Un viaje nostálgico a la región donde una élite tradicionalista, forjada en la endogamia y la riqueza rural, se desvaneció tras el paso fugaz de un tren que trajo la modernidad y el éxodo. Este es el relato de la agonía de San Pedro de Choya, el testimonio de sus casas desiertas y la pervivencia de una memoria que se niega a morir.

La Iglesia y la casona de huéspedes
I.
El Silencio Después de la Fiesta
Hay pueblos cuya historia
no se escribe con grandes batallas o fastuosos monumentos, sino con la
persistencia melancólica de la luz sobre fachadas mohosas. San Pedro de Choya,
en el sudoeste de la Provincia de Santiago del Estero, es uno de ellos. Hoy es
una postal de quietud, un "diminuto pueblo" que se levanta sobre la
suave ladera de una serranía azul, donde las últimas estribaciones de la sierra
de Güasayán parecen haberse quedado dormidas, envueltas en un silencio denso y
cargado de tedio.
Quien llega a Choya en
una mañana de sol —un sol intenso, cálido, vibrante, que inunda el paisaje—
siente de inmediato que ha entrado a un lugar suspendido en el tiempo. Las
calles anchurosas, que alguna vez debieron bullir de vida y actividad, ahora se
ahílan y desaparecen "en un recuesto o tras de un arbolillo". Es la
soledad inhóspita de un sitio que ha sido abandonado, un pueblo que, en
palabras de su cronista, "vive la agonía de los pueblos que no saben qué
hacer después de haberlo hecho todo".
Este no es un silencio
natural; es el eco de un final.
Al contemplar la recia
casona antigua que aún se mantiene enhiesta, con su "alta fachada rosa y
azul" y sus gruesas columnas, uno no puede evitar sentir una profunda
emoción. Esta casa, que perteneció a don Antonio Tula, un caballero chapado a la
antigua que se negó a dejar el viejo poblachón, es el símbolo material de todo
lo que Choya fue: una sociedad sólida, orgullosa, con códigos propios, que se
resistía a desaparecer.
Para comprender la
magnitud de esta "verdadera historia", es necesario descorrer el velo
del polvo y el sol y entender qué hizo de San Pedro de Choya, en su época de
esplendor, una verdadera "ínsula étnico-social" en el corazón de la
llanura santiagueña.
II.
La Ínsula Étnico-Social: Origen y Linaje Choyano
La historia de San Pedro
de Choya se remonta, al menos documentalmente, a principios del siglo XIX. El
testamento de doña Luisa de Quiroga, esposa de don Joaquín de Islas, fechado el
5 de abril de 1804, ya delimitaba esta vasta región con precisión: al Sud
Albigasta, al Oeste La Calera, al Norte Simogasta y al Este el Río.
Sin embargo, el rasgo más
distintivo de Choya no era su geografía, sino su gente y la particularísima
organización social que desarrollaron. El pueblo se fundó sobre principios
estrictos de tradición y linaje, configurando un núcleo cerrado y fuertemente
endogámico. Este aislamiento social, económico y geográfico es lo que permitió
al cronista definirlo como una "ínsula étnico-social".
Cuatro apellidos, se
decía, gobernaban la grey: Tula (descendientes del Conquistador Tula Cervín),
Agüero, Molina y Bazán.
Lo fascinante de esta
sociedad, según los relatos, radicaba en la autopercepción de su pureza y
carácter. Se habla de familias que nacieron y crecieron "mezclándose entre
sí con pureza, afinación y probidad selectiva", criados en un
"almácigo de moral, entre principios y normas absolutas, amuralladas y
esquivas". Este rigor social tenía consecuencias visibles. Se mencionaba
que, por causa de esta "selección sexual", sus mujeres eran
"hermosas", y los varones ostentaban un "sello
inconfundible".
La Curiosa Onomástica
Reflejo de esta
singularidad cultural era la onomástica choyana, un catálogo de nombres tan
pintorescos como extraños, que hoy suenan casi arquetípicos y curiosos. La
memoria de Choya guarda nombres como:
* Eliosa, Elisiario,
Divilda, Doralisa, Adesinda.
* Mardoqueo, Metodio,
Orosimán Gumer, Sila.
* Atendedor, Estratón,
Guillaburla, Genívera, Miserata.
* Odofio, Tarmenión,
Deifila, Gozuinda, Noiramanda, Duverlí, Consifisión, Azulina.
Esta estructura social tan
particular, donde la consanguinidad era la norma —determinada, según el texto,
más por "razones naturales y económicas" que por exclusivismos
raciales—, tenía antecedentes notables. El cronista trae a colación el ejemplo
de Gaspar Van Der Lev, en Río Formoso (Brasil), para ilustrar cómo estas
uniones entre primos y tíos con sobrinas (lo que llama inbrereding o
mezclamiento consanguíneo) podían generar "curiosas y pintorescas
deturpaciones" familiares en San Pedro de Choya, si bien el objetivo primario
era la preservación de la riqueza y el linaje.
III.
La Fuerza de los Caudillos y la Belleza de la Matrona
El apogeo de San Pedro de
Choya se dio a fines del siglo XIX. Se formó allí una sociedad que brilló con
luz propia y que, en su organización, representó un modelo de la vida rural
opulenta del régimen de la Colonia, marcando la "génesis del caudillismo
argentino".
Los pobladores originales
eran figuras de peso: Don Juan Francisco Espeche, Don Félix Rosa Tolosa, Don
Fermín Brizuela y, especialmente, Don Crisanto Gómez, quien había sido
Gobernador de Catamarca (entre 1868 y 1871) antes de establecerse y morir en
San Pedro.
El Carácter Choyano
De este ambiente de
hacienda y tradición surgieron dos figuras sociales claves, casi arquetípicas
del poder rural de la época:
1. El Hombre Choyano: Era
el señorón, el terrateniente. Orgulloso, obsecado e intrépido. Su rasgo más
particular era su desapego de la tradición gauchesca. Mientras el gaucho era
sinónimo de caballo, chiripá y cuchillo, el choyano "despreció siempre la
bota" y se vanaglorió de su hombría manejando tempranamente el revólver.
No trabajaba en menesteres artesanos y poseía el "empaque del
español", jactancioso, jugador y mujeriego, aunque siempre con un fondo de
"reservas hidalgas y morales".
2. La Matrona Choyana:
Ella era la figura simbólica que gobernaba sin mandar. Prolífica, severa,
hacendosa, pero siempre generosa y caritativa. Formada en una moral religiosa
estricta, era la administradora silente del bienestar económico-social del
núcleo familiar. Su presencia era clave para la lucha y prosperidad del esposo,
sin dejar de mantener "una exquisita solemnidad protocolar".
El Mundo del Trabajo
San Pedro era el centro
social y económico de numerosos puestos circundantes como Las Lomitas, El
Palomar, Santa Lucía y Bajo Hondo. Sus praderas eran inmensas, sus bosques
frondosos y el Río Dulce desbordaba hasta La Meliaua y El Mercado, alimentando
lagunas repletas de aves acuáticas.
En este ambiente de
abundancia, trabajaron y proliferaron las familias esforzadas en ganadería y
agricultura, pero también en la industria artesanal, utilizando una fuerza de
trabajo compuesta por "criados, mensuales, de agregados, esclavos y
domésticos".
El población albergaba:
* Artesanos de la
Construcción: Tomás Lobo, maestro albañil (constructor de las casas de D.
Crisanto y D. Eufemio).
* Metalurgia: Juan
Brandán (el platero) y Gaspar Páez (zapatero especializado en manufactura de
lujo).
* Comercio y
Alimentación: Antonia (la panadera) y los comerciantes Herrera, Escobar y
Eugenio Gómez.
* Textilería: Las mujeres
dedicadas a la industria doméstica eran famosas por sus "telas de barracán
jaspeado para pantalones" y las mantas y colchas multicolores.
IV. El Esplendor y la
Tragedia
El punto culminante de la
vida social choyana se manifestaba en las fiestas religiosas, que eran en
realidad grandes celebraciones cívicas. Durante las celebraciones de la Virgen
del Rosario (octubre) y San Pedro (junio), toda la población de haciendas y
puestos afluía al pueblo, con su cortejo de sirvientes.
Las casas resplandecían
de luces y alegría, y la sociedad mostraba su "refinamiento social
trascendente". Se lucían lujos de alfombras y cortinados, galas, jaquets y
levitones, mientras la hermosura de las mujeres profusamente enjoyadas se
desplegaba en valses, shotis, polcas y mazurkas.
Incluso el Carnaval era
único: había sorpresas de "mariposas y monillos de pega",
"lluvias de oro y micalinas bicoloras" y "volcanes de papel
picado y huevos de agua florida".
Pero incluso esta
sociedad, amurallada por su orgullo y su riqueza, no era invencible. En 1868,
San Pedro de Choya se enfrentó a un enemigo que no distinguía entre apellidos
ni linajes: la peste de cólera. Al revisar los "viejos muros parroquiales"
de la sacristía, el cronista encuentra partidas de defunción que atestiguan la
tragedia, mencionando la muerte de figuras como Doña Eladia Gómez y Don Pedro
Ignacio Gómez.
A esta tragedia sanitaria
le siguió la pérdida de grandes líderes: Don Crisanto Gómez, el ex-gobernador y
figura central de la comunidad, falleció en 1885. La campana de la vieja
capilla, que había sido erigida de barro y teja, doblaba a muerte, y el pueblo
entero se sumía en un luto silencioso, marchando hacia el pequeño cementerio de
la aldea.
El Hombre que no Pudo
Olvidar
En medio del esplendor
pasado y la decadencia incipiente, la figura de Don Antonio Tula se erige como
la personificación de la tradición. Era un "caballero chapado a la
antigua" que se negaba a abandonar su casona solariega, aunque el pueblo
ya languidecía.
Cada mañana, don Antonio
se arreglaba con cuidado y se dirigía a la estación (próxima) a atender su
escritorio, volviendo indefectiblemente a San Pedro al final de su jornada. Su
rutina era un acto de fe, una resistencia diaria contra el olvido que ya se
cernía sobre el lugar.
La casa de Don Antonio,
que el narrador describe al llegar, es un compendio de esa vida que se
extingue: los aposentos "enormes, con sus muebles obscuros y
severos", el techo altísimo sostenido por "cabriadas, soleras y
vigas", y la sensación de que esos cuartos "resistirán más allá de
vuestra muerte".
V.
El Silbido de la Máquina: El Exodo Choyano
La sociedad choyana había
resistido sequías, lluvias, heladas y adversidades seculares, manteniendo
siempre su unidad. Pero hubo una fuerza imparable que no provino de la
naturaleza, sino del hombre y el espejismo del progreso: el ferrocarril.
Un día, el tren atravesó
los campos y se oyó el silbato de la máquina, horadando el silencio con su
"largo, agudo gemido".
Paradójicamente, la
máquina que debía traer el progreso a San Pedro de Choya, se convirtió en su
verdugo. El ferrocarril no pasó por el pueblo mismo. Para evitar las
"tierras elevadas del alto de Quiscaya", la vía se desvió, fundando
nuevos pueblos a la orilla del riel.
El resultado fue
catastrófico. Convencidos por el "hado maléfico" del espejismo de la
ganancia fácil, los pobladores abandonaron sus campos y haciendas,
"malvendieron sus bienes" y se entregaron a la "explotación
forestal y el éxodo". La promesa de la riqueza rápida en el obraje (el
aserradero o centro de explotación maderera) disolvió la voluntad comunal que
había resistido durante siglos.
San Pedro empezó a morir.
El narrador, en el
presente, mira la plaza, obra de Doña Deolinda Gómez de Tula, que está
"adusto, dormido, inundado de sol". El único signo de actividad
visible es un carro cargado de leña que pasa, un mudo testimonio de que el
negocio de la madera reemplazó a la cultura y la vida social.
El San Pedro de hoy es una
ruina. Solo queda, a tres o cuatro cuadras del pueblo actual, el vestigio del
San Pedro viejo, fundado hace tantos años. Incluso la iglesia, reconstruida en
1870, muestra la decadencia: su torre ha desaparecido, sus campanas
"penden de un grueso leño y permanecen mudas, quietas, adormecidas".
Al asomarse al pozo del
aljibe, el narrador lo encuentra "insondable, oscura" y observa sobre
la tapia del lindero "el viejo tejado de un solar baldío, un cactus y
[...] un algarrobo, triste, desmelenado". El pueblo se ha encogido, se ha
roto, y la perspectiva se ha cercenado.
VI.
El Legado de una Memoria Inmortal
San Pedro de Choya ha
sufrido la soledad, la angustia de su "muerte próxima" y la tristeza
de su agonía. Es la historia de un núcleo social que se mantuvo firme a través
de la Colonia y las guerras civiles (la defensa contra los Mocovíes, el rol de
los cuatro hermanos Gómez enviados a defender Buenos Aires contra los
ingleses), solo para sucumbir ante el imperativo económico de la modernidad mal
entendida.
El tren, símbolo de la
conexión y el progreso, terminó desconectando a Choya de su propia existencia.
Sin embargo, el relato de
su historia no es meramente un epitafio. La crónica concluye con una nota de
obstinada esperanza:
"Y la Choya, de ese
San Pedro de otros tiempos, que no debe morir, como no ha muerto en la memoria
de los pocos que no le abandonaron y siguen viviendo pegados a la tierra con la
ilusión de asistir algún día a su nuevo despertar industrial y comercial."
La verdadera historia de
San Pedro de Choya es la de un fracaso físico, pero una pervivencia espiritual.
Aquellos que se quedaron, pegados a la tierra ocre y violácea, mantienen viva
la memoria de las casas blancas, rojizas y azules, de los saraos fastuosos y
del carácter indomable de la matrona y el señorón choyano.
Este pueblo, que alguna
vez fue un baluarte de pureza social y tradición inalterable, se convierte en
una metáfora potente: la de la lucha de la identidad regional contra las
fuerzas ciegas de la explotación. San Pedro de Choya no es solo un recuerdo de
ruinas; es la evidencia de que las tradiciones y los linajes pueden ser más
fuertes que las adversidades del clima, pero sumamente vulnerables al capricho
del capital y la ruta que traza la civilización. Su historia está escrita en el
silencio, esperando quizás, ese soñado "despertar" que le devuelva la
luz de sus días dorados.
Fuente de la información:
La verdadera historia de San Pedro de Choya (Documento anexo: La verdadera
historia de San Pedro de Choya.pdf).
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