Jorge Rosenberg - El Zoco de la Buri Buri
"Lo que es, es, lo que no es, no es". Esta sentencia la escuché siendo yo muy niño de boca de una santiagueña del campo que había venido a trabajar a la ciudad, y desde entonces ha quedado grabada en mi mente como el ejemplo más fiel de la validez de la lógica aristotélica. Aunque parezca descolgado, esto tiene intima relación con lo sucedido en ocasión de que andaba yo caminando por las calles de tierra del barrio Tarapaya, abordando, con otras compañeras municipales, una investigación social acerca de la memoria colectiva de dicho barrio, para decirlo más simplemente, una investigación de la historia del barrio. Tarapaya, desde sus primeros habitantes; un trabajo que yo andaba haciendo con la Negra Achával antes de que me echaran de la Municipalidad por haber considerado mis superiores jerárquicos del rubro cultura (aunque parezca mentira, la cultura es considerada muchas veces como un rubro más) que yo padecía de alucinaciones fuertemente impolíticas, de que mezclaba los síntomas objetivos con los síntomas subjetivos. Y así, una mañana de verano, andando por esas calles de tierra junto con la Negra, qué no que alcanzo a distinguir debajo de la sombra de una planta de paraíso, sentado muy panchamente en el patio de su casa, al señor Carlos Saavedra, muy a sus anchas, estirado en su lugar en el mundo. "Es un informante clave", le digo a la Negra.
Inmediatamente pedimos permiso y nos hacen pasar. La mañana
era clara y soplaba un vientito lindo y aromático. Al ratito aparece Adela, su
compañera, y empezó a enlazarnos con palabras en perfecto silencio, cebando
mate con amor, iba y venía mientras nos entregaba el mate con cadencias de
zamba. "Mirá chango", me dice Carlos Saavedra, ¿adónde vas a sentir
esta tranquilidad?, si hasta se puede escuchar el silencio ¿qué no?...
Uno que ha vivido y ha andado por tantos lugares del mundo,
no hay lugar como este, acota el gran bailarín, y se empezó a acordar del
tiempo cuando vivía en Miami, en épocas de sus giras artísticas, y nos cuenta
que estaba viviendo en una torre de departamentos, en el piso cuarenta, y que
de golpe le había agarrado claustro- fobia y que ahí nomás había hecho las
valijas y se había vuelto rajando a Santiago. Y resulta que dice que en una de
esas giras artísticas había visitado el lugar donde en la antigüedad estaba una
de las siete maravillas del mundo,
Los Jardines Colgantes de Babilonia, por la región de donde
era Asiria, para esas partes. Mientras tanto, Adela proseguía brindándose otra
ronda de mates danzantes. La mañana se iba agrandando entre colores, aromas y
palabras. De pronto se nos acerca un perro regular y medio bayo y Carlos le
ordena: "Dao, salí de ahí". "¿Y por qué le dice Dao?", le
pregunto. Y porque me lo han dao, me responde Carlos. "Oye, me dice el
susodicho, vos que has escrito varias anécdotas de Dido Silvetti en ese Zoco de
la Buri que escribes, yo te voy a contar una que seguro que no la conoces. Esto
ha sucedido en el ring de Estudiantes Unidos, en la pelea de fondo se
enfrentaba Dido Silvetti con un porteño fisiculturista, inmenso el tipo, y
rubio para colmo, para colmo rubio, con un cuerpo descomunal. Y en el momento
que este sube al ring, saluda al público y se saca la bata que lo cubría,
entonces todo el estadio estalla en una ruidosa exclamación. Mientras tanto al
famoso Dido lo estaba masajeando don Dámaso en la camilla del camarín,
refregándolo con aceite verde. ¿Y por qué grita tanto el público?, le pregunta
Dido a don Dámaso. Éste duda un cachito y le responde: "es porque han
anunciado tu nombre por los parlantes", Dido, quedate tranquilo que este
gringo es pan comido, papita pa'l loro para vos, dice que le había dicho don
Dámaso para tranquilizarlo. Ya alistado, nuestro crédito santiagueño va
caminando hacia el ring a ubicarse en el correspondiente rincón; ya en su rincón,
gira la cabeza para conocer a su rival y con un gesto de asombro y horror
exclama ¿y ése?... Empieza nomás el primer round, el porteño grandote en una
arrimada le dice en voz baja: "Si me aguantás hasta el tercero te doy
ciento cincuenta", al ratito y casi sin querer le sale un zapallazo a Dido
y le da en la jeta del rival, por supuesto inmediatamente vino la respuesta y
con dos o tres piñas lo manda a la lona a Dido que termina antarca (18) junto a
su rincón, entreabre un ojo y le dice a su manager: "Tirá la toalla, tirá
la toalla rápido". "No i tráido", le contesta el susodicho.
"Entonces pedile al otro, pedile al manager del porteño, que te la
preste". Acto seguido, desde el rincón del porteño vuela una toalla
prestada y gana Dido Silvetti por abandono.
Lo que es para mí un cuento perfecto es lo que he intentado,
con ayuda de la memoria, transcribir en palabras lo relatado por Carlos
Saavedra bajo la sombra del patio de su casa, entre los dulces mates de Adela.
Pero nada como el haber tenido el placer de escuchar este cuento perfecto de
boca propia del maravilloso, bailarín santiagueño, entre los ruidos del
silencio en Tarapaya, ahí donde vive su casa.
18 Del quechua. Antarka. adv. Boca arriba, acostado de
espaldas, decúbito supino. Antarka wañusa kara 'había muerto boca arriba'. En
Albarracín, Lelia Inés. Op. cit., p. 62.
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