Luchador de la independencia, figura del federalismo, patriarca temido y a veces incomprendido: la historia de Ibarra se mueve entre la leyenda y la verdad. Tres décadas al frente de Santiago del Estero dejaron una huella imborrable en la construcción de la identidad provincial y nacional.
En el contexto de una Argentina que transitaba los primeros
pasos de su vida independiente —marcada por la esperanza de libertad, pero
también por profundas disputas internas—, Juan Felipe Ibarra se consolidó como
una figura clave en la historia política del norte argentino. Forjado en la
experiencia militar y moldeado por el convulsionado escenario posterior a 1810,
Ibarra gobernó Santiago del Estero durante más de treinta años, dejando un
legado que aún despierta admiración, controversia y debate historiográfico.
Militar desde joven, participó en las campañas del Ejército
del Norte y fue designado por Manuel Belgrano para custodiar el Fuerte de
Abipones, en los márgenes aún inestables del territorio nacional. Allí, ejerció
funciones militares y políticas en simultáneo, enfrentando incursiones
indígenas y consolidando una presencia estatal en zonas de frontera. Su
actuación en ese contexto reflejó una temprana capacidad de liderazgo y una
visión pragmática del poder.
Con la caída del orden virreinal, Ibarra protagonizó uno de
los episodios fundacionales del federalismo en el norte: en 1820, rompió con la
autoridad del gobernador tucumano Bernabé Aráoz, y —con el respaldo de Martín
Miguel de Güemes— logró la autonomía de Santiago del Estero. Fue el inicio de
una prolongada etapa de gobierno que lo convertiría en referente político de la
región.
Un poder en clave federal
A partir de entonces, Ibarra se transformó en figura central
de la política provincial. Gobernó como caudillo, pero también como gestor de
una institucionalidad frágil, en un escenario donde las provincias funcionaban
como unidades semiautónomas y los liderazgos personales eran condición de
estabilidad. Nombró gobernadores, protegió a sus aliados y combatió a sus
opositores. Estableció vínculos con figuras clave del federalismo como Dorrego,
Quiroga y Rosas, pero también negoció con el general Paz, a quien enfrentaría
posteriormente.
Esta flexibilidad política, lejos de implicar inconstancia, evidencia su sentido estratégico y su comprensión de la complejidad del mapa político nacional. Ibarra no fue un mero ejecutor de órdenes ni un líder aislado, sino un actor con capacidad de maniobra y visión regional.
La dimensión íntima de un líder político
Más allá de lo estrictamente político, la figura de Ibarra
también se rodea de episodios personales que alimentan el interés histórico.
Uno de ellos, particularmente enigmático, es su matrimonio por poder con
Ventura Saravia, y el inmediato retorno de la joven a la casa paterna al día
siguiente. Las razones de ese gesto nunca fueron explicitadas. Sin embargo,
décadas después, Saravia estuvo presente en los últimos días del caudillo y fue
su heredera legal. El episodio, aunque anecdótico, revela la densidad simbólica
y emocional de las relaciones de poder en el siglo XIX.
Una figura que desborda el estereotipo
Contrariamente a ciertos relatos que lo vinculan con la
violencia arbitraria y la rudeza del caudillismo, numerosos testimonios
contemporáneos lo describen como un hombre instruido, de trato noble y con
conciencia institucional. Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, dejó
constancia de su impresión positiva sobre Ibarra, destacando su educación y
sensibilidad. Este perfil, menos difundido, permite complejizar la imagen
tradicional del caudillo como figura meramente autoritaria.
Su adhesión al federalismo fue sostenida, aunque no
excluyente. Defendió con firmeza la soberanía provincial, pero también articuló
acciones en defensa del interés nacional. En 1833, protestó ante la corona
británica por la ocupación de las Islas Malvinas, y en 1835 firmó el Tratado
Interprovincial que buscaba evitar la fragmentación del norte argentino.
Rechazó sumarse a la Coalición del Norte y desestimó ofertas para intervenir en
cuestiones exteriores, convencido de que ese tipo de decisiones debían surgir
del acuerdo entre las provincias.
Muerte, confiscación y legado
Ibarra falleció el 15 de julio de 1851. Lo hizo sin saber de
la caída inminente de Rosas ni de la ruptura promovida por Urquiza. Murió con
la certeza de haber sido leal a la causa federal y a su pueblo. Solicitó ser
enterrado con el hábito mercedario, en un gesto que conjugaba convicciones
religiosas y simbología política.
Tras su muerte, el nuevo orden lo condenó al olvido. Sus
bienes fueron confiscados y su viuda, Ventura Saravia, debió refugiarse en
Tucumán. Sin embargo, la memoria histórica no logró borrarlo. Su figura quedó
anclada entre dos polos: el del caudillo autoritario y el del fundador
visionario. Ambas imágenes conviven en el imaginario colectivo santiagueño, y
reflejan la ambivalencia de un siglo caracterizado por la tensión entre
centralismo y autonomía, entre orden e identidad regional.
Como bien señala el historiador Luis Alén Lascano, “la tarea
del historiador no es aplaudir ni condenar, sino comprender vitalmente el drama
humano”. En ese sentido, Ibarra encarna de forma paradigmática las
contradicciones del siglo XIX argentino. No puede ser comprendido desde una
mirada unidimensional. Fue un hombre de su tiempo, con aciertos, errores y
silencios. Y, sobre todo, con una profunda incidencia en la construcción
política de su provincia y en la historia del federalismo argentino.
Por: Leyendas del folclore santiagueño
Fuente: Adaptación basada en el artículo del historiador Luis
Alén Lascano (1970)
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