Manogasta, allá en el corazón de Santiago del Estero, es mucho más que un punto en el mapa de la Argentina profunda. Es una herida abierta. Una de esas que el escritor Orestes Di Lullo supo mirar con ojos atentos y alma dolida, cuando habló de la “agonía de los pueblos”. Este relato quiere meterse en la historia y en la piel de Manogasta. Desde su geografía que aún conserva trazos de belleza salvaje, hasta la vida diaria de su gente, sus silencios y su lucha.
Un paisaje que habla
Manogasta es un villorrio antiguo, de esos que ya no se
nombran tanto pero que alguna vez fueron el centro del mundo para quienes lo
habitaban. Se levantaba —y aún lo hace, con dignidad— cerca del río Dulce,
aunque hoy ese río ya no le pasa tan cerca como antes. Como si también él se
hubiera ido alejando.
En su tiempo, fue uno de los pueblos más importantes de
Santiago. Se extendía unas ocho o diez leguas al sur de la capital, en una
región de contrastes: pequeñas parcelas cultivadas que sobreviven entre campos
desiertos, quebradas solitarias, monte cerrado y ese cerro del oeste, con sus
laderas rojas y su cima como plata gastada por los años.
A pesar del abandono, hay en esa tierra una belleza tozuda. Una vegetación que no se rinde y una fauna que aún canta su libertad. Es un lugar donde la naturaleza no se ha olvidado del todo de respirar.
Ecos de un pasado noble
La primera vez que se nombró a Manogasta en los papeles fue
allá por 1566, en el itinerario de Matizenzo. Y más adelante, se convirtió en
parte del sistema de encomiendas. En 1589, el fiscal de Charcas —Ruano de
Téllez— no escatimó elogios para esta tierra en una carta dirigida al mismísimo
rey.
Pero la historia también guarda sus sombras. Con el tiempo,
la población indígena fue desapareciendo, poco a poco, como se borra un dibujo
con la yema del dedo. En 1789 quedaban apenas diez indios en el lugar. Diez.
Los documentos de gobernadores como Joseph de Aguirre o Juan
Felipe Ibarra dan cuenta de este declive. Manogasta tuvo sus pleitos, sus
disputas por el territorio, sus intentos de desarrollo que no llegaron a
puerto. Hubo incluso un proyecto de canal navegable, con un costo sideral para
la época: más de 21 millones de pesos oro. Pero nunca se concretó.
Y mientras tanto, el pueblo fue quedando a un lado. Como
olvidado por quienes podían hacer algo. La verdad es que los gobiernos miraron
para otro lado, y el deterioro siguió su curso.
La vida que persiste
La vida cotidiana en Manogasta no era —ni es— fácil. Las
familias vivían en ranchos de adobe, en chozas humildes de barro y paja. La
economía giraba en torno a la agricultura y la ganadería. La siembra de
cereales, el pastoreo… eso era lo que sostenía a la comunidad.
Pero entre tanto esfuerzo, también hay destellos de humanidad
que conmueven. Se habla de la mujer manogasteña como alguien afable,
trabajadora, con esa ternura rústica que nace del monte. Se desea, incluso, que
el fruto de su labor haya traído algo de felicidad. Una esperanza chiquita,
pero sincera.
La tierra en torno a Manogasta se volvió seca, vacía,
desierta. La miseria se instaló como un huésped al que nadie invitó, pero que
ya no se va. Y sin embargo, hay algo que se resiste: las costumbres. Las
festividades. Esa llama débil, pero viva, de la vida comunitaria.
Fiestas que desafían el
olvido
La religiosidad es profunda. Y se nota. Capillas como la de
Santa Bárbara o la de la Inmaculada son referentes para el alma del pueblo. Las
fiestas de la Candelaria, cada 2 de febrero, o el carnaval, son más que
celebraciones: son actos de resistencia frente al olvido.
La música suena, las parejas giran, cantan, bailan. Hay
alegría, sí. Pero también una tristeza que se cuela entre los acordes. La danza
del pial, los coros que se funden con el cielo abierto y el monte… todo eso no
es solo folklore. Es la voz del pueblo hablando en su propio idioma.
Y están las mujeres sabias, las viejitas que con su palabra
protegen, enseñan, resisten. Es en ellas donde todavía se guarda el calor de la
comunidad.
Un pueblo que se apaga,
pero no se rinde
Hoy, Manogasta parece más un recuerdo que un pueblo. Un eco.
Un cementerio silencioso que aún guarda el murmullo de lo que fue. Pero ese
silencio no es vacío: está cargado de sentido, de historia, de nombres, de
luchas.
Es como un árbol viejo que, a pesar de las raíces carcomidas
por la sequía y la indiferencia, todavía intenta florecer. Aunque sea con pocas
hojas. Aunque el suelo ya no le dé lo mismo de antes. Manogasta, con su
historia, su paisaje y su gente, es una pregunta abierta. Una súplica.
Y tal vez también, una advertencia: que lo que se abandona,
no siempre muere en paz.

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