*Narrado en primera persona por Carlos Carabajal (adaptación ficcional)*
Allá por el año 1947, tal vez 48... mi hermano Ernesto, al
que todos le decíamos Tito —el único Carabajal que no salió músico— estaba
trabajando en el Correo desde hacía ya un tiempo. Lo habían nombrado en 1937 y
lo destinaron a Nueva Esperanza, en pleno Departamento Pellegrini, unos 217
kilómetros al norte de Santiago.
Allá se había ido solito, y en esos pagos tan lejanos la
soledad pesa. Tanto, que un día me mandó a buscar. Quería compañía. Así que
agarré viaje.
No era fácil llegar, eh. Había que bajarse en la localidad de
7 de Abril, y desde ahí... ¡ocho horas más a caballo! Sí, ocho horas. Y eso si
el caballo estaba de humor, porque había que pararse a cada rato a dejarlo
descansar. Y uno, con la paciencia justa...
Cuando por fin llegué, Tito me recibió con una alegría que no
te puedo explicar. Y no tardé mucho en conocer a uno de esos personajes que te
quedan para toda la vida: Don Ponciano Luna.
Era un hombre grande, curtido por el monte y el tiempo. Y un
musiquero de los de antes. Tocaba el bandoneón, la guitarra y también el
violín. ¡Un fenómeno! Y lo más lindo fue que ya sabía quién era yo, ya tenía
referencias mías... así que, como quien no quiere la cosa, armamos un pequeño
grupo. Con nosotros se sumó Lucindo Prado, cuñado de Tito.
Ahí empezó la aventura.
Tocábamos en los bailes que se hacían en el campo, en los
carnavales. Pero no te estoy hablando de salones ni de escenarios con luces.
No. Todo monte adentro, con un calor que partía la tierra y un vino caliente
que llevábamos como único consuelo en las alforjas.
En esos tiempos no había sonido, ni radio, ni parlantes. La
música era en vivo o no era. Y nosotros, subidos a un acoplado alto —que hacía
de escenario— trepábamos por una escalerita y desde ahí… a darle con todo.
Había veces que teníamos más de mil personas bailando. Imaginate.
Había que tocar folclore, chamamés, tangos, valses… de todo.
Y cantar fuerte, ¡pero fuerte de verdad!, para que todos nos escucharan. Nada
de micrófonos.
Cada vez que hacíamos una pausa, se nos acercaba alguien a
agradecernos. Y Don Ponciano, con su forma tan suya, se hacía el sordo y
soltaba su latiguillo preferido:
—“¡Cerceza nomás! ¡Gracias!”
Así era él.
Yo me quedé un buen tiempo en Nueva Esperanza. Me hice muy
amigo de Don Ponciano. Compartimos muchas noches de música, vino, anécdotas.
Pero, como siempre, la vida sigue, y tuve que volver a mis cosas… a cumplir con
mis compromisos, con la suscripción, como decíamos en casa.
Tiempo después volví a esos pagos. Me reencontré con el viejo
musiquero y, como si el tiempo no hubiera pasado, nos pusimos a tocar, a
componer, a recordar. Cada melodía era un pedazo de historia compartida.
Ya de grande, viviendo en Buenos Aires, sentí que le debía
algo. Y junto a Peteco, mi hijo, le compusimos una chacarera. Se llama *“A Don
Ponciano Luna” *, y fue un éxito.
Aquí le quiero cantar,
a Don Ponciano Luna,
olvidarlo no poder,
hombre machazo, ¡ahijuna!
La Fragua, 7 de Abril,
Nueva Esperanza, El Mojón,
en Saladillo y Simbol
lloran a su trovador...
Así lo recuerdo. Así lo canto. Porque hay personas que no se
olvidan. Y hay violines… que aunque ya no suenen, siguen haciendo vibrar el
alma.
*Este relato forma
parte del libro inédito “Historia del Cancionero Folclórico Santiagueño” de
Omar “Sapo” Estanciero.

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