martes, 12 de agosto de 2025

El bulón de oro del Puente Carretero: entre la leyenda y el acero.

En 1927, cuando el acero todavía olía a fragua y el Río Dulce era un animal indomable, un capataz llamado Salvador Catálfamo cometió un acto que la ingeniería jamás habría aprobado: escondió un bulón de oro en la entraña del puente. Desde entonces, el metal y el mito viajan juntos, como dos amantes que saben guardar silencio.




El puente que nació mirando al horizonte

En los días de Hipólito Yrigoyen y Manuel Cáceres, Santiago del Estero decidió desafiar al río.

Los alemanes del Ruhr llegaron con planos que parecían mapas de otro mundo, con cascos que reflejaban un sol de provincia y la obstinación fría de quienes están acostumbrados a domar hierro.

El Río Dulce, en cambio, tenía la terquedad líquida de los animales salvajes: a veces manso como un perro viejo, a veces furioso como un potro sin bozal.

Un rumor flotaba por entonces: el puente era, quizá, una disculpa tardía por los barcos hundidos durante la Gran Guerra. El arquitecto José Costas lo niega, pero en Santiago la verdad es como el agua de verano: siempre encuentra su propia grieta para colarse.

Catálfamo y el instante en que la historia se torció

El último día de obra, cuando ya solo quedaban ajustes y remaches, Catálfamo hizo un gesto que habría hecho sonreír a un novelista: sacó de su bolsillo un bulón idéntico a todos… salvo por un detalle imposible de ignorar: era de oro macizo.

Ordenó colocarlo en un punto invisible, lejos de ojos y manos ansiosas. Juraron silencio. Atornillaron el secreto. Y el puente, sin saberlo, se volvió un cofre.

Gabriel Ferraris, de la Secretaría de Turismo, lo resume como si hablara de un conjuro: “Clavó algo más duradero que el acero: una historia que ni el óxido ha podido corroer”.

Las búsquedas y los fracasos

El ingeniero Juan José Gisbert intentó perseguir la pista. Revisó archivos que olían a polvo y desengaño:

* Ningún registro oficial lo menciona.

* Los inventarios alemanes están mudos.

* Ningún obrero rompió el juramento… o ninguno que dejara la traición escrita.

Pero en Santiago, la falta de pruebas no apaga un mito: lo enciende.

Ferraris añade un detalle que parece arrancado de una novela policial: algunas vigas muestran raspaduras, como si manos impacientes hubieran intentado desatornillar el misterio.

El verdadero tesoro

Más que oro, el bulón es un pacto.

Es rebeldía contra la aridez técnica.

Es un secreto compartido por quienes saben mirar el puente con ojos de niño.

Es la certeza de que, a veces, lo valioso no se encuentra… se imagina.

Porque —como susurra el microfolklore— “hay historias tan bien atornilladas que ni la verdad puede aflojarlas”.

Epílogo: cruzar el río como quien atraviesa un cuento

La próxima vez que pases por el Puente Carretero, no lo cruces de golpe.

Detente.

Deja que el sol te golpee los párpados y escucha cómo el viento se enreda en las vigas.

En algún punto, entre el rugido de los autos y el murmullo del Dulce, quizá un destello invisible siga esperando.

Tal vez no sea el reflejo de un metal precioso.

Tal vez sea el brillo obstinado de una historia que se niega a morir.

Pistas para los imprudentes:

1. Las bases de las torres principales —donde el peso aprieta como un secreto.

2. Los remaches junto al escudo provincial —un guiño al orgullo local.

3. Donde nadie busca —porque todo tesoro se oculta en la sombra de lo obvio.

Fuente: Investigación basada en testimonios de Gabriel Ferraris (Secretaría de Turismo de Santiago del Estero), arquitecto José Costas y el ingeniero Juan José Gisbert. Relato original publicado en microfolklore.

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