viernes, 12 de septiembre de 2025

Un viaje nostálgico por Santiago del Estero

 


El acuerdo no se firmó en papel, sino en el silencio cómplice de cuatro miradas que se encontraron una tarde de domingo. El sol se derretía sobre el río Dulce con una languidez que, la verdad es que, sabía demasiado a despedida. Luis, Víctor, Ariel y Lucas, rondando las cinco décadas, sintieron el mismo tirón en el pecho. Un llamado imperioso que no necesitó de palabras. Era el tiempo, pero no el que avanza… sino el que retrocede. Ese que se pliega sobre sí mismo cuando la nostalgia se convierte, de repente, en un acto de fe colectiva. No hicieron falta explicaciones. Ni una sola pregunta. Y así, al día siguiente, simplemente, estaban allí.

El aire olía a tierra mojada y al pan recién horneado de panadería Loira. La luz, de un ámbar denso y polvoriento, bañaba las fachadas de una ciudad que ya no era la suya… y que al mismo tiempo lo era todo.

Desde ese instante, cada uno emprendió su propio viaje. Víctor, el soñador, se dejó llevar por la corriente de los ecos. Sus pies lo guiaron hasta la disquería Radar. Detrás del vidrio, los surcos de los vinilos no eran solo surcos: eran mapas de mundos por conquistar. Un poco más allá, el cartel del Cine Renzi anunciaba una película de Bruce Lee que ya había visto de niño. No entró. Le bastó con quedarse allí, sintiendo otra vez esa punzada de expectativa, el mismo hormigueo de lo posible que siempre sentía justo antes de que se apagaran las luces. En la vereda, el rumor de la ciudad era una banda sonora perfecta.

Mientras tanto, Ariel, de espíritu nostálgico, buscó el consuelo de lo conocido. Su viaje fue una peregrinación silenciosa. En el Supermercado Buen Día, se detuvo frente a la góndola de los caramelos. No veía paquetes de colores; veía a su abuela, con su vestido floreado, eligiendo el chocolate para la merienda. Acto seguido, se plantó frente a la vitrina de Stulberg Relojerías. El tic-tac de los segunderos era un recordatorio amable pero firme: el tiempo, aunque pudieran volver a él, nunca se detenía del todo. Respiró hondo, llenando los pulmones de ese aroma a cuero y madera antigua que emanaba de algún almacén que ya ni siquiera existía.

Por su parte, Luis, el más pragmático, buscó la verdad en lo tangible. Se encontró parado frente a la ferretería Yague. Allí estaba, intacto, ese olor a clavos oxidados, aceite de máquinas y metal nuevo que impregnaba la ropa de su padre. Casi pudo sentir de nuevo la textura áspera de la lija, el peso familiar de un martillo en su mano de niño. Casi sin pensar, caminó hasta la tornería Bartolo. El chirrido del metal al ser vencido por la herramienta era un sonido de creación pura, de soluciones concretas para problemas del mundo real. Un mundo que siempre había tratado de entender y domar.

En otro rincón de la ciudad, Lucas, el curioso, fue como un fantasma que absorbía la esencia de todo. Se sumergió en la penumbra fresca del bar Popeye, en la calle Avellaneda. Ahí estaban: el roce de los tacos de billar, el ruido seco de una carambola, las voces bajas que conspiraban contra el tedio de la tarde. Era el corazón lento de la ciudad. Luego, casi como flotando, se dejó llevar por la música que salía de El Farolito. Se dedicó a observar las caras, las manos que acariciaban vasos, las historias no contadas que flotaban en el aire igual que el humo de cigarrillo.

Finalmente, el clímax los encontró a los cuatro, como todos sabían que pasaría, bajo la sombra generosa de un viejo lapacho en la Plaza Libertad. El atardecer santiagueño los envolvía en un manto de oro líquido. No hacía falta preguntar nada. El viaje entero estaba escrito en sus ojos.

Víctor fue el primero en romper el silencio, con la voz convertida en un hilo de emoción. “En el Renzi… juré que escuché la risa de mi hermano cuando el héroe escapaba del villano. La misma de siempre”.

A continuación, Ariel sonrió, con una melancolía dulce aferrada a las comisuras de sus labios. “En Stulberg… me di cuenta de que no extrañaba los relojes. Extrañaba la paciencia con la que mi viejo me explicaba cómo funcionaban.”

Después, Luis, con la mirada perdida en el horizonte, confesó lo que ya no podía callar: “El olor de Yague… era el olor del esfuerzo de mi viejo. Siempre pensé que era el olor del trabajo. Hoy sé, sin duda, que era el olor del amor”.

Para cerrar, Lucas, el último, resumió con suavidad lo que todos sentían. “Viéndolos a ustedes llegar… entendí. No volvimos a buscar lugares. Volvimos a buscar la versión de nosotros que se quedó aquí, esperándonos.”

Se quedaron entonces en silencio, mirando cómo las luces de la ciudad empezaban a titilar, una a una, como pequeños fueguitos respondiendo al crepúsculo. El hechizo, tan real como la tierra bajo sus pies, comenzaba a disolverse. Pero no hubo tristeza. Solo una comprensión profunda y serena.

Y así fue como comprendieron que el tiempo no es una línea recta, sino más bien el surco de un disco de vinilo. A veces, la aguja salta y repite un fragmento de la canción. No por error, sino por pura belleza. Y ellos, cuatro amigos al borde de los cincuenta, habían logrado, por el simple y tremendo poder del deseo, que la aguja saltara una vez más. Así pues, se llevaban de vuelta no un lugar, sino la certeza íntima de que la patria no es un punto en el mapa, sino el eco imborrable de todo lo que fuimos en él. Y ese eco, lo sabían con el alma, jamás se apagaría.


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