Un viaje al corazón de la selva norteña para desenterrar la historia de los obrajes: una saga de riqueza efímera, explotación desmedida y un desierto que avanza. Esta es la crónica de cómo Argentina sacrificó sus bosques y a sus hombres en el altar de un progreso que nunca llegó para todos.
Hay silencios que gritan. Silencios que pesan más que mil discursos, grabados a fuego en la tierra yerma donde antes se erigía un universo de vida. Son los silencios del Gran Chaco argentino, del norte profundo, de esas tierras que alguna vez fueron el hogar de bosques impenetrables y que hoy son un páramo de cicatrices y recuerdos. Para entender ese silencio, para escuchar la historia que susurra el viento entre los matorrales secos, es necesario pronunciar una palabra, una que resuena con la fuerza de una tragedia olvidada: obraje.
El obraje. No es solo un lugar, ni una industria. Es un
sistema, un drama, el epicentro de una historia de codicia y desolación que
marcó a fuego el destino de provincias enteras. Es la historia de un país que,
en su febril carrera hacia la modernidad, devoró su propio corazón verde,
dejando a su paso un rastro de árboles caídos y vidas rotas. Este es un
recorrido por ese capítulo oscuro, un intento de ponerle voz al murmullo de los
hacheros anónimos y al crujido final de los gigantes de madera que cayeron en
nombre de un progreso que los excluyó. Es un homenaje y, a la vez, una
denuncia.
El Bosque, un Dios
Caído
Antes del hacha, antes del obraje, estaba el bosque. No como
un simple conjunto de árboles, sino como una entidad monumental, una creación
divina en su perfección y grandeza. El escritor Orestes Di Lullo lo describió
con una melancolía precisa: "El bosque, por lo perfecto y grandioso, no es
obra del hombre y, sin embargo, él lo destruye". En esta simple frase se
condensa la paradoja fundamental que da origen a nuestra historia. La
naturaleza, en su infinita sabiduría, invierte cientos, a veces miles de años
en tejer pacientemente ese tapiz de vida. Es una sinfonía de elementos en
perfecta armonía: el calor del sol, la maternidad de un suelo fértil que
atesora sus gérmenes, el ciclo eterno de semillas que germinan, tallos que se
endurecen y troncos que maduran hasta tocar el cielo.
El bosque, en su estado original, es la encarnación de la
perpetuidad. Es la vida que se renueva a sí misma, una fisonomía constante a
través de los tiempos, un "oro verde de los pueblos", como lo llamó
el propio Di Lullo. La suntuosidad de sus copas majestuosas, dialogando con el
firmamento, conformaba un escenario casi sagrado. Pero esta catedral natural,
este santuario de biodiversidad, no fue visto con ojos de asombro o respeto,
sino con la mirada calculadora de la avaricia. La impaciencia del hombre, su
afán de riqueza inmediata, lo cegó ante la obra maestra que tenía delante.
Di Lullo nos advierte que es un error considerar el bosque
como un simple lugar de leyendas y encantamientos. Su verdadero valor es
económico y social, una riqueza que, bien administrada, podría ser eterna. Pero
el hombre, en su prisa, ignoró las condiciones necesarias para la vida del
árbol, esa "simiente enternecida de calor que lanza la raíz y el
brote". Y con una inclemencia brutal, se lanzó a arrancarlo de la tierra,
solo para después, irónicamente, empeñarse en repoblar los desiertos que él
mismo había creado, movido por una "nueva avidez".
El bosque, majestuoso e impenetrable, se convirtió en el
objeto del deseo. Su grandeza era su condena. Sin bosque, no habría obraje. No
habría ruidos de hachas turbando la quietud de la selva, ni el eco de la
destrucción resonando entre los troncos. El bosque fue la razón de ser, el
combustible y, finalmente, la principal víctima de esta historia.
El Obraje: La Máquina
de Devorar Hombres y Selvas
Si el bosque es el escenario sagrado, el obraje es el
mecanismo profano de su destrucción. ¿Pero qué es exactamente un obraje? La
pregunta, que hoy nos parece lejana, era el centro de la vida económica y
social del norte argentino durante décadas. En su sentido económico
contemporáneo, como explica Luis C. Alen Lascano en su obra homónima, un obraje
es "una institución destinada a la explotación forestal, y en algunos
casos, también a la transformación de la madera". Se instala donde hay
materia prima, en las regiones boscosas, con una inversión mínima: la compra o
arriendo de la tierra, la instalación de una proveeduría para el personal y
algunas herramientas rudimentarias. El verdadero capital, el motor de todo, es
el esfuerzo humano: el trabajo del hachero.
Sin embargo, llamar a esto "industria forestal",
como pomposamente se hizo, es un equívoco trágico. El prestigioso economista
Adolfo Dorfman define la industria como una actividad que "transforma
materias, que modifica sus propiedades" para hacerlas aptas para el
consumo. El obraje no hace tal cosa. No hay una verdadera transformación. Su función
es puramente extractiva: arrancar la materia prima del medio natural y, con
ligeras variantes de forma (postes, durmientes, varillas, leña, carbón),
enviarla a los centros de consumo. Es, en esencia, un primitivismo industrial.
El escritor Bernardo Canal-Feijóo lo caracterizó con una
precisión demoledora. Para él, el obraje es un "suburbio periódico y
momentáneo de focos industriales". Hablar de "industria
forestal", según Canal-Feijóo, es un "exceso ecolálico". En realidad,
se trata de una "pseudo-industria" que carece de permanencia. Su
lógica es nómada y destructiva: "se establece, cumple su objeto local, se
levanta y desaparece sin dejar rastro en sentido positivo, abriendo una
profunda huella en sentido negativo".
La descripción de Canal-Feijóo es un epitafio perfecto para
el ecosistema aniquilado: "deja desierto, botánico y zoológico; deja
desolación; provoca desequilibrio atmosférico, irregularidad climática, sequía,
erosión, muerte". El obraje no crea riqueza en el lugar; la extrae y la
traslada, dejando atrás la miseria. Es un establecimiento móvil que aparece
donde hay un bosque virgen para talar y, una vez que el hacha ha hecho su
trabajo y el bosque ha desaparecido, el obraje también se va, "en busca de
nuevos predios".
Esta lógica depredadora es consecuencia directa del modelo de
desarrollo de Argentina, un país que funcionó como apéndice proveedor de
materias primas para las naciones industrializadas. El obraje era una pieza más
en ese engranaje de economía dependiente, un sistema de explotación que
transformó provincias ricas en recursos en "provincias pobres",
asoladas por una "nueva oligarquía de caballeros de industria sin
industrialización".
El funcionamiento interno era tan perverso como su impacto
externo. Como señala Di Lullo, el obraje participa más del comercio que de la
industria. El obrajero, para sobrevivir, debía transformarse en comerciante,
lucrando no sobre el producto, sino "sobre el trabajo y la vida del que lo
produce". Así, el aserradero o el horno de leña se convertían en meros
pretextos para erigir la "horca del negocio de la proveeduría", el
sistema de endeudamiento perpetuo del trabajador a través de la tienda de la
empresa, donde los precios inflados garantizaban que el hachero nunca saldría
de su deuda.
El Hachero: Corazón y
Víctima del Monstruo
En el centro de esta tormenta, moviendo con su músculo las
energías de esta industria de la devastación, se encuentra el hachero. Él es el
verdadero protagonista de esta epopeya anónima. El hachero es mucho más que un
hombre de carne y hueso; es, en palabras de Alen Lascano, "una
institución, una categoría social dentro de la escala de los parias del
trabajo". Es el personaje humano que conoce la selva, sus caminos secretos
hacia el buen árbol, y que desde el amanecer hasta el ocaso trabaja para
alimentar con materia prima "a las fauces insaciables del monstruo".
Porque el obraje, como el dios pagano Saturno, sobrevive
devorándose a sus propios hijos. Pero a diferencia del dios mitológico, el
obraje nunca temió su propia destrucción, seguro de su poder sobre los hombres
y de su capital sobre la justicia. La figura del hachero, aunque esfumada en la
leyenda, pertenece al simbolismo de las luchas sociales. Es un emblema del
fatalismo, de la injusticia, de un destino sellado en la tierra "nacido
muerto para toda reivindicación legal". Se convirtió en un fantasma de la
servidumbre feudal en plena época contemporánea, un insulto a las conquistas de
la humanidad.
Su vida es un yugo permanente. Es un esclavo paria, un nómade
que persigue al bosque para explotarlo, encadenado para siempre por la maléfica
atracción del obraje. Los obrajes funcionaban como gigantescos campos de
concentración en el corazón verde de la América morena, donde los hombres
"trabajan, sufren y se pudren", rodeados de selva y distancia, sin
poder escapar jamás.
La descripción que dejó el escritor Carlos Bernabé Gómez en
su libro Hurgando la vida es un retrato brutal y poético que merece ser citado
en toda su crudeza, un testimonio que, a pesar de las décadas, no ha perdido un
ápice de vigencia:
"Los fuertes quebrachos que huracanes ni rayos lograron
doblegar se abaten ahora en un resquebrajamiento de huesos. El hachero se curva
y el hacha traza su círculo terrible. Los golpes se suceden con precisión
matemática y en cada uno, el aire, expelido por el fuelle de los pulmones,
silba en la garganta del hombre. El árbol, poco a poco va perdiendo sus gajos,
y el hachero fortaleza. De repente al agresor se le oscurece la vista. Turbado
el sentido cae, y un vómito de sangre epiloga la faena del día. A pesar de todo
ha triunfado porque el árbol ha muerto, y él, vuelto en sí luego, retorna a la
pocilga que le sirve de vivienda con el hacha homicida al hombro, los miembros
fláccidos, la cabeza abrasada, las pupilas brillantes. Vuelve triste, no por
los pedazos de entraña que ha dejado en el combate sino porque su victoria no
ha sido completa al no haber alcanzado al sustento cotidiano..."
Gómez no se detiene ahí. Describe a los "retoños de los
hombres que arrasaron la selva" como figuras apenas humanas:
"Débiles, encorvados, abatidos, impotentes para la lucha por la vida
luchan desesperadamente con la muerte". Son generaciones empujándose unas
a otras hacia el abismo. En el obraje no se canta, porque allí "se ha extinguido
la alegría y se ha desvanecido la esperanza de una vida mejor". El alma de
estos hombres, escribe, se refleja en sus pupilas fatigadas, moviéndose en las
entrañas de la selva "con un simiesco vaivén de marionetas. Ni una
rebeldía, ni una protesta".
El destino del paria es un camino sin desvíos. Gómez lo
resume con una contundencia que hiela la sangre: "¡Pobres hermanos! Desde
el principio al fin tienen un solo camino empinado y abrupto: la miseria y el
hambre; un solo manantial: el sudor y las lágrimas; un solo refugio: la
tuberculosis, y una sola esperanza salvadora: la muerte prematura."
El hachero es, a la vez, víctima y victimario. Es su hacha la
que derriba el árbol, pero él mismo es una herramienta desposeída, un engranaje
más en la maquinaria de su propia aniquilación. Cada tronco hachado es "un
trozo de vida malogrado", y los miles de troncos apilados semejan
"muñones comidos por la lepra". Una batalla feroz donde los generales
se salvaron con el oro del pillaje, mientras los soldados quedaron blanqueando
como "torvos esqueletos" en el campo de batalla.
La Fiebre del Progreso
y el Nacimiento del Desierto
¿Cómo se llegó a este punto de devastación sistemática? La
respuesta se encuentra en el modelo de país que se forjó a fines del siglo XIX
y principios del XX. Argentina se integraba al mundo como una "economía
primaria exportadora". La pampa húmeda era el granero del mundo, y para
que ese modelo funcionara, se necesitaba una infraestructura colosal.
La expansión de la red ferroviaria fue el gran catalizador.
Argentina llegó a tener una de las redes de trenes más extensas del planeta. Y
cada kilómetro de vía férrea exigía miles de postes y durmientes de madera
dura. La leña y el carbón alimentaban las calderas de las locomotoras. Los
palacios de la burguesía porteña se adornaban con parquet de maderas nobles.
Los campos de la pampa se alambraban con postes de quebracho. Toda esta demanda
insaciable apuntó en una dirección: los bosques del norte.
El gobierno facilitó el saqueo. En 1879, se reglamentó el
corte de maderas en propiedad nacional. Pronto comenzaron las concesiones de
miles de hectáreas. La llegada del ferrocarril al Chaco en 1892 y a Santiago
del Estero a partir de 1890 abrió las puertas del infierno para la selva.
Compañías de capital francés, como la Compañía Francesa de Ferrocarriles,
impulsaron la explotación a una escala nunca antes vista.
Un hito clave fue la Ley Nacional Nº 4141 de 1902, que zanjó
disputas limítrofes y otorgó a la provincia de Santiago del Estero más de
40.000 kilómetros cuadrados de territorio, incorporando los departamentos de
Matará, Moreno, Copo y Alberdi. De la noche a la mañana, la provincia se
encontró con la reserva forestal más importante del país. Según cálculos de Di
Lullo, a principios del siglo XX, el 70% de la provincia estaba cubierta de
bosques, lo que representaba la décima parte de toda la superficie forestal de
Argentina.
La euforia se desató. Contratistas y obrajeros se lanzaron
sobre Santiago del Estero, que se convirtió en la capital socio-económica del
obraje. Se montó una explotación gigantesca e intensiva, atrayendo a miles de
hombres en un espejismo de riqueza fácil. Pero este auge, como señala
Canal-Feijóo, entrañaba una "barbarie injustificable". La
"industria forestal", según él, "ha atentado directamente contra
la naturaleza... Ha sido y sigue siendo elementalmente destructora; ha destruido
la naturaleza sin sustituirle otra cosa".
El resultado fue un desastre ecológico y demográfico. Tras el
obraje, quedaba el "yermo total, terrestre y celeste". La
deforestación masiva provocó una disminución de la humedad atmosférica,
desorden en el régimen de lluvias, calores y fríos más extremos. El
"desierto absoluto que ya ni las fieras pueden habitar". Las
estadísticas demográficas del norte argentino del siglo XX son elocuentes:
tasas negativas de crecimiento, estancamiento poblacional, deserción escolar,
alcoholismo, criminalidad y migraciones masivas. La industria forestal
primitiva tiene una responsabilidad primordial en esta catástrofe social.
El Silencio del Bosque
sin Leyenda
El obraje de hoy, o lo que queda de él, es hijo directo del
obraje de ayer. Es la consecuencia de una forma de conquista del bosque que
nunca se preocupó por la reforestación. Nadie recordó que un quebracho necesita
más de 70 años para crecer. Se aceleró la declinación hasta llegar a un
"diluvio de expiaciones en el espacio vacío de árboles", un diluvio
de matorrales inútiles donde pasta un ganado raquítico.
El país marcha con cicatrices. El exterminio del bosque,
junto al exterminio implícito del trabajador forestal, ha dejado una herida que
no cierra. Las vidas de miles de hacheros que levantaron fortunas ajenas con
sus manos callosas y sus pulmones destrozados no merecieron la menor
conmiseración. No hay cruces ni monumentos para ellos en los caminos de la
selva. En las memorias oficiales, son apenas una estadística de producción.
Solo un gran silencio los cobija.
Esta crónica es un intento de oponerse a ese silencio, de
rescatar del olvido la historia de una institución que fue, a la vez, motor de
una economía dependiente y tumba de una riqueza natural invaluable. Es un
llamado a reconocer las responsabilidades en este proceso de despojo.
Para cuando el país decida sanar sus heridas, recuperar sus
bienes y restituir la dignidad a los valores humanos expoliados, el obraje será
solo un recuerdo aberrante de lo que no debe volver a repetirse. Y el pálido
fantasma del bosque sin leyenda, ese desierto terroso y languidecente, seguirá
allí, como un documento mudo de la impiedad humana, un testimonio eterno del
día en que el progreso fue sinónimo de muerte.
Fuentes consultadas:
* Alen Lascano, Luis C. El Obraje. Centro Editor de América
Latina, 1972.
* Di Lullo, Orestes. El bosque sin leyenda.
* Gómez, Carlos B. Hurgando la vida.
* Canal-Feijóo, Bernardo. De la estructura mediterránea
argentina.
* Dorfman, Adolfo. Historia de la Industria Argentina.
* Miranda, Guido. Tres ciclos chaqueños.
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