos que perdurarían a través del tiempo.
Cierta historiografía
calificó a aquellas acciones de militares de línea y caudillos de montoneras,
sus invasiones, tomas de gobiernos y declaración de sus autonomías, como “la
anarquía del año veinte”. Sin embargo, esas agitaciones culminaron con la
consolidación definitiva de la República, aunque todavía quedarían pendientes
muchos escollos por superar.
Repasando la historia,
vemos cómo nos dividieron cuestiones de índole política o ideológicas
(unitarios y federales, Buenos Aires y la Confederación, centralismo e
interior). Esa problemática, en nuestro desarrollo histórico institucional ha
tenido vigencia casi permanentemente, desde el momento en que no se impusieron
ni se respetaron reglas claras que importen el acatamiento de los principios
que sustenta el federalismo, como sistema aceptado y recibido por la
Constitución de la Nación.
Federalismo
precursor
Santiago del Estero mucho
tiene que decir al respecto, porque a partir de la declaración de su autonomía
se acentuó el sentido de un pacto federal que regulase las órbitas de poderes,
promoviendo el crecimiento de la provincia, la justicia y la defensa de la
región. Un año después de la declaración de la Autonomía, el gobierno del
brigadier Juan Felipe Ibarra firmó en Vinará un tratado con Tucumán, que se
constituyó en uno de los pactos preexistentes a la Constitución nacional.
Este acuerdo del 5 de
junio de 1821 es uno de los pactos fundadores desde el que suscribieron en
Pilar las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe. Pero recién en el
año 1831, al firmarse el Pacto Federal, las provincias que fueron adhiriendo a
él poco a poco, vislumbraron la posibilidad de obtener una coparticipación más
equitativa, aunque el centralismo siguió manteniendo una marcada hegemonía
sobre su puerto, sus rentas y el crédito público derivados de las provincias.
La Autonomía fue la voz
de los hombres sin amos y una consigna común para la consolidación del
federalismo. Y si éste no logró afirmarse realmente en la dimensión que debía
cobrar, se convirtió en un sistema capaz de promover la búsqueda de soluciones para
los desequilibrios, y al mismo tiempo en un derecho que consolida un proyecto
de sociedad basado en la justicia y la libertad.
Efectivamente, en
aquellos álgidos años comenzaba a formarse la Organización Nacional. Los
caudillos provinciales repudiaron la política dictatorial y la hegemonía
centralista. Así se levantaron Córdoba, San Juan, Tucumán, Mendoza y San Luis,
ratificando la condición nacional en ciernes, como ya lo habían hecho
Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos y Salta, o poco después Santiago del Estero y
Catamarca. El 27 de abril de 1820, venciendo Juan Felipe Ibarra a las tropas
tucumanas, la provincia entra a la historia libre de ataduras regionales, como
lo fue con Tucumán, o centralistas con Buenos Aires, enarbolando su identidad,
sus derechos, su dignidad y su autonomía.
Hechos,
no retórica
A 192 años de aquel
acontecimiento, nos replanteamos el significado de la autonomía y del
federalismo, convalidando los principios que hicieron posible la Constitución
Nacional y la formación de un país democrático.
Acerca de la
desfederalización que ha existido durante tantas décadas en el país, es un
problema real cuya solución debe ser encarada efectivamente por el Gobierno
nacional y los gobiernos provinciales, mediante políticas que exterioricen una
voluntad clara y concreta, en orden a revitalizar los principios federalistas y
autónomos sobre los que se asienta nuestro sistema institucional.
El federalismo, la
descentralización, deben ser objetivos claros, posibles, que no queden librados
a la imaginación y voluntad creadora de los argentinos. Los ideales de
integración (que de alguna manera están plasmados en la Constitución Nacional
cuando habla de regionalización) y de vertebración deben ponerse en marcha de
una vez por todas. Tenemos los instrumentos que ambicionamos para despertar de
las pesadillas de tantas crisis que nos golpearon despiadadamente. La fe y el
trabajo podrán ponerse en marcha y operar milagros.
No nos engañemos pensando
que sólo los europeos (los países centrales) son capaces de reconstruir sobre
las ruinas. Nuestra historia y nuestra cultura están hechas de historias
increíbles, por eso no debemos descartar la posibilidad de unirnos para
contribuir a la consolidación, fortalecimiento y perfeccionamiento del actual
sistema institucional. Debemos cumplir así con la esencia misma del
federalismo, que reclama por sobre todas las cosas, la férrea unión de los
argentinos, que le dé sentido de plenitud a la existencia.
Durante largas décadas en
la política argentina se abusó hasta el hartazgo de la retórica y de engañosos
discursos. Esto sucedió cuando hubo que referirse al federalismo. Se lo exaltó
como el sistema más acabado de una república que encontró en él su destino de
grandeza, porque fundado en razones históricas y espirituales de incuestionable
vigencia sirvió para modelar las características locales de los pueblos, sin
que nada de ello se introdujera en un impedimento para la concepción nacional
del país. Sin embargo, salvo las voces del interior que exigían la
participación de las provincias en igualdad de condiciones -de acuerdo con los
pactos preexistentes- los intereses portuarios siguieron practicando en los
hechos una política unitaria netamente centralista, que no quería adaptarse a
un federalismo vertebrador que obliga a respetar las autonomías y a concertar
con las provincias acuerdos políticos, sociales y económicos.
Hoy seguimos insistiendo
en visualizar una nueva tónica de posibilidades de concretar viejas
aspiraciones; para ello hacen falta profundizar las coincidencias y la
aceptación en lo que realmente importa, que es el federalismo que tanto se
proclama y que aprendimos a amar casi como un símbolo más de los argentinos,
para que tenga vida propia y deje de ser una brillante teoría para erigirse en
una efectiva y productiva realidad.
Hay que reflotar el
sentido del federalismo, para que deje de ser el grito de batalla de unos
contra otros.
Autonomía
y dignidad
Aquel 27 de abril de
1820, cuando tras ser convocado por los cabildantes, el comandante de Abipones,
Juan Felipe Ibarra, venció a las tropas enviadas desde Tucumán -de donde se
dependía-, logrando hacer realidad el sueño libertario, Santiago del Estero
recuperaba su dignidad, su “ser autónomo”, y al mismo tiempo marcando un hecho
trascendente que fue ejemplo de principios jurídicos y políticos que sirvieron
para dar sustento y continuidad a los ideales de integración y de respeto mutuo
entre las provincias.
Esa dignidad debe ser
preservada hoy más que nunca, evitando las divisiones y abriendo caminos de
convivencia y superación, sin que ello signifique no reparar errores, y no caer
en situaciones que propicien las intervenciones foráneas, como las últimas que
tuvo la provincia en 1993 y 2004.
Ser autónomos es ser
libres, pero al mismo tiempo representa saber cuidar esa libertad.
Ser autónomos es no tener
amos fuera de nuestras fronteras, pero también significa que no los tengamos
adentro. Se trata pues, de defender nuestros derechos y de promover el
crecimiento de la provincia y de los más altos valores humanos.

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