¿Sabías que mucho antes de la llegada de los conquistadores, Santiago del Estero era un mosaico de culturas, lenguas y costumbres? Te invitamos a un viaje en el tiempo para descubrir a las personas detrás del nombre “juríes”, y cómo vivían, amaban y resistían en estas tierras.
Imagina caminar por lo que hoy es Santiago del Estero, pero hace más de cinco siglos. No hay ciudades ni iglesias; en su lugar, se escuchan risas, cantos en lenguas que ya no existen, y el rumor del río junto a quienes lo habitaban. Cuando los españoles llegaron, les pusieron un solo nombre —“juríes”— creyendo que todos eran iguales. Pero detrás de esa palabra había historias, rostros y comunidades únicas. Esta es la memoria de aquellos que poblaron estas tierras mucho antes de que se dibujaran los primeros mapas europeos.
Al pisar suelo
santiagueño, los conquistadores se encontraron con un territorio lleno de vida.
Gentes que caminaban con orgullo, que cazaban, tejían, pescaban y celebraban la
lluvia y la cosecha. Sin embargo, con una mirada apurada, los llamaron a todos
“juríes”, un nombre que venía de “xuri” —ñandú en quichua— por los taparrabos
de plumas que algunos usaban. Pero la realidad era mucho más colorida y
diversa.
Entre esos pueblos,
destacaban los Lules-Vilelas. Eran gente alta, delgada, de risa fácil y corazón
nómada. Recorrían el monte cazando pecaríes, pescando en los ríos y
recolectando algarroba para preparar una bebida fermentada llamada chicha. En
sus celebraciones, los hombres se pintaban el cuerpo como el tigre, y las
mujeres teñían sus rostros de rojo y negro. Tras la llegada de los europeos,
muchos fueron agrupados en “reducciones”, como la de Vilelas, fundada en 1728.
Allí, su alegría se mezcló con nuevas costumbres y un destino incierto.
No muy lejos, entre los
ríos Dulce y Salado, vivían los Tonocotés. A diferencia de los Lules, ellos
habían echado raíces. Sembraban maíz, zapallo y porotos, criaban ñandúes y eran
tan buenos tejedores como pescadores. Con el tiempo, su vida se entrelazó con
la de los Diaguitas, un pueblo con una cultura muy desarrollada, que creía en
la Pachamama y honraba al sol, al trueno y a la lluvia.
Más al sur, los Sanavirones
levantaban sus hogares semienterrados, cultivaban maíz y moldeaban la arcilla
con sus manos, creando una cerámica llena de símbolos y memoria. Se defendían
con arcos y flechas, y enterraban a sus seres queridos en urnas, acompañados de
sus objetos más preciados.
También estaban los
Guaycurues, conocidos como “frentones” porque se rapaban la parte delantera del
cabello, y los Abipones, guerreros nómades que, tras domesticar el caballo, se
convirtieron en un símbolo de resistencia frente al avance español.
La historia de los
pueblos originarios de Santiago no es solo un capítulo en un libro de texto. Es
la vida de hombres, mujeres, niñas y niños que amaron esta tierra, que supieron
leer sus ciclos y que, con sus manos, construyeron comunidad. Recordarlos por
sus nombres verdaderos —Lules, Tonocotés, Sanavirones— y no bajo una etiqueta
impuesta, es honrar su existencia. Es reconocer que esta tierra, antes de
llamarse Santiago, ya tenía dueños, memoria y alma.
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Fuentes
citadas:
Artículo base: "Los
Aborígenes Santiagueños" de María Mercedes Tenti de Laitán (1997),
extraído de Santiago Educativo.
Investigaciones de
Salvador Canals Frau (1953).
Mapa de referencia de
María C. Laitán y Canals Frau.
Estudio lingüístico del
padre Antonio Machoni.

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