lunes, 28 de julio de 2025

Salavina: la historia de un pueblo que el río dejó en silencio

Por Leyendas del Folclore Santiagueño

 


Donde el monte albergó un villorrio con alma

En el corazón del sur santiagueño, a orillas del río Dulce, existió una vez un pueblo vibrante. Su nombre era Salavina, y lo que hoy se percibe como un rincón desolado fue durante siglos un centro dinámico de intercambio, cultura y vida comunitaria. Orestes Di Lullo, uno de los grandes estudiosos de la región, lo retrató con delicadeza y rigor en su libro La agonía de los pueblos, donde Salavina se levanta como un símbolo: el de los pueblos que supieron ser y que hoy languidecen en el olvido.

Orígenes indígenas y un lugar de paso vital

Mucho antes de las divisiones administrativas modernas, Salavina fue un antiguo villorrio indígena. Su ubicación, a orillas del río Dulce, la convirtió en un punto estratégico: por allí pasaba la calzada que unía Soconcho con Atamisqui, rutas esenciales para el comercio y la comunicación en tiempos coloniales. Estas tierras, con vestigios prehispánicos, se transformaron en un cruce de caminos donde circulaban bienes, personas, ideas y memorias.

Entre la fe, el adobe y la defensa del territorio

Durante el siglo XVIII, Salavina fue parte del Obispado de Santiago del Estero, junto a otras localidades como Sumampa y Silípica. El peso religioso del lugar se consolidó en 1794, cuando se solicitó la creación de un curato propio, debido a su creciente población.

Ya en el siglo XIX, el pueblo poseía una estructura urbana definida: calles rectas, manzanas delimitadas, casas de adobe y madera, con corredores frescos y techos planos. La plaza principal, presidida por un gran árbol, era el corazón del pueblo. Allí se erguía una iglesia imponente, bien conservada, con un campanario de madera y tres altares, rodeada por cuatro capillas menores. El cementerio, sombreado por antiguos olivos, hablaba de una comunidad que sabía arraigar.

A la par del crecimiento religioso y urbano, Salavina también tuvo un rol militar. Existió allí un fortín con una comandancia, primero dirigida por el Capitán D. Pedro Ferreyra y luego por Don Marcos. Fue un bastión importante para la defensa territorial en tiempos de inestabilidad.

Una voz en la historia nacional

Salavina no quedó al margen de los grandes eventos. En 1812, bajo el mando del comandante Manuel de Lomas, participó en acciones militares relevantes. Y en 1814, aportó hombres a la causa independentista. El cura local, Francisco Ibarra, fue una figura activa en la lucha, dando cuenta de una comunidad que no solo existía, sino que también participaba y se comprometía con su tiempo.

Para 1850, el pueblo alcanzaba una población de 10.000 habitantes. Aquel dato ilustra con claridad su vitalidad. Era uno de los 24 departamentos en los que se dividía Santiago del Estero, con su propio comandante y subdelegado. No era un paraje aislado, sino una verdadera cabecera regional.

Tradición, telar y fiesta: la cultura como raíz

Salavina fue también cuna de un folclore vivo y profundo. Famosas eran sus teleras e hilanderas, tejedoras de algodón, lana y lino, que heredaban sus saberes en patios sombreados. Las fiestas religiosas, las cosechas y los carnavales eran celebraciones que reunían a toda la comunidad. Una de las más queridas era el topamiento, una ceremonia de carnaval donde los jóvenes jugaban con agua y harina, entre risas, cantos y cortejos.

Durante Semana Santa, al amanecer, se cantaban los “alabaos” en la Misa de Alba, una tradición profundamente arraigada. El lenguaje del pueblo llevaba marcas del léxico chaqueño, y en sus expresiones se notaba una sabiduría popular que el tiempo no ha borrado del todo.

El pueblo, como lo describe Di Lullo, era alegre, trabajador, hospitalario. Una comunidad orgullosa de su identidad, de sus prácticas, de su lugar en el mundo.

Cuando el agua se va, el pueblo también se apaga

Pero esa vida intensa comenzó a apagarse. El cambio del curso del río Dulce —su principal fuente de agua— marcó el inicio de la decadencia. La desaparición de “El ojo de agua”, una vertiente subterránea que abastecía al pueblo, fue otro golpe letal. Sin agua, no hubo más cosechas, ni animales, ni tejidos, ni rituales.

La emigración fue inevitable. La falta de oportunidades, la indiferencia del Estado y el deterioro ambiental empujaron a sus habitantes a buscar nuevos horizontes. Las casas quedaron vacías, muchas se derrumbaron. La iglesia se mantuvo en pie, pero vacía. El cementerio se volvió más silencioso. La Salavina viva se convirtió en ruina.

La agonía no solo es de ladrillos

Orestes Di Lullo advierte que la agonía de los pueblos no se limita a las paredes caídas o a las plazas desiertas. Es también la pérdida de la identidad, del espíritu colectivo, de esa fuerza vital que da sentido a una comunidad. En sus páginas, el autor transmite una profunda nostalgia, pero también una denuncia: el olvido no es natural, es una forma de violencia lenta.

Salavina resiste en el recuerdo

Hoy, Salavina es un testimonio. De lo que fue, pero también de lo que aún puede decirnos. Su historia nos habla de cultura viva, de lucha, de belleza cotidiana. Nos recuerda que los pueblos no mueren del todo mientras alguien los recuerde. Que el río se haya ido no significa que la memoria también deba irse.

Quizás el desafío esté en volver a mirar esos lugares con otros ojos. No como ruinas, sino como raíces.

Fuente: Orestes Di Lullo. La agonía de los pueblos – Viejos pueblos, Santiago del Estero

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