Cuando el sol se despinta en el horizonte santiagueño cada primero de noviembre, algo mágico despierta. Miles de personas cargan canastos rebosantes de comida, sillas plegables y haces de velas, emprendiendo un viaje que, la verdad es que, nada tiene de ordinario. No se dirigen a una fiesta cualquiera, sino a los cementerios rurales de la provincia, donde la "alumbrada" transforma estos espacios en lugares vibrantes, acunados por un suave murmullo de llamas que parecen susurrarles a las estrellas.
¿Cuándo ocurre la
verdadera muerte? ¿Hasta cuándo se quedan con nosotros aquellos que se fueron?
Esas preguntas, tan viejas como la humanidad, resurgen con fuerza durante el
Día de Muertos. Y es que en muchas culturas se cree que en estas fechas el velo
que separa los mundos se vuelve más delgado, casi transparente. En Santiago del
Estero, esta creencia no es una idea abstracta; late, respira y se enciende en
una de sus tradiciones más conmovedoras: la alumbrada.
Detrás de la
documentación de esta práctica están Silvia Starcich y Ariel Roldán, dos
docentes santiagueños que llevan la pasión por su tierra en la sangre. Desde su
página de Facebook IMASTI, han dedicado años a capturar el alma de estas
costumbres. "Imasti es una palabra de origen quichua que significa aquello
que no podemos nombrar", nos cuenta Ariel, y en sus palabras se siente el
respeto por ese misterio sagrado que impregna todo lo que investigan. Juntos
han recorrido la provincia, escuchando y guardando historias, convencidos de
que preservar la memoria colectiva es, en el fondo, un acto de resistencia.
Mucho
más que velas: el ritual de la memoria
La alumbrada, claro,
recibe su nombre del acto de encender velas. Pero quedarse solo con eso sería
como ver el mar y fijarse solo en una ola. La esencia es mucho más profunda.
"Es una tradición muy antigua, lamentablemente se va perdiendo por cuestiones
urbanísticas. Se hace en cementerios rurales el primero de noviembre a la
noche", comenta Ariel con un dejo de nostalgia, consciente de cómo la
modernidad va desdibujando lentamente estas costumbres.
La dinámica es
profundamente comunitaria. Las familias empiezan a llegar al caer la tarde,
trayendo no solo flores, sino también la comida favorita de quien partió, para
compartirla allí mismo, al lado de la tumba. "La gente llega con sus
canastos, con sus bolsas de comida para comer ahí, abren los monumentos o se
sientan con sus sillones a la par de las tumbas, la niñez anda jugando entre
las tumbas", describe Silvia con una naturalidad que conmueve, como si
hablara de una reunión familiar en la plaza del pueblo.
Y es que la alumbrada no
es solo un acto íntimo de recuerdo. Los cementerios se convierten en una
especie de plaza pública. Gente que no se veía desde hace meses, o incluso
años, se reencuentra entre cruces y lápidas. Los saludos y las risas se mezclan
con el crepitar de las velas, creando una celebración donde la pena por la
ausencia y la alegría del reencuentro se entrelazan sin conflicto.
La
luz que guía el regreso a casa
Cada vela encendida es un
faro en la penumbra, una pequeña luz cargada de significado. Existe una
creencia, transmitida de boca en boca por generaciones, que dice que los
muertos permanecen entre nosotros mientras haya alguien que los lleve en el
corazón. Esta idea, tan poderosa, se materializa en el simple y a la vez
profundo acto de prender una mecha, incluso en tumbas de aquellos cuyas
familias directas ya no están.
"Existe una creencia
que se transmitió de forma oral a través del tiempo que afirma que los muertos
siguen estando si se los recuerda", explican los docentes. Por eso no es
raro ver en estos camposantos tumbas antiguas, de personas que partieron hace
décadas, aún iluminadas por la llama que alguien, desde el cariño, mantiene
viva.
Pero la función de las
velas va más allá. "Le han dicho que el acto de alumbrar es iluminar el
camino porque los muertos si se guían bajan a la Tierra", relata Silvia.
Aunque aclara con complicidad: "Pero no todos te dicen eso —matiza—, tenés
que entrar en confianza para que la gente te diga lo que es en sí la
creencia". Es una sabiduría que se comparte en la intimidad, no a los
gritos.
Esta idea de un
reencuentro anual no es única de Santiago. De hecho, nos conecta con
celebraciones en toda Latinoamérica, como el vibrante Día de Muertos mexicano.
"Nosotros cuando le comentamos a amistades inmediatamente lo relacionan
con la película 'Coco'", comenta Ariel entre risas. Pero luego se pone
pensativo: "Si tenemos de base toda esa creencia que se repite en otras
partes del continente, ¿por qué no puede ser algo anterior a la
conquista?".
La pregunta flota en el
aire, fascinante. Aunque el origen exacto se pierde en el tiempo, muchos
investigadores intuyen que la alumbrada es muy antigua, una fusión sutil entre
las creencias de los pueblos originarios y el catolicismo traído por los
españoles. Luis Garay, Director del Instituto de Lingüística, Folklore y
Arqueología, lo reafirma: "para muchos santiagueños, este rito no marca un
fin definitivo, sino un paso entre dos mundos que permanecen en
comunicación".
Una
relación más serena con la partida
Uno de los hallazgos que
más ha impactado a Silvia y Ariel es la diferencia abismal en cómo se vive la
muerte en el campo y en la ciudad. "Cuando alguien muere en el campo hay
dolor, hay sufrimiento, pero hay una especie de aceptación que no la tiene la
gente en la ciudad", reflexiona Silvia con agudeza. "Ellos ven la
muerte como parte de la vida, han avanzado un poquito más que nosotros",
añade, y uno no puede evitar preguntarse qué hemos perdido al alejarnos de los
ciclos naturales.
Esta aceptación se refleja en los rituales que rodean la partida. Ariel nos cuenta que "cuando alguien muere, las familias sufren dolor con la muerte, pero los vecinos se encargan del resto, de preparar todo, incluso comida". El duelo se vive en comunidad, y se manifiesta en los "reza-bailes", encuentros donde, como el nombre indica, se ora y se baila, celebrando una vida que se fue.
El ciclo de conmemoración
es largo y lleno de significado. "El día que se mueren, las nueve noches y
después al año. Le llaman el cabo de año", detalla Silvia. Es una manera
de mantener viva la presencia del difunto, de que el olvido no gane la partida.
Sin embargo, incluso en
Santiago, la tradición pisa terreno incierto. "Aquí muchos santiagueños
que viven en la ciudad se sorprenden porque no conocen la alumbrada",
señala Ariel con preocupación. La urbanización ha abierto una brecha; mientras
en el campo la costumbre late con fuerza, en la ciudad muchas familias han
perdido por completo el hilo de esta hebra ancestral.
Una
noche en el cementerio: crónica de lo vivido
El año pasado, Silvia y
Ariel tuvieron la oportunidad de sumergirse de lleno en la alumbrada,
recorriendo varios cementerios de la región. Lo que vivieron fue un torrente de
color, fe y humanidad que desarma cualquier prejuicio sobre los cementerios
como lugares sombríos.
Las tumbas, adornadas con
flores frescas y artificiales, estallaban en color contra la tierra ocre. La
gente llegaba de todas las formas imaginables: a caballo, en moto, caminando
por el monte o en autos modernos. Era un mosaico de la vida misma, reuniéndose
sin distinciones.
Lo que más les conmovió
fue la naturalidad con la que todo ocurría. Las familias no se limitaban a
visitar una sola tumba; recorrían varios cementerios en la misma noche,
honrando a diferentes parientes. En cada parada, los encuentros se repetían:
abrazos, risas, preguntas por los que faltaban. El cementerio, por una noche,
se convertía en el corazón del pueblo.
"A lo lejos se podía
sentir algún llanto, a veces pasa si la muerte es reciente", recuerda
Silvia con delicadeza. El dolor personal no se esconde, pero no opaca el
carácter comunitario y hasta festivo de la celebración. La alumbrada crea un
espacio único donde el duelo íntimo y la alegría colectiva se dan la mano.
El cementerio de Ojo de
Agua les mostró cómo la tradición se adapta sin perder su alma. "La gente
transitaba los pasillos como una peatonal de un cementerio enorme porque no es
zona rural, afuera se hacían grandes ferias", describen. "Esa es otra
forma de alumbrar, un lugar de encuentro en una zona urbana donde no se ha
perdido esa costumbre de ir de noche al cementerio".
La festividad se extiende
hasta el 2 de noviembre, con matices según el lugar. En algunos sitios, las
familias más tradicionales pasan toda la noche al raso, aguantando el frío de la
madrugada, asegurándose de que las velas no se apaguen hasta que el amanecer
las releve. En otros, con más movimiento, la gente va y viene, pasando unas
horas en el cementerio, descansando en casa y volviendo al día siguiente.
Entre la resistencia y la incertidumbre
La alumbrada santiagueña
hoy vive una encrucijada. Por un lado, en las zonas rurales sigue siendo un
latido fuerte, un pilar de la identidad cultural. Por el otro, enfrenta
amenazas muy reales: la urbanización, la migración de los jóvenes y la lenta
erosión de la transmisión oral.
El contraste duele.
Mientras en el campo las nueve noches de rezos y el cabo de año son una
práctica común, en la ciudad muchos santiagueños las desconocen por completo.
La brecha no es solo de distancia, sino de memoria.
Esas "cuestiones
urbanísticas" que menciona Ariel tienen un peso concreto. Los cementerios
de las ciudades tienen horarios, normas de seguridad que prohíben las velas, y
una concepción del espacio muy distinta. La modernidad, con todas sus comodidades,
a veces nos arrebata, sin querer, pedazos de alma.
Aun así, hay esperanza.
El hecho de que miles de personas sigan llegando cada año a cementerios como
los de Vuelta de Barranca o Santo Domingo habla de una vitalidad que se resiste
a morir. Las ferias alrededor no son solo comercio; son síntoma de que la
tradición sigue viva y necesitada.
El trabajo de
documentación de Silvia, Ariel y otros como ellos es, en este contexto, un acto
de amor. Al guardar testimonios, fotos y relatos en plataformas como IMASTI,
están construyendo un arcón de memoria para las generaciones que vienen. La
memoria digital se convierte en un aliado inesperado de la tradición oral.
La
luz que nunca se apaga
Cuando las familias
recogen sus cosas al amanecer del 2 de noviembre, apagando con cuidado las
últimas velas, se llevan algo más que los restos de la cena. Se llevan la
certeza tranquila de que volverán el año próximo, de que el lazo no se rompe,
de que, mientras alguien pronuncie su nombre y encienda una luz, la muerte no
tendrá la última palabra.
La alumbrada santiagueña
nos interpela, nos hace mirar de frente nuestras propias preguntas sobre la
pérdida, la memoria y la comunidad. En una época donde la muerte se esconde en
hospitales y se gestiona con protocolos, esta tradición nos propone algo radical:
integrarla a la vida, convertir el duelo en un acto compartido, transformar el
cementerio en un lugar de reencuentro.
Esa diferencia que Silvia
notaba entre la serena aceptación en el campo y nuestra negación urbana de la
finitud, es un eco que merece escucharse. ¿Realmente ganamos algo alejando la
muerte? ¿O acaso perdimos algo precioso en el camino?
La alumbrada no es una
negación del dolor. Es, más bien, una manera de enmarcarlo dentro de un ciclo
más grande, donde la muerte es un paso, no un final. Donde los que se fueron
siguen siendo parte de nosotros mientras los recordemos. Donde la memoria no es
un peso, sino un acto de amor que se comparte alrededor de una tumba, con una
vela en la mano y el corazón abierto.
Mientras esas miles de
velas sigan encendiéndose cada primero de noviembre, mientras las familias
carguen sus canastos y sus recuerdos, la tradición resistirá. Y con ella, una
forma de entender la muerte que, quizás, nos enseña justo lo que necesitamos
para vivir mejor.
Fuentes
citadas:
* Zeballos, Charo.
"La alumbrada: una tradición en los cementerios de Santiago del
Estero". Revista Colibrí. Entrevista con Silvia Starcich y Ariel Roldan de
IMASTI.
* "La alumbrada, una
costumbre que perdura en nuestra provincia". Info del Estero. Cita a Luis
Garay.
* "La alumbrada en
La Vuelta de la Barranca: una noche de luz, memoria y tradiciones santiagueñas".
EL LIBERAL. Testimonio de Ramón.

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