jueves, 16 de octubre de 2025

San Pedro de Choya: La Crónica Ocre del Pueblo que Murió al Llegar el Progreso

Un viaje nostálgico a la región donde una élite tradicionalista, forjada en la endogamia y la riqueza rural, se desvaneció tras el paso fugaz de un tren que trajo la modernidad y el éxodo. Este es el relato de la agonía de San Pedro de Choya, el testimonio de sus casas desiertas y la pervivencia de una memoria que se niega a morir.

La Iglesia y la casona de huéspedes


I. El Silencio Después de la Fiesta

Hay pueblos cuya historia no se escribe con grandes batallas o fastuosos monumentos, sino con la persistencia melancólica de la luz sobre fachadas mohosas. San Pedro de Choya, en el sudoeste de la Provincia de Santiago del Estero, es uno de ellos. Hoy es una postal de quietud, un "diminuto pueblo" que se levanta sobre la suave ladera de una serranía azul, donde las últimas estribaciones de la sierra de Güasayán parecen haberse quedado dormidas, envueltas en un silencio denso y cargado de tedio.

Quien llega a Choya en una mañana de sol —un sol intenso, cálido, vibrante, que inunda el paisaje— siente de inmediato que ha entrado a un lugar suspendido en el tiempo. Las calles anchurosas, que alguna vez debieron bullir de vida y actividad, ahora se ahílan y desaparecen "en un recuesto o tras de un arbolillo". Es la soledad inhóspita de un sitio que ha sido abandonado, un pueblo que, en palabras de su cronista, "vive la agonía de los pueblos que no saben qué hacer después de haberlo hecho todo".

Este no es un silencio natural; es el eco de un final.

Al contemplar la recia casona antigua que aún se mantiene enhiesta, con su "alta fachada rosa y azul" y sus gruesas columnas, uno no puede evitar sentir una profunda emoción. Esta casa, que perteneció a don Antonio Tula, un caballero chapado a la antigua que se negó a dejar el viejo poblachón, es el símbolo material de todo lo que Choya fue: una sociedad sólida, orgullosa, con códigos propios, que se resistía a desaparecer.

Para comprender la magnitud de esta "verdadera historia", es necesario descorrer el velo del polvo y el sol y entender qué hizo de San Pedro de Choya, en su época de esplendor, una verdadera "ínsula étnico-social" en el corazón de la llanura santiagueña.

II. La Ínsula Étnico-Social: Origen y Linaje Choyano

La historia de San Pedro de Choya se remonta, al menos documentalmente, a principios del siglo XIX. El testamento de doña Luisa de Quiroga, esposa de don Joaquín de Islas, fechado el 5 de abril de 1804, ya delimitaba esta vasta región con precisión: al Sud Albigasta, al Oeste La Calera, al Norte Simogasta y al Este el Río.

Sin embargo, el rasgo más distintivo de Choya no era su geografía, sino su gente y la particularísima organización social que desarrollaron. El pueblo se fundó sobre principios estrictos de tradición y linaje, configurando un núcleo cerrado y fuertemente endogámico. Este aislamiento social, económico y geográfico es lo que permitió al cronista definirlo como una "ínsula étnico-social".

Cuatro apellidos, se decía, gobernaban la grey: Tula (descendientes del Conquistador Tula Cervín), Agüero, Molina y Bazán.

Lo fascinante de esta sociedad, según los relatos, radicaba en la autopercepción de su pureza y carácter. Se habla de familias que nacieron y crecieron "mezclándose entre sí con pureza, afinación y probidad selectiva", criados en un "almácigo de moral, entre principios y normas absolutas, amuralladas y esquivas". Este rigor social tenía consecuencias visibles. Se mencionaba que, por causa de esta "selección sexual", sus mujeres eran "hermosas", y los varones ostentaban un "sello inconfundible".

La Curiosa Onomástica

Reflejo de esta singularidad cultural era la onomástica choyana, un catálogo de nombres tan pintorescos como extraños, que hoy suenan casi arquetípicos y curiosos. La memoria de Choya guarda nombres como:

* Eliosa, Elisiario, Divilda, Doralisa, Adesinda.

* Mardoqueo, Metodio, Orosimán Gumer, Sila.

* Atendedor, Estratón, Guillaburla, Genívera, Miserata.

* Odofio, Tarmenión, Deifila, Gozuinda, Noiramanda, Duverlí, Consifisión, Azulina.

Esta estructura social tan particular, donde la consanguinidad era la norma —determinada, según el texto, más por "razones naturales y económicas" que por exclusivismos raciales—, tenía antecedentes notables. El cronista trae a colación el ejemplo de Gaspar Van Der Lev, en Río Formoso (Brasil), para ilustrar cómo estas uniones entre primos y tíos con sobrinas (lo que llama inbrereding o mezclamiento consanguíneo) podían generar "curiosas y pintorescas deturpaciones" familiares en San Pedro de Choya, si bien el objetivo primario era la preservación de la riqueza y el linaje.

III. La Fuerza de los Caudillos y la Belleza de la Matrona

El apogeo de San Pedro de Choya se dio a fines del siglo XIX. Se formó allí una sociedad que brilló con luz propia y que, en su organización, representó un modelo de la vida rural opulenta del régimen de la Colonia, marcando la "génesis del caudillismo argentino".

Los pobladores originales eran figuras de peso: Don Juan Francisco Espeche, Don Félix Rosa Tolosa, Don Fermín Brizuela y, especialmente, Don Crisanto Gómez, quien había sido Gobernador de Catamarca (entre 1868 y 1871) antes de establecerse y morir en San Pedro.

El Carácter Choyano

De este ambiente de hacienda y tradición surgieron dos figuras sociales claves, casi arquetípicas del poder rural de la época:

1. El Hombre Choyano: Era el señorón, el terrateniente. Orgulloso, obsecado e intrépido. Su rasgo más particular era su desapego de la tradición gauchesca. Mientras el gaucho era sinónimo de caballo, chiripá y cuchillo, el choyano "despreció siempre la bota" y se vanaglorió de su hombría manejando tempranamente el revólver. No trabajaba en menesteres artesanos y poseía el "empaque del español", jactancioso, jugador y mujeriego, aunque siempre con un fondo de "reservas hidalgas y morales".

2. La Matrona Choyana: Ella era la figura simbólica que gobernaba sin mandar. Prolífica, severa, hacendosa, pero siempre generosa y caritativa. Formada en una moral religiosa estricta, era la administradora silente del bienestar económico-social del núcleo familiar. Su presencia era clave para la lucha y prosperidad del esposo, sin dejar de mantener "una exquisita solemnidad protocolar".

El Mundo del Trabajo

San Pedro era el centro social y económico de numerosos puestos circundantes como Las Lomitas, El Palomar, Santa Lucía y Bajo Hondo. Sus praderas eran inmensas, sus bosques frondosos y el Río Dulce desbordaba hasta La Meliaua y El Mercado, alimentando lagunas repletas de aves acuáticas.

En este ambiente de abundancia, trabajaron y proliferaron las familias esforzadas en ganadería y agricultura, pero también en la industria artesanal, utilizando una fuerza de trabajo compuesta por "criados, mensuales, de agregados, esclavos y domésticos".

El población albergaba:

* Artesanos de la Construcción: Tomás Lobo, maestro albañil (constructor de las casas de D. Crisanto y D. Eufemio).

* Metalurgia: Juan Brandán (el platero) y Gaspar Páez (zapatero especializado en manufactura de lujo).

* Comercio y Alimentación: Antonia (la panadera) y los comerciantes Herrera, Escobar y Eugenio Gómez.

* Textilería: Las mujeres dedicadas a la industria doméstica eran famosas por sus "telas de barracán jaspeado para pantalones" y las mantas y colchas multicolores.

IV. El Esplendor y la Tragedia

El punto culminante de la vida social choyana se manifestaba en las fiestas religiosas, que eran en realidad grandes celebraciones cívicas. Durante las celebraciones de la Virgen del Rosario (octubre) y San Pedro (junio), toda la población de haciendas y puestos afluía al pueblo, con su cortejo de sirvientes.

Las casas resplandecían de luces y alegría, y la sociedad mostraba su "refinamiento social trascendente". Se lucían lujos de alfombras y cortinados, galas, jaquets y levitones, mientras la hermosura de las mujeres profusamente enjoyadas se desplegaba en valses, shotis, polcas y mazurkas.

Incluso el Carnaval era único: había sorpresas de "mariposas y monillos de pega", "lluvias de oro y micalinas bicoloras" y "volcanes de papel picado y huevos de agua florida".

Pero incluso esta sociedad, amurallada por su orgullo y su riqueza, no era invencible. En 1868, San Pedro de Choya se enfrentó a un enemigo que no distinguía entre apellidos ni linajes: la peste de cólera. Al revisar los "viejos muros parroquiales" de la sacristía, el cronista encuentra partidas de defunción que atestiguan la tragedia, mencionando la muerte de figuras como Doña Eladia Gómez y Don Pedro Ignacio Gómez.

A esta tragedia sanitaria le siguió la pérdida de grandes líderes: Don Crisanto Gómez, el ex-gobernador y figura central de la comunidad, falleció en 1885. La campana de la vieja capilla, que había sido erigida de barro y teja, doblaba a muerte, y el pueblo entero se sumía en un luto silencioso, marchando hacia el pequeño cementerio de la aldea.

El Hombre que no Pudo Olvidar

En medio del esplendor pasado y la decadencia incipiente, la figura de Don Antonio Tula se erige como la personificación de la tradición. Era un "caballero chapado a la antigua" que se negaba a abandonar su casona solariega, aunque el pueblo ya languidecía.

Cada mañana, don Antonio se arreglaba con cuidado y se dirigía a la estación (próxima) a atender su escritorio, volviendo indefectiblemente a San Pedro al final de su jornada. Su rutina era un acto de fe, una resistencia diaria contra el olvido que ya se cernía sobre el lugar.

La casa de Don Antonio, que el narrador describe al llegar, es un compendio de esa vida que se extingue: los aposentos "enormes, con sus muebles obscuros y severos", el techo altísimo sostenido por "cabriadas, soleras y vigas", y la sensación de que esos cuartos "resistirán más allá de vuestra muerte".

V. El Silbido de la Máquina: El Exodo Choyano

La sociedad choyana había resistido sequías, lluvias, heladas y adversidades seculares, manteniendo siempre su unidad. Pero hubo una fuerza imparable que no provino de la naturaleza, sino del hombre y el espejismo del progreso: el ferrocarril.

Un día, el tren atravesó los campos y se oyó el silbato de la máquina, horadando el silencio con su "largo, agudo gemido".

Paradójicamente, la máquina que debía traer el progreso a San Pedro de Choya, se convirtió en su verdugo. El ferrocarril no pasó por el pueblo mismo. Para evitar las "tierras elevadas del alto de Quiscaya", la vía se desvió, fundando nuevos pueblos a la orilla del riel.

El resultado fue catastrófico. Convencidos por el "hado maléfico" del espejismo de la ganancia fácil, los pobladores abandonaron sus campos y haciendas, "malvendieron sus bienes" y se entregaron a la "explotación forestal y el éxodo". La promesa de la riqueza rápida en el obraje (el aserradero o centro de explotación maderera) disolvió la voluntad comunal que había resistido durante siglos.

San Pedro empezó a morir.

El narrador, en el presente, mira la plaza, obra de Doña Deolinda Gómez de Tula, que está "adusto, dormido, inundado de sol". El único signo de actividad visible es un carro cargado de leña que pasa, un mudo testimonio de que el negocio de la madera reemplazó a la cultura y la vida social.

El San Pedro de hoy es una ruina. Solo queda, a tres o cuatro cuadras del pueblo actual, el vestigio del San Pedro viejo, fundado hace tantos años. Incluso la iglesia, reconstruida en 1870, muestra la decadencia: su torre ha desaparecido, sus campanas "penden de un grueso leño y permanecen mudas, quietas, adormecidas".

Al asomarse al pozo del aljibe, el narrador lo encuentra "insondable, oscura" y observa sobre la tapia del lindero "el viejo tejado de un solar baldío, un cactus y [...] un algarrobo, triste, desmelenado". El pueblo se ha encogido, se ha roto, y la perspectiva se ha cercenado.

VI. El Legado de una Memoria Inmortal

San Pedro de Choya ha sufrido la soledad, la angustia de su "muerte próxima" y la tristeza de su agonía. Es la historia de un núcleo social que se mantuvo firme a través de la Colonia y las guerras civiles (la defensa contra los Mocovíes, el rol de los cuatro hermanos Gómez enviados a defender Buenos Aires contra los ingleses), solo para sucumbir ante el imperativo económico de la modernidad mal entendida.

El tren, símbolo de la conexión y el progreso, terminó desconectando a Choya de su propia existencia.

Sin embargo, el relato de su historia no es meramente un epitafio. La crónica concluye con una nota de obstinada esperanza:

"Y la Choya, de ese San Pedro de otros tiempos, que no debe morir, como no ha muerto en la memoria de los pocos que no le abandonaron y siguen viviendo pegados a la tierra con la ilusión de asistir algún día a su nuevo despertar industrial y comercial."

La verdadera historia de San Pedro de Choya es la de un fracaso físico, pero una pervivencia espiritual. Aquellos que se quedaron, pegados a la tierra ocre y violácea, mantienen viva la memoria de las casas blancas, rojizas y azules, de los saraos fastuosos y del carácter indomable de la matrona y el señorón choyano.

Este pueblo, que alguna vez fue un baluarte de pureza social y tradición inalterable, se convierte en una metáfora potente: la de la lucha de la identidad regional contra las fuerzas ciegas de la explotación. San Pedro de Choya no es solo un recuerdo de ruinas; es la evidencia de que las tradiciones y los linajes pueden ser más fuertes que las adversidades del clima, pero sumamente vulnerables al capricho del capital y la ruta que traza la civilización. Su historia está escrita en el silencio, esperando quizás, ese soñado "despertar" que le devuelva la luz de sus días dorados.

Fuente de la información: La verdadera historia de San Pedro de Choya (Documento anexo: La verdadera historia de San Pedro de Choya.pdf).

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