Un niño lustrabotas que terminó escribiendo la banda sonora de una provincia. Con una vida que parece extraída de una zamba triste, pero con final de himno, Trullenque convirtió el dolor en versos y la nostalgia en canción. Esta es la historia del hombre que le cantó al alma santiagueña.
El hombre detrás de
las canciones
El 5 de septiembre del año 2000, en la ciudad de La Banda,
se apagaba la vida de Pablo Raúl Trullenque. Tenía 66 años. Sin embargo, su
nombre sigue vivo cada vez que una chacarera, una zamba o una vidala encienden
la memoria popular. Decir Trullenque, en Santiago del Estero, es decir canción.
Nació el 15 de enero de 1934 en la capital santiagueña. Su
vida estuvo marcada desde temprano por la adversidad: su padre murió cuando él
apenas tenía cuatro meses de vida. Creció entre oficios humildes —lustrabotas,
vendedor de diarios, ayudante de sastre—, pero nunca perdió de vista el
horizonte donde la palabra y la música se entrelazaban para darle sentido a su
camino.
Un “padre” elegido y
el inicio de un legado
La orfandad no le impidió elegir referentes. Encontró en
Julio Argentino Jerez un guía espiritual y artístico, un “padre” para su obra
que le enseñó a transformar la experiencia cotidiana en poesía con arraigo.
Desde allí, Trullenque forjó una escritura cargada de filosofía popular y
compromiso con la tierra.
En 1957 se trasladó a Buenos Aires, donde su vocación de
compositor comenzó a resonar con más fuerza. Sus letras, frescas y profundas
como el monte santiagueño, se hicieron lugar en festivales, escenarios y
discos. La crítica lo reconoció con premios como el Cóndor y, en su tierra
natal, recibió distinciones como Ciudadano Distinguido de Santiago del Estero y
Ciudadano Ilustre por parte de la Legislatura provincial.
La canción como
conciencia colectiva
Trullenque no solo escribía versos; sembraba conciencia. Sus
letras hablan de la vida campesina, del monte, del dolor del desarraigo y del
amor por lo propio. Lo hacía sin adornos académicos, con la naturalidad de
quien escribe desde el sentir.
Una de sus frases más recordadas, “Vivir es no conformarse”,
resume su espíritu inquieto y su apuesta por un folclore que no se limita a
entretener, sino que interpela. Sus canciones transmiten un mensaje simple y
profundo: la tierra es identidad, y perderla o dañarla es perderse a uno mismo.
En tiempos en que la “aldea global” comenzaba a ser la
consigna de moda, Trullenque se mantuvo fiel a lo local. Para él, Santiago del
Estero no era una provincia más: era el mundo entero representado en un paisaje
de algarrobos, en un patio con guitarra o en la voz quichua de sus paisanos.
Un legado que sigue cantando
El aporte de Pablo Raúl Trullenque al folclore argentino no
se mide solo en cantidad de obras —cientos de canciones y poesías—, sino en la
huella que dejó en la memoria cultural. Cada letra suya es un puente entre lo
íntimo y lo colectivo, entre el recuerdo de la infancia y la denuncia frente al
olvido o la injusticia.
Su obra es un canto a la pertenencia. Y aunque partió hace
más de dos décadas, su voz sigue viva en las guitarras de quienes repiten sus
versos bajo la luna santiagueña.
Epílogo: vivir es no conformarse
Recordar a Trullenque es recordar que el folclore no es solo
música, sino también memoria y filosofía de vida. Él supo transformar la dureza
de sus primeros años en un legado que enseña a no olvidar de dónde venimos.
En un mundo cada vez más uniforme, sus versos invitan a
volver al pago, aunque sea con la memoria. Porque como él creía, en la tierra
natal “está todo representado”. Y en su canto, sigue latiendo Santiago entero.

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