¿Quién era realmente el gaucho? Más allá del mito romántico que nos contaron, Ricardo E. Rodríguez Molas nos invita a un viaje profundo por la historia social del Río de la Plata, desentrañando cómo la posesión de la tierra, el control económico y la lucha diaria por la supervivencia forjaron la figura del hombre a caballo, desde los tiempos coloniales hasta el apogeo del latifundio.
A veces, las historias
que más nos gustan son las que menos se parecen a la verdad. Olvídense por un
momento de los versos gauchescos que pintan una vida libre y bohemia en el
desierto. La historia social del gaucho, tal como la reconstruye Ricardo E.
Rodríguez Molas en su fundamental obra, es una narrativa mucho más cruda,
tejida con los hilos del poder oligárquico, la miseria impuesta y una
resistencia silenciosa pero constante. Este no es solo un relato de batallas y
fronteras; es la crónica de cómo la élite se aferró a sus privilegios, desde la
seducción inicial del oro y la plata, hasta la consolidación de un sistema
económico y social diseñado para mantener a los de abajo, abajo. El gaucho
emerge aquí no como un personaje de folklore, sino como el protagonista
involuntario de una odisea donde su única arma, al final, fue su increíble
capacidad de adaptación y supervivencia.
El
Comienzo: La Tierra, el Sueño del Oro y la Realidad del Arcaísmo
Cuando los primeros
españoles llegaron a estas tierras, su mente no estaba puesta en sembrar o
construir comunidades, sino en encontrar oro y plata. Como nos muestra
Rodríguez Molas en "Los Comienzos: Los Hombres, la Tierra y el
Arcaísmo", el Imperio giraba en torno a los metales preciosos. La religión
misma se usaba como excusa: si había minas, había hombres interesados en ocupar
el territorio.
Pero en el Río de la
Plata, la realidad era otra. No había tesoros enterrados. La tierra era fértil,
sí, pero el panorama era desolador. Buenos Aires, fundada en 1580, era poco más
que una aldea miserable, hecha de barro y paja. Los viajeros de la época no se
andaban con rodeos: hablaban de un páramo donde el hambre acechaba y el camino
era una condena.
El poder se consolidó
rápidamente en manos de unos pocos, los "señores feudatarios"
latifundistas. Ellos controlaban la tierra, las encomiendas indígenas y, por
ende, la economía. Quien quería ser "vecino" y obtener beneficios,
debía entrar en este círculo cerrado. Era una sociedad donde el prestigio
social, la hidalguía de España, se sustituía por la posesión de tierra.
El
Dominio Económico y el Control Social: La Mano Dura de la Colonia
El poder no se mantenía
solo con decretos; se sostenía con la fuerza. El sistema colonial se articuló
sobre la base de la explotación. La llegada de hombres libres y mestizos no
significó un cambio en la jerarquía, sino una nueva fuente de mano de obra para
el sistema.
Un ejemplo escalofriante
de este control era la práctica de las malocas, esas incursiones organizadas
para capturar indígenas. Los líderes de estas expediciones, a menudo los mismos
vecinos de la ciudad, justificaban la violencia como una forma de
"policía". El obispo de Córdoba, en 1609, no podía ocultar su alarma
ante "las crueldades" cometidas.
Mientras tanto, el
gaucho, que aún no tenía ese nombre, se transformaba. La adopción del caballo,
esencial para la vida en la pampa, generó un cambio en las costumbres que
aterrorizaba a la élite. Los informes oficiales lo describían como salvaje,
indomable, un "elemento peligroso" que rechazaba el "orden"
y la "policía" impuesta. El sistema, en su esencia, temía que el
oprimido se levantara.
La
Miseria, el "Folclorismo" Inducido y la Creación del Mito
La imagen idealizada del
gaucho, esa figura melancólica y libre, es, según el autor, una construcción
interesada. El folclore que hoy celebramos —el mate, el canto, la guitarra—
fue, en sus inicios, la forma en que la élite permitió que el oprimido se
"alienara" de su miseria. Era una forma de control social sublimado.
El gaucho, el
"hombre del común" o de "baja esfera", no era visto como un
héroe, sino como un estorbo. El sistema necesitaba perpetuarse, y para ello, se
utilizaba el lenguaje para degradar: vagos, malentretenidos, ociosos. Estos
términos no aludían a una etnia, sino a aquellos que, al no someterse al
trabajo del amo, amenazaban la estructura de poder.
La
Libertad Prometida y la Realidad de la Leva
Cuando llegó la
Revolución de 1810, con sus "ruidos de rotas cadenas", la esperanza
era grande. Pero, como dice la Gazeta de Buenos Aires en 1810, la revolución se
debió a las necesidades concretas de los hacendados de Buenos Aires, que
buscaban liberarse del monopolio comercial.
La nueva era trajo
consigo la leva obligatoria. De repente, todos los "vagos sin ocupación
conocida" entre 18 y 40 años debían servir al ejército para defender al
nuevo régimen. Los informes de la época son desgarradores: soldados reclutados
con violencia, a menudo sin armas funcionales, mal alimentados y, en muchos
casos, enviados por sus propios patrones, los estancieros, a cambio de que
dejaran de estorbarles en el campo.
El sistema se perfeccionó
con el tiempo. Si antes el castigo era el látigo, ahora era el servicio militar
forzoso, un "castigo que se repite en el mismo lugar que se hizo el
reclutamiento". El gaucho, despojado de su tierra y su libertad, se convertía
en soldado, en un instrumento para defender los intereses de la misma clase que
lo oprimía.
El
Código Rural: La Ley Escrita para Atar al Peón
La llegada de la ley
escrita, el Código Rural de 1865, no supuso un avance hacia la justicia, sino
la consolidación de las prácticas feudales en un marco legal moderno. El peón
debía llevar siempre su "papeleta" firmada por el amo y el juez de paz,
detallando su trabajo, salario y horario. Sin ese papel, era un vago, y el
castigo era inmediato: cárcel o multa, con la posibilidad de ser enviado al
ejército por años.
El poder del estanciero
se hizo absoluto. No solo dictaba las condiciones de trabajo, sino que su
palabra era ley ante el juez de paz, quien a menudo compartía sus mismos
intereses económicos. El Código no buscaba la justicia; buscaba la
"perpetuación del dominio", asegurando que el trabajador rural, el
gaucho, permaneciera atado a la tierra que no le pertenecía.
El
Gaucho Peón: Entre el Alambre y la Miseria Moderna
Tras la Conquista del
Desierto y el auge de la lana y la carne para exportación, el panorama cambia,
pero la esencia del control se mantiene. El alambrado, símbolo del progreso
tecnológico, vino a acelerar el fin de la vida pastoril tradicional. El gaucho
dejó de ser un cazador errante para convertirse en peón de estancia, un
trabajador asalariado.
En 1888, la propiedad de
la tierra estaba concentrada de manera obscena. Mientras los hacendados
construían palacios en Buenos Aires y mandaban a sus hijos a Europa, el peón
vivía en ranchos de barro y paja, sin mesa ni silla, comiendo carne sin sal. El
salario, irrisorio, apenas cubría la vida: en 1895, el peón ganaba 20 pesos al
mes, mientras los productos básicos se habían duplicado en precio.
La dicotomía era total:
la élite, que se creía heredera de una "aristocracia" europea,
despreciaba al gaucho, al que veía como un vestigio bárbaro. El gaucho, por su
parte, se refugiaba en el fatalismo, aceptando una vida de servidumbre porque,
como decía el refrán, "no hay otro remedio".
Epílogo:
El Eco de la Resistencia en la Palabra
La historia del gaucho,
vista a través de los documentos, es la historia de cómo el poder siempre se ha
defendido de la movilización popular. Desde los gritos contra los
"gringos" y "masones" en Tandil, hasta las leyes laborales
que ataban al peón, el patrón siempre encontró una justificación para su
dominio.
El pensamiento de los
dueños de la tierra, como el del poeta Miguel Cañé en 1864, era claro: el
gaucho era un "elemento peligroso desorganizador" que vivía en
"desacuerdo con todas las leyes y reglas de la sociabilidad".
Hoy, al mirar hacia
atrás, vemos que el gaucho fue mucho más que un arquetipo folklórico. Fue el
resultado de un sistema económico que, en su búsqueda incansable de riqueza y
control, forjó una figura humana obligada a vivir al margen, esperando un día
que el sistema, por su propio peso, colapsara. La pampa, ese espacio infinito,
fue el escenario donde la lucha por la dignidad se libró, no con armas, sino
con la simple, terca y a veces trágica persistencia de seguir existiendo.
Fuente
Principal: Rodríguez Molas, Ricardo E. Historia social del
gaucho.

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