miércoles, 6 de agosto de 2025

Juan Felipe Ibarra: el caudillo que dio forma a la santiagueñidad

 Luchador de la independencia, figura del federalismo, patriarca temido y a veces incomprendido: la historia de Ibarra se mueve entre la leyenda y la verdad. Tres décadas al frente de Santiago del Estero dejaron una huella imborrable en la construcción de la identidad provincial y nacional.



En el contexto de una Argentina que transitaba los primeros pasos de su vida independiente —marcada por la esperanza de libertad, pero también por profundas disputas internas—, Juan Felipe Ibarra se consolidó como una figura clave en la historia política del norte argentino. Forjado en la experiencia militar y moldeado por el convulsionado escenario posterior a 1810, Ibarra gobernó Santiago del Estero durante más de treinta años, dejando un legado que aún despierta admiración, controversia y debate historiográfico.

Militar desde joven, participó en las campañas del Ejército del Norte y fue designado por Manuel Belgrano para custodiar el Fuerte de Abipones, en los márgenes aún inestables del territorio nacional. Allí, ejerció funciones militares y políticas en simultáneo, enfrentando incursiones indígenas y consolidando una presencia estatal en zonas de frontera. Su actuación en ese contexto reflejó una temprana capacidad de liderazgo y una visión pragmática del poder.

Con la caída del orden virreinal, Ibarra protagonizó uno de los episodios fundacionales del federalismo en el norte: en 1820, rompió con la autoridad del gobernador tucumano Bernabé Aráoz, y —con el respaldo de Martín Miguel de Güemes— logró la autonomía de Santiago del Estero. Fue el inicio de una prolongada etapa de gobierno que lo convertiría en referente político de la región.

Un poder en clave federal

A partir de entonces, Ibarra se transformó en figura central de la política provincial. Gobernó como caudillo, pero también como gestor de una institucionalidad frágil, en un escenario donde las provincias funcionaban como unidades semiautónomas y los liderazgos personales eran condición de estabilidad. Nombró gobernadores, protegió a sus aliados y combatió a sus opositores. Estableció vínculos con figuras clave del federalismo como Dorrego, Quiroga y Rosas, pero también negoció con el general Paz, a quien enfrentaría posteriormente.

Esta flexibilidad política, lejos de implicar inconstancia, evidencia su sentido estratégico y su comprensión de la complejidad del mapa político nacional. Ibarra no fue un mero ejecutor de órdenes ni un líder aislado, sino un actor con capacidad de maniobra y visión regional.

La dimensión íntima de un líder político

Más allá de lo estrictamente político, la figura de Ibarra también se rodea de episodios personales que alimentan el interés histórico. Uno de ellos, particularmente enigmático, es su matrimonio por poder con Ventura Saravia, y el inmediato retorno de la joven a la casa paterna al día siguiente. Las razones de ese gesto nunca fueron explicitadas. Sin embargo, décadas después, Saravia estuvo presente en los últimos días del caudillo y fue su heredera legal. El episodio, aunque anecdótico, revela la densidad simbólica y emocional de las relaciones de poder en el siglo XIX.

Una figura que desborda el estereotipo

Contrariamente a ciertos relatos que lo vinculan con la violencia arbitraria y la rudeza del caudillismo, numerosos testimonios contemporáneos lo describen como un hombre instruido, de trato noble y con conciencia institucional. Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, dejó constancia de su impresión positiva sobre Ibarra, destacando su educación y sensibilidad. Este perfil, menos difundido, permite complejizar la imagen tradicional del caudillo como figura meramente autoritaria.

Su adhesión al federalismo fue sostenida, aunque no excluyente. Defendió con firmeza la soberanía provincial, pero también articuló acciones en defensa del interés nacional. En 1833, protestó ante la corona británica por la ocupación de las Islas Malvinas, y en 1835 firmó el Tratado Interprovincial que buscaba evitar la fragmentación del norte argentino. Rechazó sumarse a la Coalición del Norte y desestimó ofertas para intervenir en cuestiones exteriores, convencido de que ese tipo de decisiones debían surgir del acuerdo entre las provincias.

Muerte, confiscación y legado

Ibarra falleció el 15 de julio de 1851. Lo hizo sin saber de la caída inminente de Rosas ni de la ruptura promovida por Urquiza. Murió con la certeza de haber sido leal a la causa federal y a su pueblo. Solicitó ser enterrado con el hábito mercedario, en un gesto que conjugaba convicciones religiosas y simbología política.

Tras su muerte, el nuevo orden lo condenó al olvido. Sus bienes fueron confiscados y su viuda, Ventura Saravia, debió refugiarse en Tucumán. Sin embargo, la memoria histórica no logró borrarlo. Su figura quedó anclada entre dos polos: el del caudillo autoritario y el del fundador visionario. Ambas imágenes conviven en el imaginario colectivo santiagueño, y reflejan la ambivalencia de un siglo caracterizado por la tensión entre centralismo y autonomía, entre orden e identidad regional.

Como bien señala el historiador Luis Alén Lascano, “la tarea del historiador no es aplaudir ni condenar, sino comprender vitalmente el drama humano”. En ese sentido, Ibarra encarna de forma paradigmática las contradicciones del siglo XIX argentino. No puede ser comprendido desde una mirada unidimensional. Fue un hombre de su tiempo, con aciertos, errores y silencios. Y, sobre todo, con una profunda incidencia en la construcción política de su provincia y en la historia del federalismo argentino.

Por: Leyendas del folclore santiagueño

Fuente: Adaptación basada en el artículo del historiador Luis Alén Lascano (1970)

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