La historia oficial suele pintar a la Argentina como un crisol de razas europeas. Sin embargo, bajo esa pátina se esconde una narrativa borrada, una presencia que fue mayoritaria en muchas provincias y que, aunque silenciada en los censos y los libros, late con fuerza en el corazón de nuestra cultura: la de la población afroargentina.
Un viajero desprevenido que recorriera las provincias del
noroeste argentino a finales del siglo XVIII se encontraría con una realidad
que desafía por completo la imagen contemporánea del país. En Santiago del
Estero, más de la mitad de la población, un 54%, era de origen africano. En
Catamarca, el 52%; en Salta, el 46%; en Córdoba, el 44%. Estas no son cifras
menores ni anécdotas aisladas; son la fotografía de una Argentina profundamente
negra, un país cuyo desarrollo inicial se sostuvo sobre los hombros y el
trabajo forzado de miles de hombres y mujeres traídos a la fuerza desde el otro
lado del Atlántico.
¿Qué sucedió con ellos? ¿Dónde están sus descendientes? La
respuesta popular, repetida a menudo como un mantra exculpatorio, apunta a las
guerras y las epidemias. Pero esa es solo una parte de la verdad. La historia
de la "desaparición" de los afroargentinos es mucho más compleja: es
una crónica de mestizaje, sí; de una mortalidad brutal, también; pero,
fundamentalmente, es la historia de un olvido deliberado, de una
invisibilización orquestada desde el poder para construir una nación a imagen y
semejanza de Europa. Este es el relato de ese silencio, y el de los ecos que, a
pesar de todo, se niegan a extinguirse.
El Origen Forzado: Un Continente en Cadenas
La historia de la Argentina negra comienza con la violencia
inherente a la conquista. Los primeros africanos no llegaron como inmigrantes
en busca de un futuro, sino como propiedad, como esclavos de los conquistadores
españoles. Poco después de la segunda y definitiva fundación de Buenos Aires en
1580, el reclamo de los colonos se volvió insistente. La casi total ausencia de
poblaciones indígenas para someter al sistema de encomienda en la región
pampeana hizo que los ojos de los administradores coloniales se volvieran hacia
África. Como señala la investigación histórica, se consideraba a los africanos "indispensables"
para la viabilidad económica de la nueva ciudad.
Así comenzó el flujo sistemático. El puerto de Buenos Aires,
junto con los de Montevideo, Valparaíso y Río de Janeiro, se convirtió en una
de las principales puertas de entrada del comercio de esclavos en el cono sur.
Las cifras, analizadas en retrospectiva, son un testimonio escalofriante de la
magnitud de esta tragedia humana. Se calcula que de los aproximadamente 60
millones de africanos secuestrados de sus tierras en el Congo y Angola, solo unos
12 millones sobrevivieron a la brutal travesía del Atlántico, conocida como el
"Pasaje del Medio".
Una vez en el Río de la Plata, eran despojados de su nombre,
de su lengua, de su familia y de su identidad. Se les marcaba a fuego como al
ganado y se les vendía en la Plaza de Mayo, el mismo lugar que hoy es símbolo
de la libertad y la protesta popular. Desde allí, eran distribuidos por todo el
territorio del Virreinato para cumplir con las más diversas tareas. La economía
colonial, desde sus cimientos, se edificó sobre la base de esta mano de obra no
remunerada.
Un País Construido con Sudor Ajeno
En el imaginario colectivo, la esclavitud en Argentina a
menudo se percibe como más "benigna" o menos extendida que en Brasil
o el Caribe. La realidad, documentada por historiadores y archivos, desmiente
esta noción. Los africanos esclavizados y sus descendientes fueron la columna
vertebral de la economía virreinal.
En el campo, su labor era fundamental en las estancias
ganaderas, domando potros, arreando ganado y trabajando en las faenas rurales.
En las ciudades, su presencia era aún más visible. Las familias de la
oligarquía criolla medían su estatus por la cantidad de esclavos que poseían.
Estos no solo se dedicaban a las tareas domésticas, como mucamas, cocineros o
niñeras, sino que a menudo eran artesanos altamente cualificados. Como se
detalla en el portal En San Telmo, muchos eran enviados por sus amos a trabajar
fuera de la casa como talabarteros, ebanistas, plateros o pasteleros. El
salario que percibían por su trabajo no les pertenecía; era entregado
íntegramente a sus amos, quienes utilizaban ese ingreso para mantener su lujoso
tren de vida.
La mujer africana esclavizada enfrentaba una doble opresión.
Además de la carga laboral, su cuerpo estaba a perpetua disposición de sus
dueños. Las uniones forzadas y las violaciones sistemáticas por parte de los
amos, sus hijos y parientes, eran una práctica extendida y normalizada. De esta
violencia nació una numerosa población "mulata", hijos de la
asimetría y el poder, que complejizó aún más el entramado social y racial de la
colonia. Aunque la Iglesia promovía el "Santo matrimonio" entre
esclavos, la realidad del abuso sexual era una constante ineludible que dejó
una marca indeleble en la demografía del país.
El "Espejismo" de Rosas y el Principio del Fin
Hubo un período, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas
(1835-1852), que pareció significar un cierto auge para la comunidad
afroporteña, que para entonces representaba cerca del 30% de la población de
Buenos Aires. Rosas, un hábil estratega populista, entendió la importancia de
esta comunidad. Asistía con su familia y su círculo íntimo a los candombes, las
festividades de tambores y danzas que eran el corazón de la vida social y
cultural africana. Estas celebraciones, realizadas en los "tangos"
—los sitios donde las diferentes "naciones" africanas se reunían con
permiso de sus amos—, eran uno de los pocos espacios de expresión y resistencia
cultural permitidos.
Este acercamiento, sin embargo, era más una estrategia
política que un genuino intento de integración. Rosas los incorporó a su
ejército y a sus milicias, ganando su lealtad en la lucha contra los unitarios.
Pero fuera de este pacto tácito, cualquier acto de insubordinación o rebelión
era castigado con una crueldad ejemplar. Este breve período de visibilidad y
aparente protagonismo sería, paradójicamente, el preludio de su desaparición
programada.
El Blanqueamiento: Guerra, Peste y Tinta
El declive de la población afroargentina a lo largo del siglo
XIX fue drástico y multifactorial. La narrativa oficial lo atribuye a dos
eventos catastróficos: la Guerra del Paraguay y la epidemia de fiebre amarilla.
La Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) fue devastadora.
Se ha sostenido históricamente que los batallones estaban desproporcionadamente
compuestos por soldados negros, muchos de ellos libertos que canjeaban su
servicio militar por una libertad que a menudo no llegaban a disfrutar.
Enviados a la vanguardia como carne de cañón, miles murieron en los campos de
batalla de Paraguay, produciendo una sangría demográfica, especialmente
masculina, de la que la comunidad nunca se recuperaría del todo.
Poco después, en 1871, una terrible epidemia de fiebre
amarilla asoló Buenos Aires. La enfermedad se ensañó con los barrios del sur,
como San Telmo y Monserrat, donde las condiciones de hacinamiento e
insalubridad eran la norma. Era precisamente en estas zonas donde se concentraba
la mayor parte de la población afroargentina y los inmigrantes pobres. La elite
adinerada huyó hacia el norte de la ciudad, abandonando a los más vulnerables a
su suerte. La epidemia diezmó a la comunidad, sumando otra capa a la tragedia
demográfica.
Sin embargo, ni la guerra ni la peste alcanzan para explicar
la "desaparición" casi total de los registros. El golpe de gracia fue
ideológico y administrativo. La Constitución de 1853, en su artículo 25, sentó
las bases del proyecto de nación de la Generación del '80: "El Gobierno
federal fomentará la inmigración europea". El lema de Juan Bautista
Alberdi, "gobernar es poblar", llevaba un implícito racial: poblar
con europeos para "mejorar la raza" y dejar atrás el pasado hispano,
indígena y africano.
En este contexto, la figura de Domingo Faustino Sarmiento es
paradigmática. Sus escritos revelan sin tapujos el pensamiento racista que
impregnaba a la elite gobernante. En 1848, tras un viaje a Estados Unidos,
escribió con desdén sobre la "cuestión negra": "¿Qué se hace con
esa clase negra odiada por la raza blanca?". Años más tarde, ya como
figura política consolidada, su célebre y brutal frase al entrar al Congreso
resume el proyecto de país que se estaba construyendo: "Llego feliz a esta
Cámara de Diputados de Buenos Aires, donde no hay gauchos, ni negros, ni
pobres".
Este proyecto se materializó en los censos. Como denuncian
hoy las organizaciones afroargentinas, se trató de una "desaparición
artificial". Las categorías censales fueron deliberadamente modificadas.
Términos como "negro", "pardo" o "moreno" fueron
reemplazados por el ambiguo "trigueño", una palabra que diluía la
herencia africana y facilitaba la narrativa del blanqueamiento. El período
entre 1838 y 1887 es crucial. Si en las primeras décadas del siglo XIX la
población negra era significativa, para el censo de 1887 se registra
oficialmente un exiguo 1,8%. A partir de esa fecha, la categoría racial
simplemente desaparece de los censos nacionales. El Estado argentino, a través
de la estadística, había borrado a una parte fundamental de su propia gente.
Los Ecos Innegables: El Legado que se Niega a Morir
Aunque la historiografía oficial los dio por extintos, los
ecos de la presencia africana resuenan con una fuerza inusitada en los pliegues
más íntimos de la cultura argentina. La influencia es tan profunda que se ha
vuelto invisible, naturalizada como propia sin reconocer su origen.
El caso más emblemático es el tango. Como la BBC ha señalado
en sus especiales sobre la esclavitud, el tango hereda su nombre, su ritmo y su
espíritu de aquellos "tangos" o casas de reunión de los esclavos. La
síncopa del candombe y la melancolía del exilio se fundieron en los arrabales
de Buenos Aires para dar a luz a la música más representativa del país. La milonga,
prima hermana del tango, y hasta la chacarera santiagueña, se nutren de esta
misma raíz rítmica. En el lenguaje popular, la herencia es abrumadora: palabras
como "mina", "quilombo" (originalmente, un asentamiento de
esclavos fugitivos), "mandinga" (el diablo, asociado a un pueblo
africano), "mucama", "marote" o "mondongo" son de
uso cotidiano y tienen un origen bantú inequívoco.
La música argentina está poblada de figuras afrodescendientes
cuyo aporte fue crucial, aunque su origen racial a menudo se omita. El payador
Gabino Ezeiza, una leyenda del contrapunto; el pianista Rosendo Mendizábal,
autor de "El entrerriano", uno de los primeros tangos canónicos;
Cayetano Silva, el compositor de la inmortal "Marcha de San Lorenzo";
y Zenón Rolón, autor de la marcha fúnebre que se ejecutó en 1882 cuando los
restos de San Martín regresaron al país. Todos ellos eran hombres negros que
enriquecieron un patrimonio cultural que hoy se presenta como exclusivamente
blanco y europeo.
En el ámbito religioso, la influencia pervive en la
veneración popular de San Baltasar, el rey mago negro, cuya festividad se
celebra con tambores y bailes en Corrientes y otras partes del Litoral, y en el
culto a San Benito de Palermo.
Un Cierre para la Reflexión: Recuperar la Memoria
La historia de la invisibilización de la Argentina negra no
es un capítulo cerrado. El racismo estructural, aunque solapado, sigue
presente. Términos como "negro", "morocho" o "cabecita
negra" se usan a diario como insultos clasistas, pero su carga semántica
está inextricablemente ligada a un desprecio racial histórico. Irónicamente,
hoy sus víctimas suelen ser personas de ascendencia mestiza, amerindia o
incluso inmigrantes de países limítrofes, demostrando cómo el estigma racial
perdura más allá del color de la piel.
En las últimas décadas, una nueva ola de inmigración
afrodescendiente, proveniente de países como Senegal, Nigeria, Brasil, Perú o
Colombia, junto con el trabajo incansable de organizaciones de afroargentinos
que luchan por el reconocimiento, ha vuelto a poner el tema sobre la mesa.
Reclaman no solo el fin de la discriminación, sino también la reescritura de
una historia que les fue negada.
La Argentina no fue, ni es, un país blanco-europeo. Es un
país mestizo, complejo y diverso. Reconocer la profundidad de su raíz africana
no es solo un acto de justicia histórica hacia una comunidad silenciada, es un
paso indispensable para que la nación se reconcilie con su verdadera identidad.
Los tambores fueron acallados por decreto, pero su eco sigue resonando, esperando
el momento de ser escuchado de nuevo.
Fuentes citadas:
* Ensayo "Presencia negra en San Telmo", disponible
en ensantelmo.com.
* Especial sobre la esclavitud de BBC Mundo.
* Artículo de opinión en El Peruano.

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