Hay una región en el norte de Santiago del Estero que guarda algo más que paisajes. Entre los ríos Dulce y Salado, existe un territorio único, cargado de historia, memoria y vida silvestre: la mesopotamia santiagueña. Un nombre que, a simple vista, remite a una zona geográfica. Pero basta escarbar un poco en su tierra para descubrir que es mucho más que eso. Es un lugar donde el tiempo se detuvo para dejarnos ver, aún hoy, las huellas de los primeros pueblos que habitaron la región.
Hace más de 12.000 años, estas tierras ya estaban habitadas
por culturas que supieron adaptarse, resistir y convivir con el entorno. Los
Lules, nómades y andariegos, y los Tonocotés, agricultores que se aferraban a
la fertilidad del suelo, marcaron el comienzo de una historia profunda, que aún
hoy se puede leer en los caminos, en las leyendas y hasta en los nombres de los
pueblos.
Esta zona, comprendida por trece departamentos, desde
Pellegrini hasta Rivadavia, guarda una de las concentraciones más ricas de
biodiversidad y patrimonio cultural de toda la provincia. Es, en pocas
palabras, el corazón originario de Santiago. Los pueblos que caminaron esta
tierra dejaron algo más que rastros arqueológicos: dejaron un vínculo eterno
entre el ser humano y la naturaleza.
No es casual que, de las 377 especies de aves registradas en
la provincia, el 93% habite este corredor biológico. Desde los humedales hasta
los quebrachales, desde las costas de los ríos hasta los montes del interior,
el cielo santiagueño se llena de vida al ritmo de bandadas migratorias, del
canto del chajá, del vuelo del tero o del hornero, arquitecto incansable de
nuestras siestas. Y es imposible no preguntarse: ¿acaso los Tonocotés no
aprendieron a construir mirando al hornero? ¿O los Lules a orientarse siguiendo
las aves?
Lo cierto es que esta Mesopotamia santiagueña no solo fue
cuna de culturas, sino también ejemplo de convivencia entre el hombre y el
paisaje. Hoy, quienes recorren estos parajes —muchos de ellos fuera del radar
turístico tradicional— pueden encontrarse con pinturas rupestres, petroglifos,
sembradíos milenarios y hasta tradiciones que resisten el paso del tiempo,
sostenidas por la sabiduría popular y la memoria colectiva.
En un mundo donde cada vez se valora más lo que se tiene y se
olvida lo que se honra, este rincón de Santiago del Estero se alza como un
faro. Un llamado a mirar hacia atrás, no con nostalgia, sino con respeto. A
escuchar no solo las palabras de los ancestros, sino también el canto de las
aves, ese sonido que nunca se fue.
Porque sí: el canto del chajá sobre el Dulce o el Salado no
es solo paisaje sonoro. Es testimonio. Es identidad. Es una advertencia de que
la tierra habla, pero solo la escucha quien camina con el corazón abierto.
Santiago del Estero guarda un tesoro al sur de sus ríos. Lo
llaman Mesopotamia. Pero bien podría llamarse Memoria Viva.
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