Matará —o Matará de San Miguel, como se la conocía en tiempos más antiguos— no es apenas un lugar más en los confines de Santiago del Estero. Es, más bien, una herida abierta, un vestigio que resiste en el mapa como puede, rodeado de silencio, ruinas y memorias que se niegan a morir. En su quietud polvorienta, este pueblo encarna como pocos la agonía lenta de esas comunidades que, de a poco, se apagan sin testigos, sin despedidas.
Una tierra atravesada
por el río y la historia
Ubicada a orillas del Río Salado, cuyas aguas turbias
arrastran siglos de historias y desencuentros, Matará está rodeada por un
paisaje de árboles robustos y casi sagrados: algarrobos inmensos que parecen
guardianes, molles endurecidos por el viento, palos borrachos que se aferran a
la tierra como si supieran que están defendiendo un pasado. Pero ese entorno
que alguna vez fue fértil, vivo y promisorio, ha cambiado. El deterioro
ambiental ha sido brutal.
Los ríos alteraron su curso natural. Los bosques fueron
arrasados por una tala que no entendió de límites ni consecuencias. Y las
grandes obras hidráulicas, pensadas como motores de progreso, terminaron por
secar la esperanza. El ejemplo más crudo: el famoso canal navegable, una
promesa que costó millones y dejó poco más que polvo.
Matará, una historia
casi sepultada
Los primeros documentos que dan cuenta de su existencia datan
de 1727, cuando ya contaba con 105 habitantes. A lo largo del siglo XVIII y
buena parte del XIX, Matará tuvo un rol destacado en la vida política,
religiosa, ganadera y agrícola de la región. Fue sede de curato junto a
Manogasta y Soconcho, y vio crecer entre sus calles a personajes notables como
Don Francisco de Ibarra y María Antonia Paz de Ibarra.
Pero la historia de Matará es también la de una decadencia
sistemática. En 1777, el número de habitantes cayó a solo 10. Para 1810,
quedaban apenas 9. Ese vaciamiento no fue casual: llegó de la mano de
decisiones estructurales que cambiaron el destino del pueblo para siempre.
Las rutas que se
llevaron el alma
Uno de los golpes más duros fue el trazado de nuevas líneas
ferroviarias que, lejos de incluir a Matará, la dejaron al margen de toda ruta
comercial. Sin transporte, sin mercado, sin oportunidades, el éxodo fue
inevitable. Y lo más doloroso: no hubo esfuerzos reales por detenerlo. Las
autoridades, en lugar de resistir el abandono, parecieron fomentar la huida.
El canal navegable —una obra que prometía modernizar la
provincia— fue tal vez el símbolo más rotundo de esa traición al desarrollo
local. En 1889, luego de ocho años de estudios por parte de la empresa Duilloy
y Cía., se aprobó un plan que implicaba tomar el 5% de las aguas de los ríos
Dulce y Salado y llevarlas hasta el Paraná. El costo fue descomunal: 21.621.901
pesos oro. Las promesas incluían bajar los costos de transporte, modificar el
clima y crear nuevos asentamientos. Nada de eso ocurrió. Al contrario: el canal
fue un fracaso rotundo que solo sumó más sequía y aislamiento.
Entre guerras,
cuarteles y fronteras
Matará también cargó con el peso de ser frontera. Desde 1746
fue punto estratégico entre Santiago del Estero y Santa Fe, lo que la convirtió
en escenario de batallas, cuarteles y levas militares. En 1856, la expedición
de Antonino Taboada instaló aquí un destacamento como parte de su “Excursión al
Salado”.
Durante las guerras civiles, el pueblo fue saqueado,
abandonado y sangrado. Soldados fueron reclutados a la fuerza; muchos partieron
sin regreso. Se mencionan fortines con muros gibosos, deformes, que hoy apenas
son sombras. Incluso se relata un hecho ocurrido en 1889, cuando se oyó el
último grito de un soldado en Matará antes de morir. La Guerra del Paraguay
también dejó su huella: hombres de Matará partieron y muchos nunca volvieron.
Entre el polvo y el
silencio
Hoy, caminar por Matará es como cruzar el umbral de un lugar
suspendido en el tiempo. Las casas, antes llenas de voces, están caídas o
desaparecieron. Lo que queda son montículos de tierra, muros vencidos por el
viento y el olvido. La plaza está vacía. Las calles, mudas. Solo el canto de
una torcaza o el silbido de una lechuza rompen el silencio denso.
Es una helada que no viene del clima, sino del abandono. Una
especie de condena social. Como si la historia de este pueblo pudiera
simplemente taparse con tierra.
Fiestas que el tiempo
se llevó
Sin embargo, Matará tuvo días de fiesta. Su iglesia —antigua,
modesta, pero viva— fue centro de la comunidad. Allí se celebraban ferias,
misas, encuentros que marcaban el pulso del año. Hoy, esas tradiciones casi no
existen. Apenas sobreviven en la memoria de algunos ancianos que aún recuerdan
cuando el pueblo latía.
Lo que más duele no es la pérdida física, sino el olvido de
las costumbres, de las palabras, de la vida que se tejía en torno a ellas.
Un símbolo de tantos
Matará no está sola. Es apenas uno más de esos pueblos del
interior santiagueño que fueron empujados al olvido. Que por decisiones tomadas
lejos y sin consulta, terminaron vaciados. En todos, la historia se repite: un
pasado cargado de sentido, un presente en ruinas.
Y, sin embargo, Matará sigue ahí. Quieto, testigo. Como si
esperara que alguien lo mire, que alguien lo escuche. Que alguien, por fin, lo
recuerde.
Basado en:
Di Lullo, Orestes. La agonía de los pueblos. Buenos Aires:
Ediciones Culturales Argentinas, Ministerio de Educación y Justicia de la
Nación, 1964.

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