Un cuento inspirado en el poema de Pablo Raúl Trullenque
El pregón llegó con el viento cálido de la siesta, arrastrando una voz antigua como la tierra misma. "¿Qué vende ese pájaro de la tarde?", murmuraron los niños, atraídos por el canto melancólico que surcaba las calles polvorientas. La respuesta fue unánime, susurrada con reverencia: "Chipaco".
Era un pan dorado y crocante, nacido de manos curtidas por
el sol y la salmuera. Lo amasaban con harina, grasa y pedazos de chicharrón,
pero también con algo invisible: el dolor heredado, la ciencia de los abuelos y
un perdón que sabía a humo de horno de barro. En las tardes pajizas, cuando el
calor adormecía el pueblo, las mujeres encendían el fuego lento, entre gorjeos
de pájaros y ceniza que danzaba como memoria.
Carlos, el hijo que se fue a la ciudad, recordaba cómo su
madre partía el chipaco en trozos desiguales. "Es pan de milagro",
decía ella, mientras el aroma llenaba la mesa de navidades pobres y almuerzos
en soledad. Lo comían con mate cocido, bebida que templaba el hambre y
los días grises.
Una tarde, un chango flaco apareció en la plaza con su
canasto. "¡Chipaco caliente!", gritó, y su voz era un eco de aquellos
pregones que ya nadie lanzaba. Un forastero se acercó, curioso. "¿Qué
lleva este pan?", preguntó. El chango sonrió: "Lleva el color de
nuestra tierra, el ocre del trigo molido en bateas bajo el sol, y las noches
largas donde la masa leudaba como el amor de madre".
El hombre compró un pan, y al morderlo, sintió el crujir de siglos: ahí estaban los ranchos humildes, las cosechas compartidas, la nostalgia por los hijos que jamás volvían. "Llévelo", le dijo el chango. "No es solo pan; es la gracia del Señor para bendecir su hogar". Y el forastero entendió que había comprado más que alimento: un sueño, una leyenda viva.
Esa noche, al partir el chipaco con su familia, el cuarto se
llenó de antiguos olores. Y en el silencio, todos supieron que algún día,
alguien preguntaría: "¿Qué vendía ese pájaro de la siesta?".

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