lunes, 13 de octubre de 2025

El Sueño Dorado del Norte: La Audaz Utopía de Santiago del Estero para Conquistar el Mundo en el Siglo XIX

 A mediados del siglo XIX, una provincia argentina se lanzó a una carrera épica por la modernidad. Su plan: convertir sus ríos indomables en autopistas fluviales hacia el Atlántico. Una historia de exploradores, caudillos visionarios y empresarios audaces que chocó contra la realidad, la falta de capital y un rival implacable: el ferrocarril.



Imaginemos por un momento la Argentina de 1850. El largo gobierno de Juan Manuel de Rosas ha caído, y un viento de cambio recorre el territorio. La nación, como un rompecabezas, intenta unir sus piezas dispersas. En ese tablero de futuros posibles, cada provincia juega sus cartas. Algunas, como Buenos Aires, tienen el puerto y el acceso al mundo. Otras, enclavadas en el corazón del continente, enfrentan un desafío monumental: ¿cómo romper el aislamiento, cómo conectar sus riquezas con los mercados globales que bullen de demanda? En ningún lugar esta pregunta resonó con tanta fuerza como en Santiago del Estero, una vasta extensión que marcaba la transición entre la Argentina andina y la pampa infinita. Su elite, liderada por figuras enérgicas y visionarias, no se resignó a ser un mero espectador. Por el contrario, diseñó un proyecto tan ambicioso que hoy parece una utopía: transformar la provincia en un nudo logístico y productivo, navegando sus ríos salvajes para llegar directamente a los puertos del Atlántico y, desde allí, al mundo. Esta es la crónica de ese sueño, una aventura de casi dos décadas que definió el destino de toda una región.

Un Mapa de Desafíos y Oportunidades

Para entender la magnitud del plan, primero hay que entender el mapa. Santiago del Estero no era un territorio homogéneo. Como describe la historiadora María Cecilia Rossi en su investigación, la provincia estaba dividida en tres grandes áreas ecológicas, delimitadas por sus dos arterias fluviales: los ríos Dulce y Salado.Al norte del Salado se extendía el Chaco Gualamba, un "bosque impenetrable de quebrachos, algarrobos e itines", un territorio de mitos y leyendas, poblado por comunidades indígenas como los guaycurúes y lule-vilelas, que resistían ferozmente el avance de la frontera. Era la "zona de secano", un espacio al que, según la época, se llegaba más por coacción que por voluntad.

Entre los dos ríos se encontraba la "mesopotamia santiagueña", el corazón histórico y productivo de la provincia. Esta franja de tierra fértil, irrigada por los desbordes estacionales, había sido el hogar de pueblos sedentarios desde tiempos prehispánicos. Allí florecía una agricultura especializada en maíz y una tradicional producción textil. Era la "zona de regadío", el centro de la vida económica y social.

Finalmente, al sur del Dulce, se desplegaba la "zona serrana", un espacio de cría de ganado y estancias que también albergaba las desoladoras salinas, un paisaje de muerte y desolación moteado por cruces de madera que recordaban a quienes habían sucumbido a la sed o a los peligros del entorno.

Durante siglos, la economía de esta región había mirado hacia el norte, hacia el cerro rico de Potosí. Santiago del Estero funcionaba como una "segunda zona", en palabras del historiador Tulio Halperín Donghi (1998), proveyendo mano de obra, alimentos, tejidos y animales de carga al gran centro minero colonial. Pero con las guerras de independencia y la reorientación de la economía argentina hacia el Atlántico, ese circuito se desmoronó. Para mediados del siglo XIX, la provincia se encontraba en una encrucijada: o se reinventaba o se sumía en la irrelevancia.La caída de Rosas y el ascenso de una elite liberal local, alineada con el proyecto de construcción nacional, abrieron una ventana de oportunidad. Estos hombres, imbuidos de las ideas de progreso de Juan Bautista Alberdi, vieron en las 3.500 leguas cuadradas de la provincia un lienzo en blanco. Su objetivo era claro: movilizar las tierras "inmovilizadas" desde la colonia, crear un "mercado de tierras", atraer capitales y mano de obra, y diversificar la producción para insertarla en el floreciente mercado agroexportador mundial. Pero para lograrlo, debían resolver el problema más antiguo de todos: la distancia. Y la solución, creían, fluía literalmente a través de sus tierras.

El "Sueño Dorado": La Conquista del Río Salado

El proyecto más espectacular y el que consumió mayores energías fue la navegación del Río Salado del Norte. La idea, que Canal Feijóo (1948) llamó "el sueño dorado de las provincias del norte", era simple en su concepción y titánica en su ejecución: convertir el Salado en una vía navegable para barcos a vapor que conectara el corazón del noroeste argentino con el río Paraná, y de allí con Rosario, Buenos Aires y los mercados de ultramar.

El gobernador Manuel Taboada fue el principal impulsor. En la reunión de gobernadores de San Nicolás, instaló rápidamente el tema en la agenda nacional. No era solo un capricho local; era una propuesta estratégica para sacar a toda la región mediterránea de su "postración económica". El plan era audaz: exportar las producciones locales (cueros, lanas, maderas, algodón) e importar los insumos y manufacturas europeas directamente por vía fluvial, abaratando costos y dinamizando el comercio.

El gobierno nacional, interesado en la integración del territorio, dio su apoyo. En julio de 1855, la Confederación comisionó al comandante norteamericano Thomas J. Page, quien había llegado al Río de la Plata con la misión de estudiar la navegabilidad de sus afluentes para el gobierno de Estados Unidos. La presencia de Page y su tecnología de exploración le dieron un aura de viabilidad científica al proyecto. El propio Page, en sus escritos, se mostró optimista, llegando a decirle a Antonino Taboada, hermano del gobernador, que no tendría "ninguna dificultad en asegurar capitalistas de los EEUU que se embarquen en esta empresa" (Taboada, 1937).

Con el respaldo técnico y político, la pieza que faltaba era el capital privado. Apareció en escena Esteban Rams y Rubert, un poderoso comerciante catalán, amigo del presidente Justo José de Urquiza. El 2 de julio de 1856, el gobierno le concedió la exclusividad por quince años para el tráfico comercial y de pasajeros en los ríos Salado y Dulce. La "Empresa del Río Salado" había nacido. Las expectativas eran enormes. Se hablaba de "grandes utilidades" y de cómo la navegación abastecería al norte argentino de productos que hasta entonces se buscaban "al Pacífico a través de las Cordilleras" (Rams y Rubert, 1860).

La primera prueba de fuego fue un viaje exploratorio en octubre de 1856. El capitán Lino Belbey, al mando de una pequeña falúa llamada "Gral. Urquiza", partió desde Santiago del Estero con la misión de llegar a Paraná. La expedición, custodiada por el propio Manuel Taboada en su tramo inicial, fue una odisea. El Salado se reveló como un río "serpenteante y tornadizo". Por trechos, la tripulación debía arrastrar el bote sobre una carreta, buscando brazos con mayor caudal, o continuar a caballo. Era una lucha contra la naturaleza. Finalmente, el 27 de noviembre de 1856, Belbey y su contingente de cincuenta santiagueños llegaron a Paraná. ¡Lo habían logrado! Como exclamaría Canal Feijóo, era "la evidencia orgánica más decisiva".

El éxito desató la euforia. Page, en sus propias exploraciones, confirmó que el río era navegable, al menos en parte. En Tucumán, fue recibido como un héroe. El descubrimiento de la navegabilidad del Salado fue celebrado como uno de los tres grandes acontecimientos de la historia argentina, junto a la Independencia y la caída de Rosas.

Pero de la euforia a la realidad había un largo trecho. El proyecto requería obras de infraestructura colosales: limpieza del cauce, construcción de diques, canales, esclusas y puertos. Y sobre todo, requería capital, mucho capital. Rams y Rubert se encontraron con que los inversores no aparecían tan fácilmente. Una nueva expedición fracasó por no esperar la crecida estacional, lo que provocó la furia del gobierno santiagueño, que acusó al empresario de incompetencia y de malgastar los privilegios otorgados.

En un intento por atraer inversiones, el proyecto se vistió de patriotismo. Se apelaba al "patriotismo" de los Taboada y se presentaba la empresa no como un negocio particular, sino como una obra para el bien de la Nación. Incluso se encontró una solución ingeniosa para la falta de mano de obra asalariada: licenciar a los soldados para que trabajaran en las obras a cambio de una futura licencia por tiempo equivalente. Estos hombres serían una curiosa mezcla de "militares, fortineros, agricultores y obreros casi-industriales".

La coyuntura internacional pareció ofrecer una nueva esperanza. La Guerra de Secesión en Estados Unidos (1861-1865) interrumpió el suministro de algodón a las fábricas textiles de Inglaterra. Los ojos de la industria británica se volvieron hacia regiones marginales que pudieran producir la preciada fibra. Santiago del Estero era una de ellas. Por pedido del General Mitre, el cónsul británico en Rosario, Thomas Hutchinson, organizó una expedición por el Salado en 1862 para verificar el potencial algodonero de la zona y la calidad de sus maderas, como el quebracho y el algarrobo, muy cotizadas en Europa. Las muestras enviadas a Liverpool confirmaron la calidad, pero el interés de los capitalistas británicos, que calificaron la obra como "especulativa", nunca se materializó en un préstamo.

A pesar de todo, el 25 de diciembre de 1863, en un acto solemne cerca del Fortín Bracho, con la presencia de toda la elite local, el gobernador Manuel Taboada dio el primer golpe de pala y hacha, inaugurando oficialmente las obras de canalización. Rams y Rubert, en su discurso, habló de un "futuro grande y fuerte de la República". Pero un año después, el sueño se desvanecía. Sin capitales para continuar, el empresario decidió abandonar el emprendimiento.

El proyecto del Salado terminó en un fracaso. Las razones fueron múltiples y complejas, como un nudo imposible de desatar: la falta de financiamiento internacional, la pérdida de poder de la elite provincial, la ausencia de obras permanentes para regular las crecidas, y, sobre todo, el avance arrollador de una nueva tecnología que cambiaría el mapa de Argentina para siempre: el ferrocarril. Como señaló Hobsbawm (1998), la economía mundial del siglo XIX era interdependiente, y los capitales europeos, la única fuente posible para una obra de tal magnitud, ya habían tomado otra dirección, seducidos por la "vorágine de la expansión ferroviaria y su sueño imperial".

Otros Frentes de Batalla: El Río Dulce y el Misterio del "Mesón de Fierro"

Mientras el gran drama del Salado se desarrollaba, la provincia no se quedó de brazos cruzados. Otros dos espacios económicos fueron objeto de exploración y estudio, aunque a una escala diferente.

El primero era el Río Dulce. A diferencia del Salado, los proyectos aquí eran más acotados y pragmáticos. Se buscaba verificar su navegabilidad, sí, pero sobre todo controlar su "volubilidad histórica". El curso del río había cambiado varias veces, dejando en el abandono a antiguas y prósperas villas como Loreto y Atamisqui. Se realizaron estudios para canalizarlo, construir puentes como el del río Saladillo, y se creó un Consejo de Irrigación en 1870, una de las primeras formas de asociacionismo civil en una sociedad fuertemente estratificada. El objetivo de estas obras era también social: fijar a la población a la tierra. Santiago del Estero era una provincia expulsora de mano de obra. Sus hombres, conocidos como los "gallegos de la República Argentina" según Hutchinson (1866), migraban continuamente hacia la pampa húmeda, atraídos por salarios más altos. Desarrollar económicamente el territorio del Dulce era una forma de combatir este "vacío poblacional" que afectaba tanto a la defensa contra las incursiones indígenas como a la disponibilidad de trabajadores.

El segundo espacio era el más enigmático: el "mesón de fierro". En el extremo noreste de la provincia, en pleno Chaco, yacía una inmensa masa de hierro de origen meteorítico. Para los pueblos indígenas, era un lugar de fuerte carga simbólica; para los españoles, una incógnita y una fuente potencial de metal de alta calidad. Relatos antiguos, recogidos por Pedro de Angelis, hablaban de un hierro tan puro que en Buenos Aires se usaba para fabricar fusiles. En 1853, el empresario Aarón Castellanos propuso al gobierno provincial una expedición científica para determinar su extensión y viabilidad comercial. Su plan era explotarlo y vender el material en Europa. A lo largo de las décadas de 1860 y 1870, se sucedieron las expediciones, tanto provinciales como nacionales, para encontrar y asegurar el "mesón" en el territorio que hoy se conoce como Campo del Cielo. Aunque se sabía de su existencia, su ubicación precisa seguía siendo un misterio, un tesoro escondido en un territorio hostil.

El "Rapto del Ferrocarril": El Progreso que Llegó por Otras Vías

Bernardo Canal Feijóo (1934) describió la llegada del ferrocarril a Santiago del Estero con una frase lapidaria: un "ir de no se donde a no se donde". La frase captura perfectamente la paradoja del nuevo medio de transporte. El tren era el progreso, la modernidad, la conexión con el mundo que tanto anhelaban las elites provinciales. Pero cuando finalmente llegó, lo hizo de una forma que desarticuló por completo el proyecto de desarrollo que ellas mismas habían diseñado.

A mediados de la década de 1870, se firmaron los primeros contratos para construir una vía férrea que conectara la provincia con el litoral. El "Ferrocarril Gran Chaco" parecía el heredero del sueño del Salado, el nuevo y grandioso proyecto que resolvería el "gran problema del equilibrio provincial". Sin embargo, el ferrocarril no respondía a la lógica de desarrollo interno de la provincia, sino a la lógica de la economía agroexportadora centrada en el puerto.

Su llegada marcó el fin definitivo de los proyectos de navegación fluvial. ¿Para qué invertir fortunas en hacer navegable un río caprichoso si una locomotora podía transportar mercancías de forma más rápida y segura? El ferrocarril no complementó a los ríos; los aniquiló como alternativa.

Pero el impacto fue aún más profundo. El tren no convirtió a Santiago del Estero en un centro productivo diversificado. En cambio, la atravesó. La provincia dejó de ser esa "enorme masa interpuesta" que debía ser desarrollada desde adentro, para convertirse en un simple corredor. Y peor aún, su principal riqueza, el bosque nativo, se convirtió en la materia prima para la propia expansión del ferrocarril. La demanda de durmientes de quebracho para los tendidos férreos y de leña para las locomotoras desató un proceso de deforestación masiva que tendría consecuencias ecológicas y económicas devastadoras a largo plazo.

El Sueño Roto: Reflexiones Finales

El gran proyecto de la elite santiagueña de mediados del siglo XIX consumió entre diez y quince años de esfuerzos, recursos y esperanzas. Fue una década y media de exploraciones heroicas, intrigas políticas, cálculos económicos y una fe inquebrantable en el progreso. Se exploraron los tres espacios clave de la provincia: la cuenca del Dulce-Salado, la frontera norte y el enigmático "mesón de fierro". Se determinaron las condiciones para su desarrollo productivo. Se movilizó a la sociedad, ya fuera por voluntad o por coerción, tras un objetivo común.

Pero al final, el proyecto chocó contra dos barreras insalvables: los recursos financieros que nunca llegaron de Europa y la persistencia de prácticas sociales y económicas pre-capitalistas que dificultaban la consolidación de un mercado de trabajo y de tierras moderno.

Finalmente, Santiago del Estero se incorporó al sistema capitalista, pero como concluye Rossi, "no del modo planificado". No hubo colonias de inmigrantes labrando la tierra, no hubo barcos a vapor surcando sus grandes ríos. El ferrocarril llegó tarde, y cuando lo hizo, fue para atravesar la provincia y extraer su principal riqueza: la madera.

La historia de este sueño es más que una simple anécdota regional. Es una poderosa metáfora sobre el desarrollo en Argentina. Muestra la tensión constante entre los proyectos locales y las fuerzas globales, entre la visión de las elites provinciales y la lógica aplastante del capital internacional y la tecnología. El sueño dorado del Salado es el eco de un futuro que pudo ser, un recordatorio de que el progreso no es una línea recta, sino un laberinto de caminos tomados y, sobre todo, de vías abandonadas.

Fuente Principal:

* Rossi, María Cecilia (2004). Exploraciones y estudios sobre los nuevos espacios económicos durante el siglo XIX. Santiago del Estero, 1850-1875. Mundo Agrario. Revista de estudios rurales, nº 9, segundo semestre de 2004. Centro de Estudios Histórico Rurales. Universidad Nacional de La Plata.

* Las citas de autores como Canal Feijóo, Halperín Donghi, Hobsbawm, Rams y Rubert, y Hutchinson son referenciadas dentro del texto original de Rossi.

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