Por Leyendas del Folclore Santiagueño
Donde el monte albergó
un villorrio con alma
En el corazón del sur santiagueño, a orillas del río Dulce,
existió una vez un pueblo vibrante. Su nombre era Salavina, y lo que hoy se
percibe como un rincón desolado fue durante siglos un centro dinámico de
intercambio, cultura y vida comunitaria. Orestes Di Lullo, uno de los grandes
estudiosos de la región, lo retrató con delicadeza y rigor en su libro La
agonía de los pueblos, donde Salavina se levanta como un símbolo: el de los
pueblos que supieron ser y que hoy languidecen en el olvido.
Orígenes indígenas y un
lugar de paso vital
Mucho antes de las divisiones administrativas modernas,
Salavina fue un antiguo villorrio indígena. Su ubicación, a orillas del río
Dulce, la convirtió en un punto estratégico: por allí pasaba la calzada que
unía Soconcho con Atamisqui, rutas esenciales para el comercio y la
comunicación en tiempos coloniales. Estas tierras, con vestigios prehispánicos,
se transformaron en un cruce de caminos donde circulaban bienes, personas,
ideas y memorias.
Entre la fe, el adobe y
la defensa del territorio
Durante el siglo XVIII, Salavina fue parte del Obispado de
Santiago del Estero, junto a otras localidades como Sumampa y Silípica. El peso
religioso del lugar se consolidó en 1794, cuando se solicitó la creación de un
curato propio, debido a su creciente población.
Ya en el siglo XIX, el pueblo poseía una estructura urbana
definida: calles rectas, manzanas delimitadas, casas de adobe y madera, con
corredores frescos y techos planos. La plaza principal, presidida por un gran
árbol, era el corazón del pueblo. Allí se erguía una iglesia imponente, bien
conservada, con un campanario de madera y tres altares, rodeada por cuatro
capillas menores. El cementerio, sombreado por antiguos olivos, hablaba de una
comunidad que sabía arraigar.
A la par del crecimiento religioso y urbano, Salavina también
tuvo un rol militar. Existió allí un fortín con una comandancia, primero
dirigida por el Capitán D. Pedro Ferreyra y luego por Don Marcos. Fue un
bastión importante para la defensa territorial en tiempos de inestabilidad.
Una voz en la historia
nacional
Salavina no quedó al margen de los grandes eventos. En 1812,
bajo el mando del comandante Manuel de Lomas, participó en acciones militares
relevantes. Y en 1814, aportó hombres a la causa independentista. El cura
local, Francisco Ibarra, fue una figura activa en la lucha, dando cuenta de una
comunidad que no solo existía, sino que también participaba y se comprometía
con su tiempo.
Para 1850, el pueblo alcanzaba una población de 10.000
habitantes. Aquel dato ilustra con claridad su vitalidad. Era uno de los 24
departamentos en los que se dividía Santiago del Estero, con su propio
comandante y subdelegado. No era un paraje aislado, sino una verdadera cabecera
regional.
Tradición, telar y
fiesta: la cultura como raíz
Salavina fue también cuna de un folclore vivo y profundo.
Famosas eran sus teleras e hilanderas, tejedoras de algodón, lana y lino, que
heredaban sus saberes en patios sombreados. Las fiestas religiosas, las
cosechas y los carnavales eran celebraciones que reunían a toda la comunidad.
Una de las más queridas era el topamiento, una ceremonia de carnaval donde los
jóvenes jugaban con agua y harina, entre risas, cantos y cortejos.
Durante Semana Santa, al amanecer, se cantaban los “alabaos”
en la Misa de Alba, una tradición profundamente arraigada. El lenguaje del
pueblo llevaba marcas del léxico chaqueño, y en sus expresiones se notaba una
sabiduría popular que el tiempo no ha borrado del todo.
El pueblo, como lo describe Di Lullo, era alegre, trabajador,
hospitalario. Una comunidad orgullosa de su identidad, de sus prácticas, de su
lugar en el mundo.
Cuando el agua se va,
el pueblo también se apaga
Pero esa vida intensa comenzó a apagarse. El cambio del curso
del río Dulce —su principal fuente de agua— marcó el inicio de la decadencia.
La desaparición de “El ojo de agua”, una vertiente subterránea que abastecía al
pueblo, fue otro golpe letal. Sin agua, no hubo más cosechas, ni animales, ni
tejidos, ni rituales.
La emigración fue inevitable. La falta de oportunidades, la
indiferencia del Estado y el deterioro ambiental empujaron a sus habitantes a
buscar nuevos horizontes. Las casas quedaron vacías, muchas se derrumbaron. La
iglesia se mantuvo en pie, pero vacía. El cementerio se volvió más silencioso.
La Salavina viva se convirtió en ruina.
La agonía no solo es de
ladrillos
Orestes Di Lullo advierte que la agonía de los pueblos no se
limita a las paredes caídas o a las plazas desiertas. Es también la pérdida de
la identidad, del espíritu colectivo, de esa fuerza vital que da sentido a una
comunidad. En sus páginas, el autor transmite una profunda nostalgia, pero
también una denuncia: el olvido no es natural, es una forma de violencia lenta.
Salavina resiste en el
recuerdo
Hoy, Salavina es un testimonio. De lo que fue, pero también
de lo que aún puede decirnos. Su historia nos habla de cultura viva, de lucha,
de belleza cotidiana. Nos recuerda que los pueblos no mueren del todo mientras
alguien los recuerde. Que el río se haya ido no significa que la memoria
también deba irse.
Quizás el desafío esté en volver a mirar esos lugares con
otros ojos. No como ruinas, sino como raíces.
Fuente: Orestes Di Lullo. La agonía de los pueblos – Viejos pueblos, Santiago del Estero
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