Hay historias que merecen ser contadas en voz baja, como un secreto. La de Alfredo Palumbo, el genio oculto del folklore santiagueño, es una de ellas. Un hombre que fue puente entre la chacarera y el rock, y cuya música sigue latiendo en el corazón de la tierra.
Hay figuras que no se
olvidan. Personas que, con solo verlas una vez, se te graban en la memoria para
siempre. Alfredo Palumbo era una de esas. Quienes lo cruzaron por las calles de
Santiago del Estero o en algún polvoriento camino de los Valles Calchaquíes, cuentan
que parecía una aparición. Un hombre tallado en la misma madera que los árboles
del monte, con una barba blanca que le llegaba al pecho y unos ojos que habían
visto de todo. Con su guitarra al hombro, no era simplemente un músico; era un
personaje de leyenda, un pedazo del paisaje santiagueño que se había echado a
andar.
Y es que, para entender a
Palumbo, hay que volver a la tierra. Nació un 24 de julio de 1949 en Los
Mimbres, un rincón de Santiago del Estero que él mismo describía como el lugar
"donde comienza el reino de la magia". Creció entre Manogasta y Upianita,
y aunque la vida lo llevó a la ciudad, su alma nunca se mudó de allí. Ese
paisaje primigenio, lleno de mitos y susurros, fue la tinta con la que
escribiría toda su música.
Aprendió a tocar la
guitarra de chico, pero la verdad es que su espíritu indomable no tardó en
soltarle la mano a su primer maestro para lanzarse a su propio camino. Se hizo
trovador, un solista que recorría el cancionero popular argentino con una voz
que sonaba a tierra y a verdad. Su talento era tan evidente que en 1996 ganó el
rubro "Chacarera inédita" en el pre-festival de la Chacarera. El tema
era "Carnaval del monte", una joya que compuso junto a otro poeta
inmenso, Ricardo "Shinfu" Sgoifo.
Esa canción es mucho más
que una canción. Es un portal. En sus estrofas, el monte santiagueño cobra vida
en una fiesta cósmica: el Sachayoj se despierta, el Kakuy llora una vidala, la
Telesita baila entre harina y esperanzas y hasta el Almamula anda de fugitivo.
Palumbo no cantaba sobre el monte; él cantaba con el monte.
El sol asoma rojizo
cuando en el monte
amanece
y en el follaje se mece
el canto del cardenal.
Anda el corazón del monte
rejuntando soledades
en la siesta las deidades
van jugando al carnaval.
(Fragmentos de
"Carnaval del monte")
Un
Alquimista de Sonidos: Folklore, Rock y Corazón
Etiquetar a Alfredo
Palumbo siempre fue imposible, porque él mismo se escapaba de todas las jaulas.
En la última entrevista que dio, lo explicaba con una simpleza desarmante:
"Yo sigo la línea folklórica, pero le doy toques especiales que tienen
algo que ver con rocanroll, esas cosas, ¿me entiendes?". Palumbo no era un
guardián de museo, era un cocinero de sonidos.
Su coctel personal era
único. En una mano sostenía la sabiduría de Atahualpa Yupanqui, a quien
admiraba como un "hombre muy sabio", y la poesía de Dávalos y
Castilla. En la otra, la electricidad y la rebeldía de Pappo's Blues, Miguel
Abuelo y los Redonditos. En Santiago, su gran referente fue Jacinto Piedra, ese
cometa fugaz del folklore con quien compartió amistad, música y sueños.
Con todos esos ingredientes,
¿qué hizo? Creó su propio plato. Inventó la chacaraguá, una mezcla explosiva y
bailable de chacarera con el ritmo caliente de la guaracha santiagueña. Su tema
"Pobrecito el Tupinami" es la prueba viviente de esa genialidad. Se
adelantó a su tiempo y, como suele pasar, nadie le hizo mucho caso cuando mandó
las notas a SADAIC para registrar el nuevo ritmo. Pero a él no le importaba
demasiado. Ya andaba pensando en el "chacarablue" o el
"chacarock", siempre un paso más allá.
El
Trovador de la Gente, el Duende de los Valles
La verdad es que el
escenario natural de Alfredo no eran los grandes teatros, sino la vida misma.
La calle, un bar de mala muerte, el pasillo de un colectivo, una peña
improvisada. Allí era donde su música cobraba su verdadero sentido. El escritor
Guillermo Gardenal nos regaló el recuerdo de su primer encuentro con él, y es
casi una escena de película.
Imaginen la situación:
Tafí del Valle, unos amigos compartiendo un trago, y de repente, aparece
Alfredo. "Cual duende de la montaña", con la guitarra a cuestas. Se
acercó, vio que había música y se sumó. Lo que empezó como un encuentro casual
al mediodía se convirtió en una de esas jornadas mágicas que se estiran sin que
nadie se dé cuenta. El sol se fue, llegó la noche y ellos seguían ahí, entre
chacareras, charlas y vino. Alfredo necesitaba encontrar a un lutier en
Cafayate, así que, ya de madrugada, emprendieron una caminata de kilómetros
bajo las estrellas, con el alma recargada por la energía de ese viejo sabio.
"Sentimos siempre que la energía que el viejo nos había dado nos
acompañaría en la caminata nocturna", recuerda Gardenal.
Esa era la magia de
Palumbo. No era solo un músico, era un maestro de vida sin proponérselo. En
otra ocasión, en una peña, le señaló a Gardenal cómo los siete algarrobos del
patio formaban un círculo. Le dijo que solo gracias a esa ronda de árboles, a
esa danza silenciosa, era posible la fiesta que estaba ocurriendo adentro. Para
él, la naturaleza no era un fondo de pantalla; era la protagonista.
Un
Tesoro Escondido en la Memoria
Alfredo se fue de este
mundo un 13 de junio de 2010, en Cafayate. Tenía 60 años y, como no podía ser
de otra manera, se despidió en medio de una guitarreada con amigos. Su cuerpo
volvió a la tierra de Manogasta, pero su música se quedó flotando en el aire,
frágil y preciosa.
Poco antes de irse, como
si supiera que el tiempo se acababa, grabó el que sería su único disco oficial:
"Galopa el duende en el río". Un álbum de doce canciones que es un
faro en la niebla, un homenaje a su amigo Jacinto Piedra y la única puerta de
entrada oficial a su universo.
Pero ese disco es solo la
punta del iceberg. Se dice que compuso más de setenta canciones. La mayoría de
ellas duermen en viejos casetes que sus amigos guardan como oro, o, lo que es
aún más conmovedor, viven solo en la memoria de quienes lo escucharon
cantarlas. Ahora mismo hay gente maravillosa transitando un "camino de
recuperación", intentando rescatar esas joyas del olvido. Canciones como
"Cueca del Monedón" o el huayno "Presencia", donde uno
puede asomarse a su mundo interior de una forma casi mística.
Iba creciendo la siesta
el solcito en mi ventana
mis patitas se movían
mi cabecita pensaba
el corazón que sentía
esta rara alegría.
Y es cuando llegan los
seres
que uno los lleva en el
alma
cuando conversa con ellos
crece la magia a la
vuelta
la vida que nos rodea.
(Fragmentos de
"Presencia")
Su amigo Alberto Tasso lo
definió a la perfección: era algo más que un músico y algo más que un paisano.
Un "hombre de Naturaleza rabelesiana" que "huye de toda
definición".
El
Eco del Duende
Al final del día, la
historia de Alfredo Palumbo es la del artista en estado puro. El que crea
porque no tiene más remedio, porque la música le brota como el agua de un
manantial. Fue un cronista de su tierra, un filósofo con guitarra y un
innovador valiente.
Su legado es frágil, pero
terco. Se resiste a desaparecer. Cada vez que alguien desempolva un casete o
tararea una de sus melodías olvidadas, Alfredo vuelve a la vida. Su voz no se ha
ido, solo se ha mezclado con el paisaje. Si alguna vez andan por Santiago del
Estero y prestan atención, quizás puedan oírla en el canto de un cardenal, en
el silbido del viento entre los algarrobos o en el ritmo secreto que late bajo
la tierra. Es el eco del duende, que nos sigue invitando a escuchar.
Fuentes:
* Gardenal, Guillermo.
(2018). Alfredo Palumbo (1949-2010). Hoja aparte en la etnomusicología de
Santiago del Estero, Argentina. CUADERNOS SUPAY WASI, Nº2, pp. 59-63.
* Arias, Santiago. (21 de
junio de 2010). La última entrevista a Alfredo Palumbo. Obtenido de:
http://arenapoliticasde.blogspot.com.ar/2010/06/la-ultima-entrevista-alfredo-palumbo-y.html

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