viernes, 8 de agosto de 2025

Santiago del Estero en el siglo XX: entre el progreso y la nostalgia. Cuando la modernidad llegó a caballo, con epidemias y ladrillos

El siglo XX no llegó a Santiago del Estero con bombos y platillos. Llegó con mosquitos, con duelos callejeros, con inmigrantes que se hacían pasar por arquitectos y con criollos que miraban, entre desconfiados y curiosos, cómo sus cocinas de humo se convertían en salones de reunión familiar. Esta es la historia de una ciudad que se reinventó entre epidemias y adoquines, donde el progreso a veces olía a desinfectante y otras, a tierra mojada.



Imaginen despertarse en 1900 con un zumbido en los oídos. No era el río Dulce: eran los mosquitos del paludismo, tan ensordecedores que, dicen, tapaban hasta el sonido del agua. Mientras la gente moría de "chucho" (así le decían al paludismo, con esa mezcla de humor y resignación criolla), los ricos discutían si el bidet era una herejía francesa. Así arrancó el siglo en Santiago: con la muerte en un barrio y los azulejos importados en otro.

La ciudad que respiraba entre epidemias

El año en que los mosquitos ganaron la batalla

No hubo fiesta de fin de siglo. En 1900, Santiago del Estero tenía otras preocupaciones: de cada 100 personas, 88 tenían paludismo. Los números duelen: entre 1896 y 1901, murieron 66 mil personas. El río, ese que siempre había sido vida, ahora era un pantano lleno de anófeles.

El médico Antenor Álvarez, un tipo con más agallas que recursos, le dijo al gobernador Barraza: "Hay que secar esto y plantar árboles". Y así, entre escepticismo y desesperación, nacieron los 1.600 eucaliptos del Parque Aguirre. Hoy son un paseo hermoso; entonces, fueron una apuesta contra la muerte.

El día que el agua llegó corriendo (y lo cambió todo)

El 1° de diciembre de 1904, don Pablo Berdaguer abrió la canilla en su casa de la calle 9 de Julio y se volvió famoso. Para nosotros es un gesto normal, pero en esa época, el agua corriente era tan revolucionaria como un iPhone en los 90.

Las cocinas dejaron de ser lugares llenos de humo donde los sirvientes molían maíz. Ahora tenían planchas de hierro fundido, y las familias se reunían alrededor como si fuera un televisor.

Los baños pasaron de ser un cuartito oscuro a "templos de higiene" (aunque el bidet, ese misterioso artefacto, tardó años en ser aceptado: "¿Para qué quiero eso si yo me lavo con balde?").

Las bañeras con patas de león escandalizaron a medio pueblo. "¡Pero si parece un mueble de pecado!", decían las viejas.

Los albañiles que jugaban a ser arquitectos

Cuando el "estilo santiagueño" era un poco de todo

En los primeros años del siglo, no había arquitectos en Santiago. Los edificios los diseñaban inmigrantes italianos y españoles que mezclaban estilos como quien revuelve un locro. El resultado fue un eclecticismo gloriosamente caótico:

El Banco de la Nación (1905): columnas griegas, balcones renacentistas y algún que otro detalle que solo Dios sabe de dónde salió.

El Teatro 25 de Mayo (1910): art nouveau en la fachada, pero con un alma bien criolla adentro.

Las casas de la avenida Belgrano: donde los primeros placards embutidos hicieron gritar a más de una abuela: "¡Eso es para esconder cosas!".

El ingeniero Carlos Colombo, en 1927, se cansó de tanta improvisación y denunció: "Estos tipos son albañiles, no arquitectos". Pero los "maestros de obra" tenían una excusa lista: "Perdimos los títulos en el barco". La ciudad se rió, pero los edificios quedaron ahí, testigos de una época donde todo se hacía a puro pulso.

Los funerales: el espectáculo social del año

En los años 20, morirse era un asunto de prestigio. Las familias competían por quién tenía el panteón más grande, mientras los pobres se conformaban con cruces de madera. Los funerales eran el evento del año:

"¿Viste cómo lloró la viuda? Parecía de verdad."

"El doctor dio propinas hasta al que barría la calle."

"Qué discurso, che... casi me hizo llorar."

Era la mezcla perfecta entre el drama italiano y el culto criollo a los muertos.

El progreso que iluminó (solo) a algunos

La electricidad que no llegaba a todos

Santiago fue la segunda ciudad argentina con luz eléctrica (1889), gracias a Otto Semmelak y sus 10 focos. Pero la modernidad tenía sus límites:

La usina de Belisario García (1906) iluminaba el Parque Aguirre... mientras el oeste seguía en penumbras.

Las calles adoquinadas (1916) empezaron por la plaza Libertad, donde las señoras paseaban sus vestidos traídos de Europa.

El ferrocarril que se llevó más de lo que trajo

El tren prometía progreso, pero dejó cicatrices:

Pueblos enteros desaparecieron porque quedaron fuera de las rutas.

Los obrajes forestales arrasaron con los bosques, y los criollos, sin tierra, se convirtieron en peones o se fueron para siempre.

La ciudad que nunca terminó de cambiar

Hoy, si caminás por Santiago, las huellas de esa época siguen ahí:

En el Parque Aguirre, donde los eucaliptos crecieron sobre el dolor del paludismo.

En las fachadas de la calle Salta, con sus molduras imposibles, como si los albañiles hubieran dicho: "Qué sé yo, pongámosle un poco de esto y un poco de aquello".

En el Mercado de Abasto, que antes fue matadero y ahora vibra con los gritos de los vendedores.

El siglo XX le dio a Santiago baños con azulejos, pero también le arrancó pedazos de su alma criolla. Como escribió Delgado: "Fue el siglo donde unos construyeron palacetes... y otros siguieron peleando por lo poco que quedaba".

Fuente: Santiago del Estero. Recorrido por una ciudad histórica (Arq. Roberto R. Delgado).

 

¿Sabías qué? La primera casa con ropero embutido fue el chalet de los Cáceres en 1914. "¡Mirá vos, ahora la ropa se esconde!", decían las vecinas. El escándalo duró meses.

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