viernes, 25 de julio de 2025

Mailín: Devoción, historia viva y el lento declive de un pueblo

 Por: Leyendas del Folclore Santiagueño


La historia de Mailín, tal como la recoge Orestes Di Lullo, arranca con una obra entrañable: Noticia Histórica del Señor de los Milagros de Mailín, escrita por Don Balazar Olearchoa y Alcuria. Di Lullo no solo la menciona; la valora profundamente. Y es que, para él, tiene un peso especial por venir de un hijo del lugar, alguien que conoce el alma del pueblo desde adentro.

Di Lullo habla de Mailín con una ternura que se siente. Le brota el amor por su gente, por sus costumbres, por esa fe que no se aprende en los libros, sino que se respira en el aire. Describe al pueblo como una comunidad “sencilla, buena y bonachona”, donde la devoción no es una pose ni una obligación, sino una fiesta del corazón. Hay “fervor y alegría”, dice. Y basta imaginar las celebraciones para entenderlo.

Habla de una verdadera “explosión espiritual”. Y no exagera. Durante las fiestas, se nota en los gestos, en las miradas, en esa manera tan sincera con la que los fieles cargan al Señor y a la Virgen. No es solo tradición; es agradecimiento. Es una manera de decir “aquí estamos”, con fe, con emoción y con la esperanza intacta.

Sobre el nombre “Mailín”, hay cierta incertidumbre. El hermano Emmanuel sugería que podría tener origen indígena, aunque su significado exacto sigue siendo un pequeño misterio. Lo que sí sabemos es que el nombre, con su sonoridad suave, guarda siglos de historia y de sentido.

Ya en 1788, Mailín era parroquia, bajo la advocación de San Roque. Y en 1882 aparece mencionado como un “humilde y pequeño oratorio” consagrado a la Virgen. Di Lullo nos lleva a través de su relato como si fuéramos caminando a su lado. El paisaje que describe tiene algo de postal antigua: algarrobos y chañares que se enredan con el cielo, ruinas silenciosas, tierra rojiza que mancha los pies, y pastizales donde el ganado pasta tranquilo.

Las casas del pueblo, con sus techos bajos y muros gastados por el sol, tienen puertas abiertas que invitan a pasar. En los patios crecen chirimoyas, tunas, y alguna que otra planta que se resiste al olvido. Hay huertos, gallinas, y una vida que sigue su ritmo, entre el calor, los silencios y esa nostalgia que lo impregna todo. Porque sí, el aire en Mailín huele a tiempo detenido.

En el corazón del pueblo está él: el Señor de Mailín. Una imagen pequeña —apenas 35 centímetros—, tallada con devoción en quebracho colorado. Su rostro expresa un dolor sereno. Lo adornan el oro, la plata, y los rezos de generaciones enteras. El templo que lo alberga, aunque marcado por el moho verdoso y los años, todavía guarda restos de su antiguo esplendor: frisos dorados, relieves de bronce, y una atmósfera que estremece.

Cada 3 de mayo, Mailín cobra vida. La fiesta del Señor es mucho más que una celebración religiosa: es reencuentro, es música, es danza, es la emoción de la gente sencilla del campo que llega desde lejos para celebrar con alegría. Los fuegos artificiales iluminan el cielo, pero también el alma colectiva de un pueblo que se niega a desaparecer del todo.

Ahora bien, Di Lullo no esconde el otro lado de la historia. El del dolor. El del deterioro lento. Habla de la “agonía” de Mailín con una pena que atraviesa el papel. Y es que las repetidas inundaciones del río Dulce hicieron estragos. Las aguas no solo arrastraron casas; también obligaron a muchos a marcharse, dejando atrás una tierra que ya no podía sostenerlos. La economía se vino abajo, y con ella, parte del espíritu del pueblo.

Mailín, entonces, se convierte en un símbolo. Un reflejo de tantos pueblos antiguos que, poco a poco, se apagan sin que nadie los escuche. Di Lullo levanta la voz por ellos. Nos llama, nos sacude, nos pide que no miremos para otro lado. Porque si perdemos a estos pueblos, perdemos también una parte de nosotros.

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