sábado, 16 de agosto de 2025

Zambas históricas: cuando la música guarda memoria de batallas y pasiones

Coplas que nacieron entre la guerra y la vida cotidiana siguen latiendo en el folclore del norte argentino. No fueron solo canciones: muchas veces fueron crónicas cantadas, pañuelos al aire que también hablaban de héroes, derrotas, amores y despedidas.



La zamba argentina no siempre fue únicamente un baile de miradas cómplices. La verdad es que, en más de una ocasión, se convirtió en una forma de contar la historia. En sus letras quedaron atrapados los recuerdos de luchas, de amores contrariados y de identidades que buscaban afirmarse. Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, en pueblos de Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja o Tucumán, las melodías no eran solo entretenimiento: eran relatos colectivos que sobrevivieron de boca en boca, como si fueran cartas que viajaban de generación en generación.

Zamba de Vargas: la voz de Atamisqui

Publicada en 1945 pero recopilada unos años antes en Villa Atamisqui, la “Zamba de Vargas” es el mejor ejemplo de cómo una melodía puede guardar la memoria de un pueblo. Los músicos populares Manuel Roldán Benavidez, José Antonio Sosa y Lindaora Roldán fueron sus portadores, pero detrás de ellos estaban los viejos arpistas de fama regional.

Y es que en sus coplas no se canta a cualquiera: se mencionan nombres como Varela, Elizondo y Chumbita, mientras los atamisqueños evocaban su paso por el Batallón Salavina bajo las órdenes de Taboada. Así, cada verso se volvía un testimonio de tiempos convulsos, donde la música era refugio y recuerdo.

Naranjo esquina: coplas unitarias

Contemporánea a la anterior, esta zamba nos lleva a la década de 1860. Allí aparece la figura del coronel José Miguel Arredondo, un militar uruguayo que perseguía a los derrotados de Pozo de Vargas por los valles del noroeste.

Además, tenía otros nombres que circulaban entre la gente: “Arbolito, arbolito”, “Cueca de Arredondo”, “Canto de los Unitarios”. La recopiló Andrés Chazarreta y, en sus coplas, política y épica se entrelazan. Estanislao Medina, los hermanos Saa, Varela… todos desfilan en la memoria cantada de un país que aún estaba lejos de encontrar paz.

Caspi Cuchara: la zamba de los soldados

El solo nombre ya despierta curiosidad: “Caspi Cuchara”, la cuchara de palo de los soldados. El aire marcial de esta zamba deja en claro su raíz militar. En Santiago se la cantaba hacia 1896, cuando los jóvenes eran llamados a la primera conscripción nacional.

En otros lugares adoptó apodos distintos: “La Artillera” en Salta, “La del 19” en Tucumán. Y aunque la tradición oral quiso vincularla a la Guerra del Paraguay, los investigadores coinciden en que su estructura es posterior, de fines del siglo XIX. De todos modos, cada vez que suena, parece que uno pudiera escuchar el eco lejano de marchas y clarines.

Zamba del 11: música y patriotismo

Dedicada al Regimiento 11 de Línea, que brilló en batallas de la Independencia y luego fue destinado al norte, esta zamba es puro homenaje.

Algunos la atribuyen al maestro Cañete, director de banda en Tucumán; otros al doctor Acuña en Catamarca. Incluso hay quienes hablan del maestro Bonfiglio, que publicó un álbum criollo en 1889. Más allá de esas disputas, lo cierto es que “La Zamba del 11” se convirtió en símbolo: una canción que acompasaba el paso de soldados y, al mismo tiempo, dejaba la emoción de una despedida en la voz de quienes los esperaban.

La Familiar y 🪘 La Huanchaqueña: entre pañuelos y fronteras

No todas las zambas nacieron al calor de la guerra. También hubo espacio para el amor y la melancolía. “La Familiar”, publicada por Chazarreta en 1923, es prueba de ello: en sus versos aparecen pañuelos blancos y celestes, lágrimas que lavan recuerdos y amores que parecen escaparse entre los dedos.

En cambio, “La Huanchaqueña” viajó desde Bolivia, ligada a Huanchaca, cerca de Potosí. Para 1914 ya había cruzado fronteras y se publicó incluso en París, gracias a Lugones. Con el tiempo, sus versiones se multiplicaron en Tucumán y en todo el norte argentino. Sus coplas, que hablan de oro, plata y ojos negros que fulminan de amor, se convirtieron en un canto compartido, un puente musical entre pueblos hermanos.

Un legado vivo

Cada una de estas zambas es más que una melodía: son pequeñas cápsulas de historia. En ellas resuenan las batallas, las despedidas de los conscriptos, el amor de quienes se quedaban esperando y el orgullo de una identidad en construcción.

Escucharlas hoy no es solo un acto cultural: es dejar que esas voces antiguas nos cuenten, otra vez, cómo el pueblo supo transformar dolores y alegrías en canto. Como si cada compás, cada pañuelo al aire, siguiera recordándonos que la música no olvida.


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