Por: Leyendas del Folclore Santiagueño
La historia de Mailín, tal como la recoge Orestes Di Lullo, arranca con una obra entrañable: Noticia Histórica del Señor de los Milagros de Mailín, escrita por Don Balazar Olearchoa y Alcuria. Di Lullo no solo la menciona; la valora profundamente. Y es que, para él, tiene un peso especial por venir de un hijo del lugar, alguien que conoce el alma del pueblo desde adentro.
Di Lullo habla de Mailín con una ternura que se siente. Le
brota el amor por su gente, por sus costumbres, por esa fe que no se aprende en
los libros, sino que se respira en el aire. Describe al pueblo como una
comunidad “sencilla, buena y bonachona”, donde la devoción no es una pose ni
una obligación, sino una fiesta del corazón. Hay “fervor y alegría”, dice. Y
basta imaginar las celebraciones para entenderlo.
Habla de una verdadera “explosión espiritual”. Y no exagera.
Durante las fiestas, se nota en los gestos, en las miradas, en esa manera tan
sincera con la que los fieles cargan al Señor y a la Virgen. No es solo
tradición; es agradecimiento. Es una manera de decir “aquí estamos”, con fe,
con emoción y con la esperanza intacta.
Sobre el nombre “Mailín”, hay cierta incertidumbre. El
hermano Emmanuel sugería que podría tener origen indígena, aunque su
significado exacto sigue siendo un pequeño misterio. Lo que sí sabemos es que
el nombre, con su sonoridad suave, guarda siglos de historia y de sentido.
Ya en 1788, Mailín era parroquia, bajo la advocación de San
Roque. Y en 1882 aparece mencionado como un “humilde y pequeño oratorio”
consagrado a la Virgen. Di Lullo nos lleva a través de su relato como si
fuéramos caminando a su lado. El paisaje que describe tiene algo de postal
antigua: algarrobos y chañares que se enredan con el cielo, ruinas silenciosas,
tierra rojiza que mancha los pies, y pastizales donde el ganado pasta
tranquilo.
Las casas del pueblo, con sus techos bajos y muros gastados
por el sol, tienen puertas abiertas que invitan a pasar. En los patios crecen
chirimoyas, tunas, y alguna que otra planta que se resiste al olvido. Hay
huertos, gallinas, y una vida que sigue su ritmo, entre el calor, los silencios
y esa nostalgia que lo impregna todo. Porque sí, el aire en Mailín huele a
tiempo detenido.
En el corazón del pueblo está él: el Señor de Mailín. Una
imagen pequeña —apenas 35 centímetros—, tallada con devoción en quebracho
colorado. Su rostro expresa un dolor sereno. Lo adornan el oro, la plata, y los
rezos de generaciones enteras. El templo que lo alberga, aunque marcado por el
moho verdoso y los años, todavía guarda restos de su antiguo esplendor: frisos
dorados, relieves de bronce, y una atmósfera que estremece.
Cada 3 de mayo, Mailín cobra vida. La fiesta del Señor es
mucho más que una celebración religiosa: es reencuentro, es música, es danza,
es la emoción de la gente sencilla del campo que llega desde lejos para
celebrar con alegría. Los fuegos artificiales iluminan el cielo, pero también
el alma colectiva de un pueblo que se niega a desaparecer del todo.
Ahora bien, Di Lullo no esconde el otro lado de la historia.
El del dolor. El del deterioro lento. Habla de la “agonía” de Mailín con una
pena que atraviesa el papel. Y es que las repetidas inundaciones del río Dulce
hicieron estragos. Las aguas no solo arrastraron casas; también obligaron a
muchos a marcharse, dejando atrás una tierra que ya no podía sostenerlos. La
economía se vino abajo, y con ella, parte del espíritu del pueblo.
Mailín, entonces, se convierte en un símbolo. Un reflejo de
tantos pueblos antiguos que, poco a poco, se apagan sin que nadie los escuche.
Di Lullo levanta la voz por ellos. Nos llama, nos sacude, nos pide que no
miremos para otro lado. Porque si perdemos a estos pueblos, perdemos también
una parte de nosotros.
Spotify: Mailín: Devoción, historia viva y el lento declive de un pueblo
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