Los restos de un antiguo canal de riego asoman al sol santiagueño, conectando el presente con una historia del agua, el trabajo y la esperanza. Lo que fue un proyecto de principios del siglo XX ahora emerge como patrimonio de la ciudad, entre viviendas modernas y la orilla del río Dulce.
En Santiago del Estero el agua siempre tiene historia. Al pie
del río Dulce, una excavadora levanta tierra y escombros: ha aparecido un viejo
muro de ladrillos y compuertas de hierro. Es la bocatoma centenaria de un canal
olvidado, la puerta por donde, hace más de cien años, bajaba el agua de las
montañas para regar la ciudad. Hoy vuelve a emerger, susurrando el pasado.
Ríos antiguos y
acequias coloniales
La historia del riego santiagueño se remonta a 1689, cuando
la villa contaba ya con un padrón de regantes: agricultores que aprovechaban
los bañados del río Dulce para sus chacras. Durante la época colonial, la
ciudad se abasteció de agua a través de la antigua acequia Municipal –luego
llamada Real y finalmente Belgrano– que llegaba hasta el corazón urbano.
Aquellas obras primarias sellaron la promesa de nuevos horizontes, dando forma
al incipiente proyecto de regadío en la región.
El canal San Martín:
labor visionaria del siglo XX
Ya entrado el siglo XX, los santiagueños habían crecido tanto
que hacía falta más agua y más tierras fértiles. En 1913, el gobernador Antenor
Álvarez dio luz verde a la obra mayor: por Ley Nacional Nº460 se dispuso cavar
un canal desde el río Dulce (toma en el paraje Tarapaya) hasta Villa San
Martín, más de 60 kilómetros destinados a irrigar extensos campos. Con enorme
visión de futuro, ingenieros y obreros llevaron a cabo la construcción del
canal matriz. La obra se inició a fines de 1913 y, tras intensa labor, quedó
librada al servicio el 23 de marzo de 1916.
Con el correr de las décadas llegaron el dique derivador Los Quiroga (1940) y el sifón bajo el río Dulce (década del 50). Estas obras cambiaron radicalmente cómo el agua llegaba a los canales San Martín y Municipal. La vieja bocatoma, que durante años había canalizado el caudal, quedó sin uso y empezó a deteriorarse con el tiempo. Así, la puerta original del agua hacia el riego urbano fue devorada por el olvido.
Entre la maquinaria
moderna y la historia
Hoy, mientras se levanta un barrio moderno de unas
novecientas viviendas y se extiende una nueva costanera norte a la vera del
río, la antigua bocatoma vuelve a la luz. Los trabajos de limpieza en la zona,
entre la toma del agua y la salida del viejo sifón, dejaron al descubierto la
estructura de mampostería: dos compuertas de ladrillo y hierro flanqueadas por
almenas de contención. Según el ingeniero santiagueño Carlos Michaud, esta
bocatoma recibía el agua por un canal proveniente de El Deancito, a 5 km aguas
arriba. En estiaje, el agua llegaba por allí; en época de crecidas, el río
pasaba por la entrada de la bocatoma, socavando sus bordes.
Imponente en su sencillez, la bocatoma fue revelando
historias. Sus ladrillos cuentan de un pasado en el que el agua –ese bien
vital– se transportaba desde los ríos hasta las acequias con manos
santiagueñas. Hoy esta reliquia constructiva susurra la memoria colectiva,
mientras la ciudad moderna crece a su alrededor. Se reconoce ahora que aquel
caudal no solo regaba campos, sino también la identidad de un pueblo anclado en
su tradición hídrica.
Hacia una memoria viva
La ciudad parece detenerse a escuchar. Habitantes y expertos
impulsan ya la idea de incorporar este hallazgo al patrimonio cultural
santiagueño. Sería un gesto de justicia histórica, preservando un pedazo de
ciudad que habla del ingenio de los pioneros y de la importancia del agua en
este valle árido. En un tiempo en que el progreso olvida sus raíces, la vieja
bocatoma emerge como faro patrimonial: nos recuerda que el futuro se construye
honrando el pasado.
En la orilla del Dulce, la obra centenaria resurge entre la
maleza urbana. Tal vez el murmullo del agua antigua inspire a la ciudad a mirar
atrás y aprender. Cada ladrillo recobrará entonces sentido no solo como
vestigio, sino como símbolo viviente de una historia compartida. Así, bajo el
sol santiagueño, las aguas de la memoria continúan fluyendo: conmemorar la
bocatoma es asegurarse de que nunca se sequen por completo.

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