Rubén Marino Navarro, fuerte zaguero de los Rojos en las décadas del 50 y 60, murió a los 70 años; con Tomás Rolan formó una pareja inexpugnable
El fútbol argentino despidió en el año 2003 a uno de sus últimos símbolos de una era donde la defensiva se escribía con sangre, sudor y una entereza que rayaba lo mitológico. Rubén Marino Navarro, el "Hacha Brava", murió a los 70 años tras una larga enfermedad, dejando atrás el legado de un zaguero que convirtió su nombre en sinónimo de inquebrantabilidad. Nació el 30 de marzo de 1933 en La Banda, Santiago del Estero, un pueblo donde el fútbol se jugaba con la misma dureza que él luego imprimiría en las canchas. Casado y padre de dos hijos y una hija, sus restos fueron velados en Uriburu 1149 (Don Bosco) y hoy, a las 11:15, recibirán sepultura en el cementerio Iraola de Berazategui.
Su historia es la de un hombre que llegó a Independiente con
15 años, con el sueño de triunfar y la determinación de un luchador. No era el
más técnico, pero tenía algo que ningún manual podía enseñar: un temple de
acero y una presencia que amedrentaba solo con mirarlo. Como recordaba ayer
Raúl Emilio Bernao, su compañero durante seis temporadas: "Era rudo, pero
no malintencionado. Chocar contra él era como hacerlo contra una pared. Fuerte,
fibroso... Un roble". La metáfora no era casual: Navarro era el árbol que
no se doblaba, aunque el huracán pasara.
De la sombra al mito:
la forja de un defensor implacable
Los primeros años: entre la duda y la templanza (1954–1959)
Debutó en 1954, con apenas 21 años, en un Independiente que
aún no imaginaba que aquel joven de Santiago del Estero se convertiría en su
bastión defensivo. Pero el camino no fue fácil. Hasta 1959, su presencia en el
equipo titular fue intermitente, una etapa de altibajos donde el "Hacha
Brava" pulía su estilo: menos fútbol de salón y más guerra de trincheras.
"No era un jugador de toque, pero tenía un olfato increíble para la
anticipación y una agresividad calculada", señalaba el historiador Osvaldo
Tasso en su libro "Independiente: Historia de un Sentimiento" (1984).
En 1959, estuvo a punto de irse. Una transferencia parecía
cerrada, pero el técnico Alejandro Galán —apodado "Jim Lopes"— le
tendió una mano. "Confío en vos", le dijo. Navarro le respondió con actuaciones
que bordaban lo épico: una mezcla de fuerza bruta y sacrificio que lo convirtió
en indispensable. Así nació la leyenda.
La sociedad con Rolan:
el muro que aterrorizó a la delanteras (1960–1963)
Si Navarro era el hacha, Tomás Rolan —el uruguayo de pierna
zurda y carácter indomable— era el filoso. Juntos formaron una de las zagas más
temidas del fútbol argentino. "Era una pareja perfecta: Rolan tenía clase
y yo ponía el cuerpo", solía decir Navarro en entrevistas. Y vaya si lo
ponía.
En 1960, bajo la dirección de Roberto Sbarra (con Guillermo
Stábile como asesor), Independiente alzó el título local. Navarro fue clave: su
rudeza estratégica —nunca un juego sucio, sino una intimidación física
constante— fue el cemento de un equipo que jugaba (y ganaba) con mística de
guerrero. Alcides Silveira, su compañero en la defensa, lo definió sin rodeos:
"Nunca vi una persona tan fuerte física y mentalmente. Tenía
intervenciones tan temerarias que asustaba a propios y extraños".
Un ejemplo quedó grabado en la memoria: un partido contra San
Lorenzo donde, tras caer al piso, Navarro interpuso su cabeza para evitar el
remate de José Sanfilippo. El balón rebotó, el gol no llegó y el arco quedó a
salvo. "Era capaz de jugar con huesos rotos con tal de no dejar pasar un
balón", recordaba Héctor "Bambino" Veira, quien sufrió en carne
propia su dureza en el 9–1 a San Lorenzo (1963), un partido surrealista donde
los Rojos aplastaron a un rival que, en protesta por el árbitro Manuel Velarde,
se dejó golear.
El precio de la gloria:
la lesión que lo marginó de la Libertadores (1964)
Pero incluso los gigantes caen. En 1964, frente a Rosario
Central, Navarro sufrió una doble fractura de tibia. La lesión lo dejó fuera de
la Copa Libertadores de ese año, el primer gran título continental de
Independiente. "Fue como si le hubieran arrancado el corazón",
confesó años después su esposa, María Elena, en una entrevista para El Gráfico
(1998). Sin embargo, volvió en 1965 y, como si el destino le debiera una
revancha, contribuyó al bicampeonato (1964–1965) con esa misma garra que lo
definía.
De la selección al
ocaso: el final de una era (1962–1970)
Navarro no solo fue ídolo en Avellaneda: vistió la camiseta
argentina en 32 oportunidades y disputó el Mundial de Chile 1962. "Era el
tipo de jugador que necesitabas en un torneo así: no te daba luces, pero te
daba seguridad", analizó el periodista Dante Panzeri en "Historia de
los Mundiales" (1974).
En 1966, con 33 años, emigró al naciente fútbol de Estados
Unidos, una liga que buscaba figuras para ganar prestigio. Dos años después
regresó, pero ya no era el mismo. Jugó brevemente en Mendoza y en la Primera C
antes de colgar los botines en 1970. "El fútbol moderno ya no era para mí.
Yo era de otra época", admitió en una charla con Clarín (1980).
El legado: cuando la
defensiva era un acto de valentía
Rubén Marino Navarro murió como vivió: sin concesiones. Fue
el último eslabón de una raza de defensores que entendían el fútbol como una
batalla donde el honor se medía en entereza. "Hoy los zagueros son
elegantes, técnicos. Antes éramos soldados", solía decir.
Su estilo dividía opiniones: para algunos, era un símbolo de
un fútbol romántico y bravo; para otros, un relicto de una época demasiado
violenta. Pero incluso sus críticos reconocían algo: nadie ponía el cuerpo como
él. "Una vez, en un entrenamiento, se fracturó un dedo y siguió jugando.
Cuando le preguntamos por qué no se retiró, respondió: 'Porque el partido no ha
terminado'", recordaba Ricardo Bochini, quien lo vio de cerca en sus
últimos años en el club.
Hoy, cuando el fútbol prioriza la posesión y la velocidad, la
figura de "Hacha Brava" parece sacada de un libro de leyendas. Pero
en Avellaneda, su memoria sigue viva: un zaguero que no retrocedía, un hombre
que convirtió su apodo en un himno de resistencia.
Como escribió el poeta Antonio Estévez en "Crónicas del
Potrero" (1977):
"Navarro no era un jugador.
Era un muro con patas,
un grito en el pecho de los que creen
que el fútbol también se gana
con el sudor de los que no se rinden".
Fuentes consultadas:
* Tasso, Osvaldo. "Independiente: Historia de un
Sentimiento" (1984).
* Panzeri, Dante. "Historia de los Mundiales"
(1974).
* Archivo de El Gráfico (entrevistas a María Elena Navarro,
1998).
* Archivo de Clarín (declaraciones de Rubén Marino Navarro,
1980).
* Testimonios de Raúl Emilio Bernao, Alcides Silveira y
Héctor Veira (recopilados en La Oral de Independiente, 2001).

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