Loreto. Un nombre que suena suave, pero que hoy guarda un eco triste. Ubicada a “unos kilómetros de Santiago, en la República Argentina”, como escribe Orestes Di Lullo en su libro La agonía de los pueblos, esta localidad alguna vez fue un testimonio vibrante de vida. Con los años, sin embargo, se fue apagando, como una fogata que se consume lentamente hasta quedar solo el humo del recuerdo.
Su historia se remonta a tiempos muy lejanos. En 1566, ya
figuraba en el itinerario de Matienzo bajo el antiguo nombre de Zamaquisqui.
Desde entonces, Loreto creció como un lugar sereno, profundamente arraigado en
sus tradiciones. La vida cotidiana tenía un ritmo propio, pausado, lleno de
rituales compartidos. El calendario del pueblo giraba en torno a fiestas que
unían a la comunidad y atraían a los vecinos de parajes cercanos.
Las celebraciones en honor a la Virgen de Loreto, cada abril,
eran el corazón de la vida loretana: coloridas, bulliciosas, casi imposibles de
olvidar. Y el carnaval... ¡el carnaval de Loreto! Era una verdadera explosión
de alegría popular: máscaras, disfraces, bailes de pareja y música que llenaba
las calles como si el alma del pueblo se hiciera visible por unos días. También
se rendía culto a la Virgen de la Merced, con novenas, rezos y actos litúrgicos
que tejían una fe comunitaria profunda, sentida, casi palpable.
La base de la economía local era sencilla, pero sólida. La
agricultura marcaba el pulso de la producción: maíz, trigo y otros cultivos
sostenían a las familias. El río Dulce era más que un curso de agua: era
sustento, era promesa, era vida. Y cuando se construyó un canal de navegación,
las esperanzas crecieron como el mismo maíz que brotaba de la tierra: se soñaba
con un futuro de prosperidad, con campos más fértiles, con una ganadería
pujante.
Pero ese sueño no duró. Como sucede en tantos rincones
olvidados del país, la ilusión se fue diluyendo. Hacia 1898, el panorama ya era
desolador: el río Dulce estaba “arruinado”, las cosechas se volvían pobres y la
tierra, antes generosa, comenzaba a dar la espalda. Sin agua ni producción,
muchos no tuvieron más opción que irse. Buscaron otro destino, aunque dejaran
atrás sus raíces.
Orestes Di Lullo, con la sensibilidad que lo caracteriza, no
oculta su pesar. En sus palabras se siente una tristeza que va más allá de la
nostalgia. Denuncia, sin decirlo de forma explícita, el abandono de las
autoridades. Habla de indiferencia, de olvido. Y lo hace con una imagen que
golpea: “¡Pobre del pueblo, un blanco sudario, un monte funerario! ¡Paz en la
tumba!”.
Loreto queda así dibujado como una foto sepia que se desvanece con los años. Lo que alguna vez fue color, música y comunidad, se ha ido volviendo gris. Como un reloj de arena que ha dejado caer todos sus granos sin que nadie lo voltee. Quedan apenas los ecos de su alegría pasada, atrapados en un silencio que grita su agonía.
Su historia es más que una crónica: es un recordatorio.
Porque cuando el tiempo avanza sin memoria, y los gobiernos dan la espalda,
hasta los pueblos con más vida pueden desvanecerse. Loreto, como tantos otros,
es el testimonio callado de lo que se pierde cuando se olvida.
Spotify: El Pulso Apagado de Loreto: Una Mirada a la Agonía de un Pueblo Santiagueño
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