El siglo XX no llegó a Santiago del Estero con bombos y platillos. Llegó con mosquitos, con duelos callejeros, con inmigrantes que se hacían pasar por arquitectos y con criollos que miraban, entre desconfiados y curiosos, cómo sus cocinas de humo se convertían en salones de reunión familiar. Esta es la historia de una ciudad que se reinventó entre epidemias y adoquines, donde el progreso a veces olía a desinfectante y otras, a tierra mojada.
Imaginen despertarse en 1900 con un zumbido en los oídos. No
era el río Dulce: eran los mosquitos del paludismo, tan ensordecedores que,
dicen, tapaban hasta el sonido del agua. Mientras la gente moría de
"chucho" (así le decían al paludismo, con esa mezcla de humor y
resignación criolla), los ricos discutían si el bidet era una herejía francesa.
Así arrancó el siglo en Santiago: con la muerte en un barrio y los azulejos
importados en otro.
La ciudad que respiraba
entre epidemias
El año en que los mosquitos ganaron la batalla
No hubo fiesta de fin de siglo. En 1900, Santiago del Estero
tenía otras preocupaciones: de cada 100 personas, 88 tenían paludismo. Los
números duelen: entre 1896 y 1901, murieron 66 mil personas. El río, ese que
siempre había sido vida, ahora era un pantano lleno de anófeles.
El médico Antenor Álvarez, un tipo con más agallas que
recursos, le dijo al gobernador Barraza: "Hay que secar esto y plantar
árboles". Y así, entre escepticismo y desesperación, nacieron los 1.600
eucaliptos del Parque Aguirre. Hoy son un paseo hermoso; entonces, fueron una
apuesta contra la muerte.
El día que el agua
llegó corriendo (y lo cambió todo)
El 1° de diciembre de 1904, don Pablo Berdaguer abrió la
canilla en su casa de la calle 9 de Julio y se volvió famoso. Para nosotros es
un gesto normal, pero en esa época, el agua corriente era tan revolucionaria
como un iPhone en los 90.
Las cocinas dejaron de ser lugares llenos de humo donde los
sirvientes molían maíz. Ahora tenían planchas de hierro fundido, y las familias
se reunían alrededor como si fuera un televisor.
Los baños pasaron de ser un cuartito oscuro a "templos
de higiene" (aunque el bidet, ese misterioso artefacto, tardó años en ser
aceptado: "¿Para qué quiero eso si yo me lavo con balde?").
Las bañeras con patas de león escandalizaron a medio pueblo. "¡Pero si parece un mueble de pecado!", decían las viejas.
Los albañiles que
jugaban a ser arquitectos
Cuando el "estilo santiagueño" era un poco de todo
En los primeros años del siglo, no había arquitectos en
Santiago. Los edificios los diseñaban inmigrantes italianos y españoles que
mezclaban estilos como quien revuelve un locro. El resultado fue un
eclecticismo gloriosamente caótico:
El Banco de la Nación (1905): columnas griegas, balcones
renacentistas y algún que otro detalle que solo Dios sabe de dónde salió.
El Teatro 25 de Mayo (1910): art nouveau en la fachada, pero
con un alma bien criolla adentro.
Las casas de la avenida Belgrano: donde los primeros placards
embutidos hicieron gritar a más de una abuela: "¡Eso es para esconder
cosas!".
El ingeniero Carlos Colombo, en 1927, se cansó de tanta
improvisación y denunció: "Estos tipos son albañiles, no arquitectos".
Pero los "maestros de obra" tenían una excusa lista: "Perdimos
los títulos en el barco". La ciudad se rió, pero los edificios quedaron
ahí, testigos de una época donde todo se hacía a puro pulso.
Los funerales: el
espectáculo social del año
En los años 20, morirse era un asunto de prestigio. Las
familias competían por quién tenía el panteón más grande, mientras los pobres
se conformaban con cruces de madera. Los funerales eran el evento del año:
"¿Viste cómo lloró la viuda? Parecía de verdad."
"El doctor dio propinas hasta al que barría la
calle."
"Qué discurso, che... casi me hizo llorar."
Era la mezcla perfecta entre el drama italiano y el culto
criollo a los muertos.
El progreso que iluminó
(solo) a algunos
La electricidad que no llegaba a todos
Santiago fue la segunda ciudad argentina con luz eléctrica
(1889), gracias a Otto Semmelak y sus 10 focos. Pero la modernidad tenía sus
límites:
La usina de Belisario García (1906) iluminaba el Parque
Aguirre... mientras el oeste seguía en penumbras.
Las calles adoquinadas (1916) empezaron por la plaza Libertad, donde las señoras paseaban sus vestidos traídos de Europa.
El ferrocarril que se llevó más de lo que trajo
El tren prometía progreso, pero dejó cicatrices:
Pueblos enteros desaparecieron porque quedaron fuera de las
rutas.
Los obrajes forestales arrasaron con los bosques, y los
criollos, sin tierra, se convirtieron en peones o se fueron para siempre.
La ciudad que nunca
terminó de cambiar
Hoy, si caminás por Santiago, las huellas de esa época siguen
ahí:
En el Parque Aguirre, donde los eucaliptos crecieron sobre el
dolor del paludismo.
En las fachadas de la calle Salta, con sus molduras
imposibles, como si los albañiles hubieran dicho: "Qué sé yo, pongámosle
un poco de esto y un poco de aquello".
En el Mercado de Abasto, que antes fue matadero y ahora vibra
con los gritos de los vendedores.
El siglo XX le dio a Santiago baños con azulejos, pero
también le arrancó pedazos de su alma criolla. Como escribió Delgado: "Fue
el siglo donde unos construyeron palacetes... y otros siguieron peleando por lo
poco que quedaba".
Fuente: Santiago del Estero. Recorrido por una ciudad
histórica (Arq. Roberto R. Delgado).
¿Sabías qué? La primera casa con ropero embutido fue el
chalet de los Cáceres en 1914. "¡Mirá vos, ahora la ropa se
esconde!", decían las vecinas. El escándalo duró meses.
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