¿Escuchás ese zumbido incansable? Es la banda sonora del calor en el Norte argentino, un concierto natural que tiene fecha de caducidad marcada por el otoño y el Carnaval.
Para los habitantes del monte, cuando a mediados de octubre el sol empieza a apretar de verdad, el primer
"coyuyo" o cigarra que irrumpe en la arboleda es la señal inequívoca:
"Ya se viene el verano". En el Chaco Salteño, su canto tiene un
propósito práctico: avisa que la algarroba está a punto de madurar. Lo cierto
es que, con el rigor del sol, este insecto afina su instrumento y desata un
chirrido perpetuo, día y noche, expandiéndose como un coro polifónico en las
copas de los árboles. Su música, un himno al calor, es tan fiel que el criollo
sabe que solo se interrumpe por el mal tiempo. Y cuando ese canto se apaga
definitivamente con los primeros aires frescos del otoño, la sentencia es clara
y melancólica: "Ya se ha ido el verano; se va con el coyuyo y el
carnaval."
La
Música y el Ciclo de la Vida
Este canto incansable es
el cortejo del coyote macho. Mientras resuena la sinfonía estival, las hembras
cumplen su ciclo: ponen sus huevos en tallos y ramas secas. Al caer el verano,
esos huevos se convierten en diminutas larvas destinadas a un largo exilio
subterráneo. Y aquí viene el dato asombroso: estos futuros músicos pasarán
enterrados, en estado de ninfa, ¡entre 2 y 17 años! Solo emergen cuando las
condiciones son perfectas para su metamorfosis final y su breve, pero sonora,
vida adulta.
El ciclo reproductivo del
coyuyo, su Quesada Gigas, es una proeza biológica. El macho, equipado con un
aparato estridulatorio en los costados de su abdomen —donde posee membranas
llamadas timbales y sacos de aire que funcionan como cajas de resonancia—,
canta para atraer a las hembras. Pueden vibrar a una frecuencia que roza los 86
Hz, un sonido tan potente que, en pleno canto y apareamiento, algunos machos
pueden literalmente desintegrarse por la brusca diferencia de presión sonora
interna. Una entrega total a la música del estío.
La
Lección del Cuchi Leguizamón
Entre anécdotas y
leyendas, el coyuyo también fue protagonista de clases inolvidables. Recordamos
una ocurrida en los años 60, cortesía del recordado profesor de historia y
literatura Gustavo "Cuchi" Leguizamón, en el Colegio Nacional.
Una mañana de noviembre,
mientras los coyuyos ya dominaban las acacias, Leguizamón lanzó una pregunta al
aire: "¿Cuáles son los animales más felices del mundo?". Tras un
silencio nervioso, un alumno arriesgó que el hombre. A todo pulmón, el profesor
corrigió con su particular gracia: "¡No señor! Los más felices de la
tierra son los coyuyos y los sapos machos. ¿Y saben por qué? Porque sus mujeres
son mudas; sapas y coyuyas no dicen ni mu".
La carcajada resonó en el
aula, pero la broma dio pie a una lección de zoología. Leguizamón explicó que
solo el macho canta y que, a diferencia de los humanos, puede hacer dos cosas a
la vez: comer (de la savia de los árboles) y cantar. Utilizó una analogía
cultural: "¿Se imaginan ustedes al turco Falú tocando la guitarra mientras
se come un cupi? ¡Qué maravilloso!". El coyuyo, con su perfección musical,
canta por amor hasta agotar su vida junto al verano.
El
Silencio que Avanza en la Ciudad
Pero el escenario sonoro
del Norte argentino está cambiando. Si bien el coyuyo es un emblema cultural y
su ciclo vital está científicamente registrado, hoy su presencia es menos
dominante en los centros urbanos.
La expansión de las
ciudades, especialmente en Santiago del Estero, ha provocado un éxodo
silencioso. Profesionales en Ciencias Forestales señalan una causa principal:
la drástica reducción del algarrobo, el árbol que define el ecosistema del
coyuyo. La Dra. Liliana Diodato, del Instituto de Control Biológico de la UNSE,
explica que estos insectos se alimentan de la savia del algarrobo y, en su
estado juvenil, sus raíces son su hogar.
"Antes había de
estos árboles por todos lados, incluso en los patios de las casas, pero la
ampliación de la ciudad hizo que el monte ahora esté cada vez más lejos",
comenta la doctora. Las nuevas modas paisajísticas han sustituido al algarrobo
por especies exóticas o árboles con flores más vistosas, transformando el
hábitat ancestral de Quesada Gigas.
Para la Dra. Ana María
Giménez, catedrática de la misma universidad, este silencio es más que una
ausencia: es una señal de alarma sobre la pérdida de biodiversidad.
"Tenemos la costumbre de pensar que todo lo que es de afuera es más lindo,
y sin embargo lo que uno tiene en Santiago es muy valioso; es necesario volver
a reconocer nuestras especies."
Una
Pena Ancestral: El Coyuyo en la Leyenda
El vínculo entre el
insecto y el fruto del algarrobo es tan profundo que trasciende la biología y
se inscribe en el mito. Una leyenda local cuenta la historia de dos hermanos,
Antenor y Francisco, recolectores de algarroba. Tras procesar el fruto para
hacer "patay", "añapa" o la fuerte "aloja", los
hermanos asistieron a una fiesta. Antenor bebió en exceso y, ebrio, asesinó a
Francisco. Devorado por la culpa, huyó al monte, se hundió en la tierra y se
transformó en coyuyo.
Su canto, según el
relato, es una eterna disculpa, una forma de enmascarar su tristeza. Y es solo
cuando la algarroba madura, en el corazón del verano, que se le permite salir a
la superficie para cantar.
Así, el coyuyo nos
recuerda, con cada vibración, que la naturaleza es un reloj preciso, un ciclo
de vida, muerte y renacimiento. Su canto es el termómetro del verano, y su
silencio, la señal melancólica de que la estación más ardiente ha llegado a su
fin, llevándose consigo no solo el calor, sino también un fragmento
irremplazable de nuestro paisaje sonoro.

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