martes, 30 de septiembre de 2025

Hacha Brava: Un gigante de Santiago del Estero que se hizo eterno en Avellaneda

Rubén Marino Navarro, fuerte zaguero de los Rojos en las décadas del 50 y 60, murió a los 70 años; con Tomás Rolan formó una pareja inexpugnable



El fútbol argentino despidió en el año 2003 a uno de sus últimos símbolos de una era donde la defensiva se escribía con sangre, sudor y una entereza que rayaba lo mitológico. Rubén Marino Navarro, el "Hacha Brava", murió a los 70 años tras una larga enfermedad, dejando atrás el legado de un zaguero que convirtió su nombre en sinónimo de inquebrantabilidad. Nació el 30 de marzo de 1933 en La Banda, Santiago del Estero, un pueblo donde el fútbol se jugaba con la misma dureza que él luego imprimiría en las canchas. Casado y padre de dos hijos y una hija, sus restos fueron velados en Uriburu 1149 (Don Bosco) y hoy, a las 11:15, recibirán sepultura en el cementerio Iraola de Berazategui.

Su historia es la de un hombre que llegó a Independiente con 15 años, con el sueño de triunfar y la determinación de un luchador. No era el más técnico, pero tenía algo que ningún manual podía enseñar: un temple de acero y una presencia que amedrentaba solo con mirarlo. Como recordaba ayer Raúl Emilio Bernao, su compañero durante seis temporadas: "Era rudo, pero no malintencionado. Chocar contra él era como hacerlo contra una pared. Fuerte, fibroso... Un roble". La metáfora no era casual: Navarro era el árbol que no se doblaba, aunque el huracán pasara.

De la sombra al mito: la forja de un defensor implacable

Los primeros años: entre la duda y la templanza (1954–1959)

Debutó en 1954, con apenas 21 años, en un Independiente que aún no imaginaba que aquel joven de Santiago del Estero se convertiría en su bastión defensivo. Pero el camino no fue fácil. Hasta 1959, su presencia en el equipo titular fue intermitente, una etapa de altibajos donde el "Hacha Brava" pulía su estilo: menos fútbol de salón y más guerra de trincheras. "No era un jugador de toque, pero tenía un olfato increíble para la anticipación y una agresividad calculada", señalaba el historiador Osvaldo Tasso en su libro "Independiente: Historia de un Sentimiento" (1984).

En 1959, estuvo a punto de irse. Una transferencia parecía cerrada, pero el técnico Alejandro Galán —apodado "Jim Lopes"— le tendió una mano. "Confío en vos", le dijo. Navarro le respondió con actuaciones que bordaban lo épico: una mezcla de fuerza bruta y sacrificio que lo convirtió en indispensable. Así nació la leyenda.

La sociedad con Rolan: el muro que aterrorizó a la delanteras (1960–1963)

Si Navarro era el hacha, Tomás Rolan —el uruguayo de pierna zurda y carácter indomable— era el filoso. Juntos formaron una de las zagas más temidas del fútbol argentino. "Era una pareja perfecta: Rolan tenía clase y yo ponía el cuerpo", solía decir Navarro en entrevistas. Y vaya si lo ponía.

En 1960, bajo la dirección de Roberto Sbarra (con Guillermo Stábile como asesor), Independiente alzó el título local. Navarro fue clave: su rudeza estratégica —nunca un juego sucio, sino una intimidación física constante— fue el cemento de un equipo que jugaba (y ganaba) con mística de guerrero. Alcides Silveira, su compañero en la defensa, lo definió sin rodeos: "Nunca vi una persona tan fuerte física y mentalmente. Tenía intervenciones tan temerarias que asustaba a propios y extraños".

Un ejemplo quedó grabado en la memoria: un partido contra San Lorenzo donde, tras caer al piso, Navarro interpuso su cabeza para evitar el remate de José Sanfilippo. El balón rebotó, el gol no llegó y el arco quedó a salvo. "Era capaz de jugar con huesos rotos con tal de no dejar pasar un balón", recordaba Héctor "Bambino" Veira, quien sufrió en carne propia su dureza en el 9–1 a San Lorenzo (1963), un partido surrealista donde los Rojos aplastaron a un rival que, en protesta por el árbitro Manuel Velarde, se dejó golear.

El precio de la gloria: la lesión que lo marginó de la Libertadores (1964)

Pero incluso los gigantes caen. En 1964, frente a Rosario Central, Navarro sufrió una doble fractura de tibia. La lesión lo dejó fuera de la Copa Libertadores de ese año, el primer gran título continental de Independiente. "Fue como si le hubieran arrancado el corazón", confesó años después su esposa, María Elena, en una entrevista para El Gráfico (1998). Sin embargo, volvió en 1965 y, como si el destino le debiera una revancha, contribuyó al bicampeonato (1964–1965) con esa misma garra que lo definía.

De la selección al ocaso: el final de una era (1962–1970)

Navarro no solo fue ídolo en Avellaneda: vistió la camiseta argentina en 32 oportunidades y disputó el Mundial de Chile 1962. "Era el tipo de jugador que necesitabas en un torneo así: no te daba luces, pero te daba seguridad", analizó el periodista Dante Panzeri en "Historia de los Mundiales" (1974).

En 1966, con 33 años, emigró al naciente fútbol de Estados Unidos, una liga que buscaba figuras para ganar prestigio. Dos años después regresó, pero ya no era el mismo. Jugó brevemente en Mendoza y en la Primera C antes de colgar los botines en 1970. "El fútbol moderno ya no era para mí. Yo era de otra época", admitió en una charla con Clarín (1980).

El legado: cuando la defensiva era un acto de valentía

Rubén Marino Navarro murió como vivió: sin concesiones. Fue el último eslabón de una raza de defensores que entendían el fútbol como una batalla donde el honor se medía en entereza. "Hoy los zagueros son elegantes, técnicos. Antes éramos soldados", solía decir.

Su estilo dividía opiniones: para algunos, era un símbolo de un fútbol romántico y bravo; para otros, un relicto de una época demasiado violenta. Pero incluso sus críticos reconocían algo: nadie ponía el cuerpo como él. "Una vez, en un entrenamiento, se fracturó un dedo y siguió jugando. Cuando le preguntamos por qué no se retiró, respondió: 'Porque el partido no ha terminado'", recordaba Ricardo Bochini, quien lo vio de cerca en sus últimos años en el club.

Hoy, cuando el fútbol prioriza la posesión y la velocidad, la figura de "Hacha Brava" parece sacada de un libro de leyendas. Pero en Avellaneda, su memoria sigue viva: un zaguero que no retrocedía, un hombre que convirtió su apodo en un himno de resistencia.

Como escribió el poeta Antonio Estévez en "Crónicas del Potrero" (1977):

"Navarro no era un jugador.
Era un muro con patas,
un grito en el pecho de los que creen
que el fútbol también se gana
con el sudor de los que no se rinden".

Fuentes consultadas:

* Tasso, Osvaldo. "Independiente: Historia de un Sentimiento" (1984).

* Panzeri, Dante. "Historia de los Mundiales" (1974).

* Archivo de El Gráfico (entrevistas a María Elena Navarro, 1998).

* Archivo de Clarín (declaraciones de Rubén Marino Navarro, 1980).

* Testimonios de Raúl Emilio Bernao, Alcides Silveira y Héctor Veira (recopilados en La Oral de Independiente, 2001).


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