Santiago del Estero, la ciudad madre de ciudades, guarda en
su silencio ancestral una historia tan rica como paradójica. Fundada en el
siglo XVI por Núñez de Prado, esta provincia argentina no solo fue cuna de la
colonización hispánica en el noroeste, sino también centro espiritual,
educativo y productivo durante siglos. Su legado, sin embargo, ha sido a menudo
olvidado por el resto del país.
Grandeza en tierra
árida
A pesar de un paisaje aparentemente sin relieve, Santiago
floreció en la colonia: fue sede del primer obispado del Tucumán, de la primera
catedral, del primer seminario y de una avanzada red educativa y religiosa. Sus
estancias producían desde carne y cueros hasta tejidos de algodón y jabones,
abasteciendo a una región entera. La agricultura, la ganadería y los obrajes
marcaron el inicio de una economía pujante sostenida por la mano de obra
indígena y, luego, afrodescendiente.
Decadencia impuesta
Pero el esplendor se desmoronó. En 1699, el traslado del
obispado a Córdoba fue el primer golpe institucional. Le siguieron el éxodo de
sus recursos humanos y naturales, y el abandono sistemático por parte del poder
central. La expulsión de los jesuitas en 1767 significó la pérdida de
estructuras sociales, culturales y económicas vitales. En el siglo XIX, la
provincia siguió entregando sangre a guerras nacionales, mientras el progreso
pasaba de largo.
Explotación forestal:
riqueza para otros, pobreza para muchos
La llegada del ferrocarril en el siglo XIX parecía una
promesa de modernidad, pero trajo un nuevo modelo extractivo: el saqueo de los
bosques de quebracho sin retribución social. Se depredaron más de seis millones
de hectáreas, y con ellas se extinguió un modo de vida rural. El “progreso”
vino acompañado del éxodo masivo a otras provincias y de un nuevo tipo de
esclavitud moderna en los obrajes.
Una identidad forjada
en el contraste
Orestes Di Lullo describe con fuerza lírica la simbiosis
entre el santiagueño y su tierra: una relación de resistencia, resignación y
pertenencia. Tierra y hombre se moldean mutuamente en una danza de extremos:
sequía y abundancia, silencio y canto, guerra y contemplación. Es un pueblo que
ha sabido morir por otros, pero que aún lucha por vivir para sí mismo.
¿Renacimiento posible?
El siglo XX ofreció nuevas esperanzas: cultivos de algodón,
canales, diques y electricidad prometían una segunda oportunidad. Sin embargo,
las deudas históricas siguen pesando. El santiagueño, moldeado por siglos de
despojo, enfrenta ahora el desafío de decidir su propio destino, no solo sobrevivirlo.
Santiago del Estero no es solo historia antigua. Es una
advertencia y una promesa. Allí donde otros vieron tierra baldía, Di Lullo nos
recuerda que hay alma, cultura y potencial. Y como el quebracho, su símbolo
vegetal, la provincia resiste. Porque su dureza no es obstinación: es memoria
viva.
Fuente: Grandeza y decadencia de Santiago del Estero
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