Después de la derrota de la primera invasión inglesa a Buenos Aires, unos cien soldados británicos fueron trasladados como prisioneros a Santiago del Estero. Allí vivieron durante casi un año, vestidos con ropa de civiles, despojados de sus uniformes y lejos de imaginar que algunos terminarían echando raíces en la tierra que los recibió como enemigos.
Un episodio curioso en medio de las invasiones inglesas
La historia suele recordarse con grandes batallas y nombres
resonantes, pero entre sus pliegues se esconden escenas pequeñas, casi íntimas,
que revelan cómo la vida cotidiana se cruzaba con la política y la guerra. Una
de esas escenas ocurrió en 1806, tras la derrota de William Carr Beresford en
Buenos Aires durante la primera invasión inglesa.
El entonces comandante Santiago de Liniers, temeroso de un
nuevo intento británico, ordenó la dispersión de los prisioneros hacia
distintas provincias. Así, el 2 de septiembre de 1806, unos 1200 soldados
ingleses fueron repartidos en el interior del virreinato. Santiago del Estero
recibió alrededor de cien de ellos.
Soldados sin uniforme y
casi desnudos
El historiador Carlos Roberts, en su clásico libro Las
invasiones inglesas (1938), relata que los uniformes de los prisioneros fueron
retirados para vestir a las tropas criollas: los Migueletes, los Cazadores de
caballería y los Morenos de infantería. Como consecuencia, los ingleses
enviados a Santiago del Estero llegaron en condiciones penosas.
El gobernador de la provincia informó que los soldados
arribaron “casi desnudos”, con ropas de civiles improvisadas, mal alimentados y
en evidente estado de precariedad. Aquella imagen, insólita y despojada de la
épica militar, contrastaba con la visión de los invasores europeos que habían desembarcado
con uniformes brillantes apenas unos meses antes.
Diez meses de
convivencia y un destino inesperado
Los prisioneros permanecieron en Santiago durante unos diez
meses, tiempo en el cual compartieron la vida cotidiana de la población local.
Algunos llegaron acompañados de sus esposas e hijos, lo que transformó aquel
cautiverio en una convivencia compleja pero menos rígida de lo que se podría
imaginar en un contexto bélico.
Tras la segunda derrota británica, en 1807, muchos de los
prisioneros fueron repatriados a Inglaterra. Sin embargo, algunos se negaron a
regresar. Se habían adaptado a la vida en el interior del virreinato, habían
formado vínculos y, en más de un caso, comenzaron nuevas vidas en tierras
lejanas a las que los habían visto nacer.
Reflexión final
Este episodio, apenas mencionado en los grandes relatos de
las invasiones inglesas, abre una ventana a la dimensión humana de la historia.
Más allá de las batallas y las estrategias militares, estaban los cuerpos y las
vidas de hombres que, derrotados y humillados, encontraron en un rincón del
norte argentino un lugar donde reescribir su destino.
A veces, la historia no avanza solo con cañones y tratados, sino
también con esas historias mínimas de supervivencia, desarraigo y arraigo
inesperado.
Fuentes consultadas:
* Roberts, C. (1938). Las invasiones inglesas. Buenos Aires:
Editorial Huarpes.
* Documentos del gobierno colonial citados en la investigación
de Roberts.

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