En los confines de la tierra americana, antes de que el conquistador hollara sus suelos, se alzaba un guardián de la vida: el Mistol. No era un árbol cualquiera, sino un coloso de cuatro a nueve metros, ataviado con una armadura de tronco gris plateado y miembros retorcidos de donde brotaban lanzas de espinas implacables. Su follaje, una bruma cenicenta, ocultaba en su envés el terciopelo de una nervadura pilosa. De sus ramas emergían estandartes de pequeñas flores verde-amarillentas, que cedían su lugar a drupas bermejas, joyas comestibles que colgaban como tributo a la tierra. Y en sus raíces, la fortaleza misma para erguir las moradas de los hombres.
Este ser magnánimo, cuyo
cuerpo era un arsenal de bondades, también destilaba la esencia de la curación
en la farmacopea de los pueblos.
En una era olvidada, bajo
su mirada, prosperaban las tribus Tonocotés, maestros en el arte de recolectar
los frutos silvestres, la dulce miel y la caza del pecarí. Entre ellos, las
mujeres tejían destinos con sus huesos, mientras en el corazón de la comunidad
danzaba un alma libre: Mistol.
Mistol, cuyo nombre
resonaba con el ritmo del knobiké, era el bailarín del monte, un espíritu que
movía la tierra con sus pies. Amaba el verde de la vida, tintura con la que
adornaba su pollerín de plumas y con la que se fundía con la esencia del
bosque. Su cuerpo, un lienzo de círculos rojizos extraídos de la misma arcilla
de la tierra, era un mapa de su pasión.
Era un padre generoso,
cuyo amor se repartía en una legión de hijos que vivían en dichosa comunión con
la naturaleza, gozando de un edén que creían eterno.
Más la desgracia, como un
huésped nefasto, llegó sin anunciarse. Una tormenta de furia titánica se
desató, derribando gigantes y sembrando el caos. El desastre fue absoluto. De
las ruinas del paraíso solo brotó el hambre, una sombra venenosa que enfermó a
los suyos, incluyendo a los amados hijos de Mistol.
El corazón del gran
bailarín se quebró de angustia. Era un suplicio eterno oír el llanto de sus
hijos pidiendo alimento, sin poder saciarlo. Desesperado, con el alma en
llamas, Mistol elevó una plegaria al gran espíritu, Cacanchac.
"¡Devuélveles lo que el viento y la lluvia les han arrebatado!",
imploró de rodillas.
Mientras, su pueblo,
desolado, recorría el monte clamando su nombre a los cuatro vientos. La
búsqueda era infinita, la esperanza, un rescoldo. Pero de pronto, el firmamento
rugió con un trueno ensordecedor. Un rayo carmesí, una cicatriz de fuego en el
cielo, se abalanzó sobre la figura suplicante y arrodillada de su héroe.
Y
entonces, ocurrió el prodigio.
Por arte de un poder ancestral, el cuerpo de Mistol se transmutó. Donde hubo un hombre, se erguía ahora un árbol robusto y majestuoso. De sus ramas, dobladas por un peso sagrado, colgaban racimos de pequeños frutos rojizos, una ofrenda divina que invitaba a un banquete copioso y redentor.
Los
niños, por fin, comieron hasta quedar saciados.
Cacanchac había escuchado
el ruego. No solo había concedido el deseo del padre, sino que lo había
trascendido. Mistol, el bailarín, se había convertido en el árbol del sustento
eterno, un legado viviente cuyo follaje era tan verde como las plumas que amó y
cuyos frutos brillaban con el mismo rojo de los círculos que adornaron su
cuerpo.
Y como sello final de su
divina misericordia, Cacanchac infundió en el nuevo ser un don aún mayor: el
poder de sanar, de curar con sus esencias. Así, Mistol, el hombre que se inmoló
por los suyos, se convirtió en el Guardián Eterno, el árbol que alimenta, cura
y protege a las generaciones por venir.

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