Nacido en la pobreza santiagueña en 1925, Hugo Díaz transformó la armónica en un idioma universal. Sin leer música, rozó el título mundial, deslumbró a maestros del jazz, acarició el tango y el folclore, y terminó en un mural de Hohner en Frankfurt. Esta es la crónica de un talento salvaje, un bohemio generoso y un legado que aún pide aplauso.
Agosto de 1925. Buenos
Aires se empolva de gala para el príncipe de Gales; en el Colón suenan arias y
en el Ópera se celebra el folklore para visitantes ilustres. Lejos del boato,
en una casa humilde de Santiago del Estero, nace un niño de orejas legendarias
y sonrisa desparramada. Le dicen “Orejita” y “Jetón”. Todavía nadie lo sabe,
pero ese chico, Víctor Hugo Díaz, va a soplar una armónica y a cambiar el modo
en que la música respira.
El primer escenario fue
la calle. Antes que el brillo de las marquesinas, el cajón de lustrabotas: días
y noches en mercados, boliches y plazas, con los veranos santiagueños pegados a
la piel. Desde la casa de la calle Independencia —entre Mendoza y Mitre—
caminaba al centro con una certeza sin técnica y sin manual: la música le nacía
a borbotones. No estudió; la intuición fue su conservatorio.
El cauce llegó con la
Orquesta Educacional Infantil del maestro Bonell. Allí, junto a Tito Sotelo, se
empezó a dibujar el trazo de una carrera que no entendía de mapas. Vinieron
luego la vieja radio LV11, el Parque de Grandes Espectáculos y la confitería
París —frente a la Plaza Libertad, después “Los dos chinos”—, donde el joven
Hugo, contrabajo al hombro, acompañaba al pianista Luis Napoleón Soria junto a
otro santiagueño ilustre: Domingo Cura.
Después, la aventura
porteña. El éxito, rezagado pero terco, entró de la mano de Victoria Cura
—compañera en la vida y en la música— y con Alberto Cortez como guitarrista. La
armónica de Hugo viajó por América y cruzó el Atlántico: España, Francia,
Alemania, Bélgica y Holanda se rindieron a ese sonido que parecía humanizar el
metal. Japón coronó la gira con un Disco de Oro. Era la confirmación: aquel
“hombrecito bajo, moreno, simpaticón”, como lo recordaban, había convertido un
instrumento escolar en voz mayor.
Hay una escena que lo
explica todo. Campeonato mundial de armónicas. La pieza decisiva: La boda de
Luis Alonso. Competidores con partitura; Hugo, no. No sabía leer música. Tocó
de oído, como siempre, apelando a esa brújula interna que no falla cuando el
instinto es verdad. El jurado quedó atrapado entre el reglamento y la emoción:
lo suyo fue superior, pero las normas mandan. Subcampeón, sí, pero con una
ovación que todavía resuena.
Alemania —tierra de
armónicas y exigencias— le reservó un tributo mayor: en la fábrica central de
Hohner, en Frankfurt, colgaron un mural enorme con su imagen y una leyenda en
cinco idiomas que explicaba el porqué del homenaje. Técnica depurada, dominio
asombroso, afinación elevada. Dicho en criollo: hacía cantar a la armónica como
si tuviera pulmones propios.
Hugo fue todo a la vez:
folclore, jazz y tango. Improvisó una reunión antológica con Dizzy Gillespie —y
Domingo Cura en la batería—, tejió con José Colángelo grabaciones donde el
tango dialoga en solos y contrapuntos de filigrana, y compuso polcas litoraleñas,
gatos y zambas. En Buenos Aires, su ruta bohemia dibuja un mapa sentimental:
Pippo, Stopi, el bar Río de Oro, el cine Trocadero, la guitarra del “zurdo”
Ovejero, los bailes de “Cuiti” Salvatierra y Carlos Saavedra. La televisión, en
blanco y negro, le dio nombre de conjunto: “Hugo Díaz y sus changos”.
Detrás del artista, el
hombre. Noctámbulo, amigo de los amigos, se cuenta que pagaba a acomodadores de
cines para que, en las madrugadas, dejaran dormir en las butacas a paisanos
santiagueños sin donde caer. Un gesto sencillo, casi secreto, que hoy habla más
fuerte que cualquier premio.
La enfermedad llegó como
una sombra larga. Se fue apagando con tristeza honda y murió en Buenos Aires el
23 de octubre de 1977. En Madrid, su hija Mavi continúa sobre los escenarios:
bailarina que hereda, a su modo, la música paterna.
Epílogo santiagueño:
música y sacralidad
En Santiago, la música no
es adorno: es rito. Del canto litúrgico a la polifonía de Johann Sebastian
Bach, la religiosidad y el sonido se han encontrado desde siempre. Por eso, no
extraña que, hacia fin de año, la Orquesta de Cámara de la Fundación Cultural
Santiago del Estero y el Coro Bach de la Biblioteca Sarmiento —ambos dirigidos
por el profesor Eduardo Bucci— llevaran su repertorio a los templos: Santa
Rita, en el Barrio Jorge Newbery; la Parroquia de Sumampa; y la catedral de
Catamarca el último 3 de diciembre. Invitaciones aceptadas, iglesias llenas,
una comunidad que escucha y agradece.
A Hugo Díaz todavía le
falta el aplauso unánime de su pueblo, ese gesto final que consagra a los que
abrieron caminos sin pedir permiso. Porque en su armónica cabían Santiago, el
mundo y algo más: la certeza de que el arte puede nacer en un cajón de
lustrabotas y terminar en un mural de Frankfurt sin perder el acento. Es hora
de aplaudir, de pie, a “Orejita”: el santiagueño que le enseñó a la armónica a
decir gracias.
Esta crónica reconoce la
colaboración del profesor Rosario Ángel Sanguedolce, ex director de la Banda de
Música de la Provincia y amigo de Hugo Díaz, por el material y las fotografías
que permitieron reconstruir estas memorias.

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