sábado, 30 de agosto de 2025

"Soco" Díaz, Músico de la tierra

Por Atahualpa Yupanqui

 


 

Santiago del Estero es una provincia elegida por los viejos Dioses de la armonía. Es un pago milagrero y deslumbrante.

Como tiene poca agua, y las industrias eligieron otras comarcas, le tocó a Santiago la calificación de "provincia pobre".

Pero la compensación está en los hijos de esa tierra. En los hijos con "autenticidad" santiagueña. Es decir, en los que tienen abuelos enterrados en la tierra bien-amada. Porque esos "hijos" mantienen en sus venas el rumor de la leyenda, la "sacha historia" narrada por las viejas pitadoras, en esas horas en que los changos luchan con el sueño, mientras las hachas derribadoras del monte brillan reflejando un pedacito de luna y los diferentes ruidos del campo no son sino rumores musicalizados por un aire livianito; y el yanácari, "atajacaminos" comienza a atravesar su brevísimo ponchazo sobre las huellas, y el cacuy, en el fondo del algarrobal, pareciera señalar al entendido, la senda que lleva hasta la temida y anhela- da Salamanca de la selva.

No es extraño, entonces, que Santiago del Estero sea tierra de músicos. Tierra de trovadores, de rapsodas, de juglares.

Los hubo en todo tiempo, y muy famosos. Can- tores con mentas de "supayoj", es decir, de "endiablados", como el Chumpi Galarza, que caminando desde el sur de Suncho-Corral, entró en campo santafecino -y, dándose cuenta que había "vandeao" su provincia natal, volvió, y rompiendo la guitarra, se perdió en el monte, y nada se supo de él desde entonces.

Tierra de músicos, de los Nachi Gómez, de los Costas, de los Laurindos. Chazarretas, Aguirres, Guilli González, Acosta, Corvalanes, Díaz, Gallardos y Palavecinos.

Esta noche, quiero conversar, entre rasguido y rasguido de Benicio Díaz, nacido en Salavina, buscó la capital santiqueña para sus estudios secundarios. Estoy seguro que se habrá sorprendido al comprobar que en la ciudad no se enseñaba en quíchua, lengua que él hablaba corrientemente.

Soco Díaz estudió música. Tocaba guitarra y bandoneón. Es decir: Estudió solfeo y teoría. Miró sobre el pentagrama los signos que concretaban en cierto modo ese misterioso mundo que le bullía en el corazón desde niño. Porque la música alentaba dentro de él como una necesidad natural de respirar, de mirar, de sentirlo al desierto, a las salinas, a los jumiales, a las represas, de ver su paisaje con amor de "shalaco", y de expresarlo en música, con una chacarera, con un escondido, con una zamba, o una vidala de esas que se dicen a la hora en que todas las palabras se con- vierten en una íntima confidencia.

Soco Díaz era mozo inteligente y bastante versado en muchas cosas. Lo he tratado durante años, y nos dábamos el trato de hermano. Era ingenioso; y alguna vez, por ahí, en cualquier lugar del campo santiagueño, que recorrimos juntos tanto tiempo, hacíame escuchar un aire de chacarera bien quichuista, y luego, para pedirme que la repitiera yo en guitarra, me decía: "Traducíla". ... Y, en verdad, había que traducirla, del quichua al español, musicalmente hablando.

Otra vez, un director de banda le pidió una música, y leyéndola rápidamente, quiso saber el tiempo de una frase; y le preguntó a Díaz: "Dígame, Díaz, ¿esto va en tiempo "vivo" o "moderato”?". Y el Soco le respondió: "Vea: como si quisiera disparar... Pero después de haber almorzao, sabe?... Le encantaban las ocurrencias. Pero en materia de música, de composición, ya no había bromas. Era serio, y, muchas veces, in- tolerante, exigente. El pensaba que variar una frase de una vidala de Salavina era como arrancar un algarrobo secular para plantar una dalia o cosa así, en su lugar.

Su música era perfectamente bailable. Si lo sabrán los paisanos de allá.  Pero era gratísimo escucharla en silencio, por la noche, cuando el airecito hamacaba los aromas del jume y el poleo, y el patio parecía combo bajo la luz de una vela de largo pabilo, escondida entre las macetas, "pa que dure"...

Alguna otra vuelta seguiremos conversando sobre este Benicio Díaz, entrañablemente santiagueño, y con un universo en su emoción de músico de la tierra. Por ahora, dejemos que avance el recuerdo de sus melodías, que nos compensan de horas ingratas, de muchos sinsabores sin belleza. Sus melodías apuntalan el alma criolla y nos hacen sentirnos más argentinos: argentinos con ganas...

Publicada originalmente en Revista Folklore el 1/04/1962

miércoles, 27 de agosto de 2025

El obraje: la herida abierta del bosque y la memoria del hachero

Un viaje al corazón de la selva norteña para desenterrar la historia de los obrajes: una saga de riqueza efímera, explotación desmedida y un desierto que avanza. Esta es la crónica de cómo Argentina sacrificó sus bosques y a sus hombres en el altar de un progreso que nunca llegó para todos.

 




Hay silencios que gritan. Silencios que pesan más que mil discursos, grabados a fuego en la tierra yerma donde antes se erigía un universo de vida. Son los silencios del Gran Chaco argentino, del norte profundo, de esas tierras que alguna vez fueron el hogar de bosques impenetrables y que hoy son un páramo de cicatrices y recuerdos. Para entender ese silencio, para escuchar la historia que susurra el viento entre los matorrales secos, es necesario pronunciar una palabra, una que resuena con la fuerza de una tragedia olvidada: obraje.

El obraje. No es solo un lugar, ni una industria. Es un sistema, un drama, el epicentro de una historia de codicia y desolación que marcó a fuego el destino de provincias enteras. Es la historia de un país que, en su febril carrera hacia la modernidad, devoró su propio corazón verde, dejando a su paso un rastro de árboles caídos y vidas rotas. Este es un recorrido por ese capítulo oscuro, un intento de ponerle voz al murmullo de los hacheros anónimos y al crujido final de los gigantes de madera que cayeron en nombre de un progreso que los excluyó. Es un homenaje y, a la vez, una denuncia.

El Bosque, un Dios Caído

Antes del hacha, antes del obraje, estaba el bosque. No como un simple conjunto de árboles, sino como una entidad monumental, una creación divina en su perfección y grandeza. El escritor Orestes Di Lullo lo describió con una melancolía precisa: "El bosque, por lo perfecto y grandioso, no es obra del hombre y, sin embargo, él lo destruye". En esta simple frase se condensa la paradoja fundamental que da origen a nuestra historia. La naturaleza, en su infinita sabiduría, invierte cientos, a veces miles de años en tejer pacientemente ese tapiz de vida. Es una sinfonía de elementos en perfecta armonía: el calor del sol, la maternidad de un suelo fértil que atesora sus gérmenes, el ciclo eterno de semillas que germinan, tallos que se endurecen y troncos que maduran hasta tocar el cielo.

El bosque, en su estado original, es la encarnación de la perpetuidad. Es la vida que se renueva a sí misma, una fisonomía constante a través de los tiempos, un "oro verde de los pueblos", como lo llamó el propio Di Lullo. La suntuosidad de sus copas majestuosas, dialogando con el firmamento, conformaba un escenario casi sagrado. Pero esta catedral natural, este santuario de biodiversidad, no fue visto con ojos de asombro o respeto, sino con la mirada calculadora de la avaricia. La impaciencia del hombre, su afán de riqueza inmediata, lo cegó ante la obra maestra que tenía delante.

Di Lullo nos advierte que es un error considerar el bosque como un simple lugar de leyendas y encantamientos. Su verdadero valor es económico y social, una riqueza que, bien administrada, podría ser eterna. Pero el hombre, en su prisa, ignoró las condiciones necesarias para la vida del árbol, esa "simiente enternecida de calor que lanza la raíz y el brote". Y con una inclemencia brutal, se lanzó a arrancarlo de la tierra, solo para después, irónicamente, empeñarse en repoblar los desiertos que él mismo había creado, movido por una "nueva avidez".

El bosque, majestuoso e impenetrable, se convirtió en el objeto del deseo. Su grandeza era su condena. Sin bosque, no habría obraje. No habría ruidos de hachas turbando la quietud de la selva, ni el eco de la destrucción resonando entre los troncos. El bosque fue la razón de ser, el combustible y, finalmente, la principal víctima de esta historia.

El Obraje: La Máquina de Devorar Hombres y Selvas

Si el bosque es el escenario sagrado, el obraje es el mecanismo profano de su destrucción. ¿Pero qué es exactamente un obraje? La pregunta, que hoy nos parece lejana, era el centro de la vida económica y social del norte argentino durante décadas. En su sentido económico contemporáneo, como explica Luis C. Alen Lascano en su obra homónima, un obraje es "una institución destinada a la explotación forestal, y en algunos casos, también a la transformación de la madera". Se instala donde hay materia prima, en las regiones boscosas, con una inversión mínima: la compra o arriendo de la tierra, la instalación de una proveeduría para el personal y algunas herramientas rudimentarias. El verdadero capital, el motor de todo, es el esfuerzo humano: el trabajo del hachero.

Sin embargo, llamar a esto "industria forestal", como pomposamente se hizo, es un equívoco trágico. El prestigioso economista Adolfo Dorfman define la industria como una actividad que "transforma materias, que modifica sus propiedades" para hacerlas aptas para el consumo. El obraje no hace tal cosa. No hay una verdadera transformación. Su función es puramente extractiva: arrancar la materia prima del medio natural y, con ligeras variantes de forma (postes, durmientes, varillas, leña, carbón), enviarla a los centros de consumo. Es, en esencia, un primitivismo industrial.

El escritor Bernardo Canal-Feijóo lo caracterizó con una precisión demoledora. Para él, el obraje es un "suburbio periódico y momentáneo de focos industriales". Hablar de "industria forestal", según Canal-Feijóo, es un "exceso ecolálico". En realidad, se trata de una "pseudo-industria" que carece de permanencia. Su lógica es nómada y destructiva: "se establece, cumple su objeto local, se levanta y desaparece sin dejar rastro en sentido positivo, abriendo una profunda huella en sentido negativo".

La descripción de Canal-Feijóo es un epitafio perfecto para el ecosistema aniquilado: "deja desierto, botánico y zoológico; deja desolación; provoca desequilibrio atmosférico, irregularidad climática, sequía, erosión, muerte". El obraje no crea riqueza en el lugar; la extrae y la traslada, dejando atrás la miseria. Es un establecimiento móvil que aparece donde hay un bosque virgen para talar y, una vez que el hacha ha hecho su trabajo y el bosque ha desaparecido, el obraje también se va, "en busca de nuevos predios".

Esta lógica depredadora es consecuencia directa del modelo de desarrollo de Argentina, un país que funcionó como apéndice proveedor de materias primas para las naciones industrializadas. El obraje era una pieza más en ese engranaje de economía dependiente, un sistema de explotación que transformó provincias ricas en recursos en "provincias pobres", asoladas por una "nueva oligarquía de caballeros de industria sin industrialización".

El funcionamiento interno era tan perverso como su impacto externo. Como señala Di Lullo, el obraje participa más del comercio que de la industria. El obrajero, para sobrevivir, debía transformarse en comerciante, lucrando no sobre el producto, sino "sobre el trabajo y la vida del que lo produce". Así, el aserradero o el horno de leña se convertían en meros pretextos para erigir la "horca del negocio de la proveeduría", el sistema de endeudamiento perpetuo del trabajador a través de la tienda de la empresa, donde los precios inflados garantizaban que el hachero nunca saldría de su deuda.

El Hachero: Corazón y Víctima del Monstruo

En el centro de esta tormenta, moviendo con su músculo las energías de esta industria de la devastación, se encuentra el hachero. Él es el verdadero protagonista de esta epopeya anónima. El hachero es mucho más que un hombre de carne y hueso; es, en palabras de Alen Lascano, "una institución, una categoría social dentro de la escala de los parias del trabajo". Es el personaje humano que conoce la selva, sus caminos secretos hacia el buen árbol, y que desde el amanecer hasta el ocaso trabaja para alimentar con materia prima "a las fauces insaciables del monstruo".

Porque el obraje, como el dios pagano Saturno, sobrevive devorándose a sus propios hijos. Pero a diferencia del dios mitológico, el obraje nunca temió su propia destrucción, seguro de su poder sobre los hombres y de su capital sobre la justicia. La figura del hachero, aunque esfumada en la leyenda, pertenece al simbolismo de las luchas sociales. Es un emblema del fatalismo, de la injusticia, de un destino sellado en la tierra "nacido muerto para toda reivindicación legal". Se convirtió en un fantasma de la servidumbre feudal en plena época contemporánea, un insulto a las conquistas de la humanidad.

Su vida es un yugo permanente. Es un esclavo paria, un nómade que persigue al bosque para explotarlo, encadenado para siempre por la maléfica atracción del obraje. Los obrajes funcionaban como gigantescos campos de concentración en el corazón verde de la América morena, donde los hombres "trabajan, sufren y se pudren", rodeados de selva y distancia, sin poder escapar jamás.

La descripción que dejó el escritor Carlos Bernabé Gómez en su libro Hurgando la vida es un retrato brutal y poético que merece ser citado en toda su crudeza, un testimonio que, a pesar de las décadas, no ha perdido un ápice de vigencia:

"Los fuertes quebrachos que huracanes ni rayos lograron doblegar se abaten ahora en un resquebrajamiento de huesos. El hachero se curva y el hacha traza su círculo terrible. Los golpes se suceden con precisión matemática y en cada uno, el aire, expelido por el fuelle de los pulmones, silba en la garganta del hombre. El árbol, poco a poco va perdiendo sus gajos, y el hachero fortaleza. De repente al agresor se le oscurece la vista. Turbado el sentido cae, y un vómito de sangre epiloga la faena del día. A pesar de todo ha triunfado porque el árbol ha muerto, y él, vuelto en sí luego, retorna a la pocilga que le sirve de vivienda con el hacha homicida al hombro, los miembros fláccidos, la cabeza abrasada, las pupilas brillantes. Vuelve triste, no por los pedazos de entraña que ha dejado en el combate sino porque su victoria no ha sido completa al no haber alcanzado al sustento cotidiano..."

Gómez no se detiene ahí. Describe a los "retoños de los hombres que arrasaron la selva" como figuras apenas humanas: "Débiles, encorvados, abatidos, impotentes para la lucha por la vida luchan desesperadamente con la muerte". Son generaciones empujándose unas a otras hacia el abismo. En el obraje no se canta, porque allí "se ha extinguido la alegría y se ha desvanecido la esperanza de una vida mejor". El alma de estos hombres, escribe, se refleja en sus pupilas fatigadas, moviéndose en las entrañas de la selva "con un simiesco vaivén de marionetas. Ni una rebeldía, ni una protesta".

El destino del paria es un camino sin desvíos. Gómez lo resume con una contundencia que hiela la sangre: "¡Pobres hermanos! Desde el principio al fin tienen un solo camino empinado y abrupto: la miseria y el hambre; un solo manantial: el sudor y las lágrimas; un solo refugio: la tuberculosis, y una sola esperanza salvadora: la muerte prematura."

El hachero es, a la vez, víctima y victimario. Es su hacha la que derriba el árbol, pero él mismo es una herramienta desposeída, un engranaje más en la maquinaria de su propia aniquilación. Cada tronco hachado es "un trozo de vida malogrado", y los miles de troncos apilados semejan "muñones comidos por la lepra". Una batalla feroz donde los generales se salvaron con el oro del pillaje, mientras los soldados quedaron blanqueando como "torvos esqueletos" en el campo de batalla.

La Fiebre del Progreso y el Nacimiento del Desierto

¿Cómo se llegó a este punto de devastación sistemática? La respuesta se encuentra en el modelo de país que se forjó a fines del siglo XIX y principios del XX. Argentina se integraba al mundo como una "economía primaria exportadora". La pampa húmeda era el granero del mundo, y para que ese modelo funcionara, se necesitaba una infraestructura colosal.

La expansión de la red ferroviaria fue el gran catalizador. Argentina llegó a tener una de las redes de trenes más extensas del planeta. Y cada kilómetro de vía férrea exigía miles de postes y durmientes de madera dura. La leña y el carbón alimentaban las calderas de las locomotoras. Los palacios de la burguesía porteña se adornaban con parquet de maderas nobles. Los campos de la pampa se alambraban con postes de quebracho. Toda esta demanda insaciable apuntó en una dirección: los bosques del norte.

El gobierno facilitó el saqueo. En 1879, se reglamentó el corte de maderas en propiedad nacional. Pronto comenzaron las concesiones de miles de hectáreas. La llegada del ferrocarril al Chaco en 1892 y a Santiago del Estero a partir de 1890 abrió las puertas del infierno para la selva. Compañías de capital francés, como la Compañía Francesa de Ferrocarriles, impulsaron la explotación a una escala nunca antes vista.

Un hito clave fue la Ley Nacional Nº 4141 de 1902, que zanjó disputas limítrofes y otorgó a la provincia de Santiago del Estero más de 40.000 kilómetros cuadrados de territorio, incorporando los departamentos de Matará, Moreno, Copo y Alberdi. De la noche a la mañana, la provincia se encontró con la reserva forestal más importante del país. Según cálculos de Di Lullo, a principios del siglo XX, el 70% de la provincia estaba cubierta de bosques, lo que representaba la décima parte de toda la superficie forestal de Argentina.

La euforia se desató. Contratistas y obrajeros se lanzaron sobre Santiago del Estero, que se convirtió en la capital socio-económica del obraje. Se montó una explotación gigantesca e intensiva, atrayendo a miles de hombres en un espejismo de riqueza fácil. Pero este auge, como señala Canal-Feijóo, entrañaba una "barbarie injustificable". La "industria forestal", según él, "ha atentado directamente contra la naturaleza... Ha sido y sigue siendo elementalmente destructora; ha destruido la naturaleza sin sustituirle otra cosa".

El resultado fue un desastre ecológico y demográfico. Tras el obraje, quedaba el "yermo total, terrestre y celeste". La deforestación masiva provocó una disminución de la humedad atmosférica, desorden en el régimen de lluvias, calores y fríos más extremos. El "desierto absoluto que ya ni las fieras pueden habitar". Las estadísticas demográficas del norte argentino del siglo XX son elocuentes: tasas negativas de crecimiento, estancamiento poblacional, deserción escolar, alcoholismo, criminalidad y migraciones masivas. La industria forestal primitiva tiene una responsabilidad primordial en esta catástrofe social.

El Silencio del Bosque sin Leyenda

El obraje de hoy, o lo que queda de él, es hijo directo del obraje de ayer. Es la consecuencia de una forma de conquista del bosque que nunca se preocupó por la reforestación. Nadie recordó que un quebracho necesita más de 70 años para crecer. Se aceleró la declinación hasta llegar a un "diluvio de expiaciones en el espacio vacío de árboles", un diluvio de matorrales inútiles donde pasta un ganado raquítico.

El país marcha con cicatrices. El exterminio del bosque, junto al exterminio implícito del trabajador forestal, ha dejado una herida que no cierra. Las vidas de miles de hacheros que levantaron fortunas ajenas con sus manos callosas y sus pulmones destrozados no merecieron la menor conmiseración. No hay cruces ni monumentos para ellos en los caminos de la selva. En las memorias oficiales, son apenas una estadística de producción. Solo un gran silencio los cobija.

Esta crónica es un intento de oponerse a ese silencio, de rescatar del olvido la historia de una institución que fue, a la vez, motor de una economía dependiente y tumba de una riqueza natural invaluable. Es un llamado a reconocer las responsabilidades en este proceso de despojo.

Para cuando el país decida sanar sus heridas, recuperar sus bienes y restituir la dignidad a los valores humanos expoliados, el obraje será solo un recuerdo aberrante de lo que no debe volver a repetirse. Y el pálido fantasma del bosque sin leyenda, ese desierto terroso y languidecente, seguirá allí, como un documento mudo de la impiedad humana, un testimonio eterno del día en que el progreso fue sinónimo de muerte.

Fuentes consultadas:

* Alen Lascano, Luis C. El Obraje. Centro Editor de América Latina, 1972.

* Di Lullo, Orestes. El bosque sin leyenda.

* Gómez, Carlos B. Hurgando la vida.

* Canal-Feijóo, Bernardo. De la estructura mediterránea argentina.

* Dorfman, Adolfo. Historia de la Industria Argentina.

* Miranda, Guido. Tres ciclos chaqueños.

 

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sábado, 23 de agosto de 2025

Felipe Corpos: la voz quichua que encendió un fuego en Santiago del Estero

 Poeta, payador y militante cultural, fundador del Alero Quichua Santiagueño. Su vida fue breve, pero su legado continúa iluminando la memoria y la identidad de un pueblo.




El eco de una lengua ancestral

Cuando se habla de las raíces culturales de Santiago del Estero, el nombre de Felipe Benicio Corpos emerge como una de esas figuras que, aunque fugaces en tiempo de vida, lograron dejar marcas profundas. Corpos fue poeta, payador, quichuista y creador de uno de los movimientos más influyentes en la defensa del patrimonio lingüístico y cultural del norte argentino: el Alero Quichua Santiagueño.

Hablar de él es hablar de la lengua quichua, esa herencia ancestral que llegó desde los Andes y se aferró con fuerza al suelo santiagueño, convirtiéndose en una identidad propia. Una lengua que, pese a siglos de marginación y desprecio, sobrevivió en las casas campesinas, en las coplas improvisadas, en los rezos, en las charlas de patio y en las canciones. Felipe entendió desde muy joven que esa lengua necesitaba no solo sobrevivir, sino ocupar un lugar central en la cultura argentina.

Su vida, marcada por el talento, la pasión y el compromiso social, es también el relato de un tiempo donde las tradiciones luchaban por no ser arrasadas por la modernidad. Una historia que, contada en clave de crónica, permite comprender cómo un hombre sencillo del departamento Figueroa logró encender una llama que todavía hoy arde en cada chacarera quichua.

Infancia entre el monte y la lengua quichua

Felipe nació el 23 de agosto de 1935 en Villa Figueroa, un pueblo humilde y lleno de historia. Su infancia transcurrió en Los Nogales, Pampa Muyoj, donde cursó sus estudios primarios. Como muchos niños de su tiempo, creció entre las tareas rurales y el ritmo de la vida campesina, donde el idioma quichua era parte del aire.

En su hogar, las palabras en quichua no eran un lujo ni una rareza: eran el idioma de la familia, de las canciones, de los consejos. A los nueve años se trasladó a la ciudad de Santiago del Estero junto a sus padres, donde terminó la escuela secundaria en la Escuela de Comercio Antenor Ferreyra, obteniendo el título de Perito Mercantil.

Ese traslado marcó una primera tensión en su vida: la del muchacho de origen campesino que debía adaptarse a un entorno urbano, más formal, más distante de la lengua materna. Sin embargo, esa dualidad lo acompañaría siempre y sería uno de los motores de su futuro compromiso.

En Córdoba, adonde viajó para estudiar Abogacía, completó tres años de carrera. Allí entró en contacto con círculos universitarios, políticos y culturales, y seguramente profundizó su mirada crítica sobre la marginación de los pueblos originarios y sus lenguas. Sin embargo, decidió regresar a Santiago. Su destino no estaba en los estrados judiciales, sino en la defensa del quichua.

El encuentro con Sixto Palavecino

El regreso a su tierra natal fue decisivo. En 1968, Felipe conoció a Sixto Doroteo Palavecino, violinista, cantor y quichuista de fama creciente. Ese encuentro fue, como dicen algunos testigos, “una chispa en un campo seco”: la pasión de ambos por la lengua y la cultura popular los unió de inmediato.

Las charlas se hicieron largas, intensas, y pronto descubrieron que compartían una misma preocupación: el quichua estaba en riesgo. Seguía vivo, sí, pero acorralado, relegado al ámbito privado y sin reconocimiento público. La sociedad urbana lo consideraba un idioma “menor”, sin valor literario ni cultural.

Para ellos, en cambio, el quichua era un tesoro, una herencia que debía protegerse y difundirse. Y de esa coincidencia nació una amistad y una sociedad cultural que transformaría el mapa de la cultura santiagueña.

Nace el Alero Quichua Santiagueño

El 5 de octubre de 1969, junto a Vicente Salto y Domingo Antonio Bravo, Felipe y Sixto dieron vida al Alero Quichua Santiagueño. En principio, fue una audición radial, pero muy pronto se convirtió en mucho más que eso: un espacio de encuentro, de difusión y de construcción comunitaria.

El Alero tenía una característica inédita: era el primer programa radial de la Argentina realizado en lengua indígena americana. Allí no se hablaba de los campesinos, sino que eran los propios campesinos quienes hablaban, cantaban y contaban. Los micrófonos se abrían para la gente de los catorce departamentos quichuas de la provincia.

En una de sus aperturas radiales, Felipe resumía la esencia del proyecto:

 Alero Quichua Santiagueño: la voz del Santiago quichua, elevándose desde el remanso lingüístico santiagueño, hacia los cuatro rumbos cardinales del país, con la generosidad de un corazón nativo, y para mostrar desde el canto, la música, la copla, el cuento y el poema, los contornos espirituales de una raza y los perfiles de la cultura quichua”.

No era solo un programa de radio. Era un acto de dignidad.

Escuelas y filiales: la expansión del movimiento

El impacto fue inmediato. El Alero se convirtió en un referente cultural y en un movimiento vivo. En 1971, nació la primera filial en Villa Atamisqui, y pronto siguieron otras en Córdoba, Buenos Aires y Tucumán.

La expansión no era solo geográfica, sino también pedagógica. Felipe impulsó la creación de escuelas de quichua para la enseñanza en primaria y secundaria, y en 1973 se incorporó la cátedra de Cultura Quichua en el profesorado provincial. Ese mismo año, se dictaron cursos en distintos puntos de la provincia, a cargo de Corpos, Salto, Bravo y Mirtha Presas.

La tarea era titánica: enseñar a escribir una lengua que había sido transmitida de manera oral durante siglos. Pero la respuesta del público fue entusiasta. El quichua empezaba a salir de los patios y a ocupar un lugar en las aulas.

Discos, traducciones y mesas redondas

En paralelo, el Alero impulsó proyectos discográficos. En 1971 se editó el primer disco documental del canto quichua, con el sello Diapasón, gracias a la intervención de Alfredo Ábalos. En ese mismo material se incluyó la traducción al quichua del Martín Fierro, realizada por Vicente J. Salto, en adhesión al Año Hernandiano.

En 1973, Felipe organizó la primera mesa redonda radial sobre el nativismo en una emisora local. El tema fue nada menos que el origen de la chacarera, un debate que aún hoy sigue generando pasiones.

Ese mismo año, el Alero produjo el disco Santiago del Estero, desde sus coplas al país, que marcó un hito en la difusión de la cultura local a nivel nacional.

El poeta y su obra musical

Más allá del gestor cultural, estaba el poeta. Felipe fue autor de numerosas letras que luego se convirtieron en canciones populares. Muchas fueron musicalizadas por Sixto Palavecino, dando origen a piezas emblemáticas como El sacherito, Mi tata sabía cantar, Pa’ que bailen, Como el sacha mishi y La ñaupa ñaupa.

Otras obras surgieron de colaboraciones con distintos músicos: La ronquera con Estanislao Lastenio Castaño, La Atamishqueña con Andrés Chazarreta, Cómo por qué* con Juan Carlos Almada y Corazón de tanino con Carlos Orieta.

Aunque varias de estas canciones fueron grabadas, gran parte de su producción permanece inédita. Ese archivo oculto representa un patrimonio cultural que, tarde o temprano, deberá salir a la luz.

La militancia cultural y social

Felipe entendía que la lengua no podía separarse de la vida cotidiana. Por eso, en sus programas radiales y en sus escritos hablaba de costumbres campesinas, de prácticas agrícolas, de la sabiduría popular sobre las plantas, el clima y los animales. Rescataba refranes, adivinanzas y cuentos.

En 1974, fundó junto a otros artistas la Sociedad de Folkloristas Santiagueños (hoy Asociación de Folkloristas Santiagueños). Ese mismo año lanzó una nueva audición radial: Domingos Santiagueños, donde se abordaban los temas más profundos de la identidad local.

Su relación con la historia, la arqueología y la lingüística lo llevó a colaborar en investigaciones académicas, siempre con el objetivo de demostrar que la cultura popular no era un simple folklore de entretenimiento, sino un verdadero sistema de conocimientos.

Una vida breve, un legado eterno

El 13 de diciembre de 1974, un accidente truncó la vida de Felipe Corpos. Tenía apenas 39 años. La noticia cayó como un baldazo de agua fría en el ambiente cultural de Santiago y dejó un vacío imposible de llenar.

Sin embargo, su obra no murió con él. El Alero continuó funcionando, las escuelas siguieron enseñando quichua, y su nombre comenzó a resonar como símbolo de resistencia cultural. Hoy, una calle del Barrio Tradición de la capital santiagueña y la Escuela N° 408 de Pampa Muyoj llevan su nombre, manteniendo viva su memoria.

Reflexión final: la herencia de una voz

La historia de Felipe Corpos es la historia de un hombre que entendió que la cultura no se hereda por inercia, sino que se defiende con compromiso. Su vida breve nos recuerda que una sola voz, cuando se eleva con convicción, puede cambiar el rumbo de una comunidad.

El quichua santiagueño sigue vivo gracias a hombres como él. Y cada vez que alguien canta una chacarera en quichua, cada vez que un niño aprende sus primeras palabras en esa lengua, Felipe vuelve a nacer.

Su legado es un llamado a valorar lo propio, a resistir frente al olvido, a encontrar en la lengua y en la música un refugio y una bandera. En tiempos donde las culturas locales parecen diluirse en la marea global, la vida de Corpos nos invita a preguntarnos: ¿qué raíces estamos dispuestos a defender?

Porque, como él mismo lo dijo, el quichua no es solo un idioma: es “el corazón nativo que se abre hacia los cuatro rumbos cardinales”.

Fuentes consultadas:

* Alero Quichua Santiagueño- Diario El Liberal-Diccionario Cultural Santiagueño-María Teresa Papalardo-Antología de poetas santiagueños-Alfonso Nassif.

 

Alfredo Abalos, La voz de la chacarera

El folclorista santiagueño cumple 50 años con la música. Defiende el folclore "de fundamento" contra el "abolerado" y cuenta por qué no se lo reconoció hasta ahora.

 


 

Hace apenas unas horas que llegó de Santiago Don Alfredo Abalos. Vino a Buenos Aires prácticamente a secas, no trajo su bombo legüero ni ningún otro instrumento. Sólo su manera inconfundible de frasear se escucha en el segundo piso de la casa en San Cristóbal donde se instaló por unos días.

Enorme la figura de Abalos al final de escalera. Con una luz de mediodía que potencia el áurea circular de su barba y cabellera blanca, invita a pasar mientras reniega con un mate demasiado corto. La "voz de la Chacarera" festeja sus cincuenta años con la música. Esa es un poco la excusa de su retorno a la provincia en que nació un 21 de abril de 1938.

En una pequeña habitación está el afiche que promocionó su último recital en el ND Ateneo. "Es emocionante, ¿has visto? Tener después de tanto tiempo imágenes de uno por toda la Capital. Es el reconocimiento a una vida en la que me dediqué a hacer las cosas que consideraba tenían un valor musical y literario: rescatar la cultura de Santiago del Estero. Nunca grabé nada con la idea de cantar pavadas para vender algunos discos más".

A los 66 años, Alfredo Abalos está más sosegado, debido en gran parte al yoga, disciplina que practica a diario y que le recomendó Edmundo Rivero hace 40 años. "Uno ya no es tan insistidor, es importante marcar el camino y estar en cosas más espirituales", explica.

Hace 32 años que vive en el 8 de abril, un barrio criollo de la capital Santiagueña en el que eligió pasar su vida luego de abandonar San Fernando, ciudad donde se crió y pasó parte de su niñez. Allá: una vida simple "como se vivía antes, llegan los domingos y los vecinos traen una empanadita, por ahí hacemos un asado en la calle. Vivo con mi compañera, Muni, con quien estoy hace 35 años, y todavía canta lindo, y con mis cinco gatos. No me mueve nadie de ahí, hijo. Es el recuerdo: si habremos hecho en casa juntadas con Miguel Simón, Don Sixto (Palavecino), Pablo Raúl Trullenque, Felipe Corpos, Antonio Tarragó Ros".

Se fue para Santiago luego de escuchar desde chico los relatos de Andrés Chazarreta, quien solía parar en la casa de su abuelo. Abalos se crió con sus tíos luego de que su madre falleciera, dos meses después de su nacimiento. Era una casa de músicos: "Papá tocaba la flauta traversa, tío Julio el violín, tío Pancho el bandoneón; todo el mundo cantaba y los fines de semana eran música y música. Cuando me quise acordar también andaba garroteando un bombo, metiendo los dedos en el piano y haciendo los primeros acordes en la guitarra. Un día empecé a cantar también con el bombo y me escuchó Alberto Ocampo. Ahí nomás me sumó a su conjunto. Tenía 16 años".

Así empezó como bombisto en una de las canchas de básquet durante los carnavales en River. En la pista de al lado tocaba la orquesta de Aníbal Troilo y la Jazz San Francisco. Tiempo después, en el sótano de un bar en Paraná y Sarmiento, mientras estudiaba canto con Rubén de Alvarado, se cruzó con el Polaco Goyeneche y Edmundo Rivero, quien le regaló el primer libro de yoga para que aprendiera a respirar. Luego Leo Dan lo llevó al sello Diapasón para grabar su primer trabajo, Herencia folclórica. A partir de ahí, hizo más de quince discos. El último salió hace cuatro años, Te digo chacarera, donde tocó junto a sus hijos Santiago y Martín. Allí, en La doble sentenciosa, talla una de sus máximas como cantor: no me gusta incomodar ni conversar con cualquiera / y si alguno se aburre por culpa de lo que digo/ o se tapa los oídos o puede irse para afuera.

Un viejo cuento santiagueño dice que Tata Dios sólo sale a bailar truncas si las canta Alfredo Abalos. Pese a todo, en Abalos se confirma eso de que nadie es profeta en su propia tierra. Recién ahora, luego de una ausencia prolongada, retorna a los festivales: el próximo 25 de setiembre estará en el Festival de la Tradición en Añatuya.

¿Por qué piensa que no hay un reconocimiento hacia su figura?

No lo puedo explicar. Hemos salido de Santiago con Don Sixto, con Cuti y Roberto Carabajal y nos ha ido muy bien. La última vez, en el Festival de la Salamanca, han contratado a Los Nocheros y a nosotros no nos tuvieron en cuenta. Y esa ingratitud duele, esa idea de estar en la cosa del momento, llámese Soledad, Los Nocheros, Luciano Pereyra es lo que da plata. Ahí está la cosa. Lo que no quiere decir que lleven buena música.

¿Piensa que también usted ha tenido actitudes que lo han ido marginando?

Puede ser, pero no puedo evitar ser peleador defendiendo cosas que a mí me parecen valiosas. Hace cuatro años que no voy a Cosquín, la última vez me han hecho calentar fulero. Esa noche había subido un montón de gente valiosa como Suma Paz, Hugo Jiménez Agüero y nadie les daba bolilla porque esperaban el cierre con Los Nocheros. Entonces dije por el micrófono: "Ahora les voy a cantar una danza tradicional argentina que se baila, ustedes no la deben conocer porque han venido a escuchar boleros, se llama chacarera". ¿Me entiende? Uno no puede dejar de calentarse con eso. A mí me ha pasado de tocar en Santiago con la gente de moda y ver subir a Don Sixto y que todo se venga abajo.

Usted fue el primero en grabar "Angélica" de Roberto Cambaré, y contó una vez que fue bastante criticado por Atahualpa Yupanqui por algo parecido.

Sí, tenía una métrica de zamba pero la letra era medio, como digo ahora, abolerada... romántica. Don Ata, que era tan criollo, nos criticó duro; era bravo cuando criticaba a la gente joven. Nos dijo algo parecido de lo que ahora pienso del folclore abolerado. De esa crítica hemos aprendido a distinguir el folclore abolerado del folclore con fundamento. Hay que respetar las raíces.

Juan José Santillán

Folclore se escribe con C

 



Hace más de 26 años se realizó en Santiago del Estero una campaña muy importante en favor de la castellanización de la palabra "folclore".

El principal motor de esta inquietud fue el Dr. Domingo Antonio Bravo, quien se dedicó a publicar artículos sobre esta propuesta y a realizar presentaciones ante la Academia Argentina de Letras, así como en el III° Congreso de las Academias de Lenguas, que se llevó a cabo en Bogotá, Colombia, en julio de 1960.

La postura liderada por DOMINGO BRAVO era válida y contaba con fundamentos sólidos, algo que él mismo destacó en un artículo publicado en El Liberal el 15 de junio de 1960, hace ya más de 26 años. El título de ese artículo era "Folklore, la posición santiagueña se ajusta a la acentuación del idioma", y se basaba en la propuesta de otros países de América que consideraban que, al adaptar la palabra inglesa al español, debía hacerse como aguda -folclor- ya que así es como generalmente se pronuncia.

En ese artículo que al "folclorizarse", la palabra debería hacerse con la "e" final, puesto que la palabra, para nosotros, era trisílaba: fol - clo - re, ya que esa "e" al final se pronunciaba naturalmente.

En esos, interpretando en sentir general, tras analizar la propuesta formulada por DOMINGO BRAVO, en forma de apoyo, El Liberal dispuso escribir la voz: FOLCLORE, como la sosteníamos los santiagueños, es decir con "c" en lugar de "k". Y así se hizo durante años.

Pero el tiempo...y ya no en vano todo el entusiasmo de esos años fue quedando atrás y "folclore" volvió a escribirse con "k", incluso en El Liberal.

Todos parecieron olvidarse de los fundamentos serios de la propuesta...pero la propuesta había sido tan sólida y tan generalizada que la Real Academia, dispuso castellanizar el vocablo inglés y así, en el Diccionario Oficial de 1970, ya estaba "FOLCLORE" con "c". En realidad, estaba ya en 1970 y está en la última edición del Diccionario de la Academia casi toda una familia de palabras, derivadas de esa voz de origen inglés. En efecto, está folclor, folclore, folclórico y folclorista. Últimamente, estaría faltando el verbo "folclorear", que es común, de uso corriente y de comprensión generalizada.

Si bien es cierto que la Academia parece inclinar su preferencia por el vocablo "folclor" que es la forma como se pronunciaba la palabra inglesa "folklore", también ha incorporado el léxico de nuestra lengua folclore, como lo decimos aquí y en extensas zonas del país.

Lo curioso, lo lamentable, y hasta un poco decepcionante, es ver cómo en nuestros medios se ha olvidado lo correcto y acertado de la forma santiagueña de escribir "FOLCLORE" con "c". En su lugar, se ha vuelto a popularizar la versión inglesa del término, ¡es decir, con "k"! Por lo tanto hay que desterrar la inglesa "Folklore" y ajustarse a lo resuelto por la alta corporación de la lengua castellana que la incorpora al léxico como "FOLCLORE", es decir con "c", al igual que folclórico y folclorista. Señalamos que es tan importante la determinación de la Real Academia, que revistas extranjeras, entre ellas la muy difundida "Selecciones", escribe "folclore" con "c".

(ELVIO AROLDO ÁVILA, 11 de noviembre de 1986, El Liberal)

DEL LIBRO INÉDITO "ANÉCDOTAS DE FOLCLORISTAS SANTIAGUEÑOS " DE OMAR SAPO ESTANCIERO

El retrato oficial de Mama Antula: la historia del artista que la pintó en su lecho de muerte, cómo su obra fue arruinada y la restauración que la rescató.

En 1799, tras el fallecimiento de Santa María Antonia de San José, las hermanas que compartían la Casa de Ejercicios decidieron llamar al pintor José de Salas para que hiciera una copia. Esto fue parte de la recuperación del primer cuadro, que hoy en día se considera el retrato oficial de la Santa. También se abordaron los detalles sobre la reactivación de la causa y las personas que estuvieron involucradas en ella.

El paño con la copia del cuadro de Mama Antula que pintó Salas, en la Basílica de San Pedro. La Santa nunca se dejó retratar en vida. Salas debió pintarla muerta... pero como si estuviera con vida

El 7 de marzo de 1799, a las tres de la tarde, María Antonia, la beata fundadora, falleció en la Casa de Ejercicios. Ante este hecho, notaron que nunca se había realizado un retrato de ella, dado que jamás lo había permitido en vida. Ante el inminente sepelio (que se realizó al otro día, de madrugada, en el camposanto de la iglesia de la Piedad), raudamente se fue a buscar a la ciudad a José Salas. Cabe recordar que la Casa de Ejercicios estaba ubicada muy lejos de casco céntrico, y había que atravesar tres arroyos para llegar a la plaza de la Victoria (actual plaza de Mayo). Además, cuando llovía, eran imposibles de atravesar.

Cuando José de Salas arribó, trazó unos esbozos del rostro de la difunta y con ellos se retiró a pintar el cuadro. Era muy común que se retrataran cuadros con religiosas fallecidas, como por ejemplo la colección de cuadros de las “monjas coronadas” en el Perú. Pero a Salas le solicitaron que la pintara viva, y no difunta.

Por lo tanto, el pintor ubicó a María Antonia de pie, frente a la Casa de Ejercicios, envuelta en su manto negro, que utilizaba en forma de velo y vestida con un hábito negro y al cuello un velo blanco que lo cubre. El cuadro es un óleo cuyas dimensiones son 125 cm de alto por 90 cm de ancho, incluido el marco de madera. La paleta de colores aplicada se limita al ocre, al rojo y al negro. El cuerpo de la beata ocupa la mayor parte de la superficie pictórica. Su rostro se destaca por la forma angular y por la mirada ensimismada, orientada hacia la derecha. En su mano derecha sostiene una cruz alta y en la izquierda un libro abierto. Detrás de ella se observa la puerta de ingreso a la casa de ejercicios. Salas escribirá -textual- debajo del cuadro: “Doña María Antonia de la Paz. Fundadora de esta Santa Casa. Nació en la ciudad de Santiago del Estero el año de 1730; i murió en esta Capital el día 7 de marzo de 1799. Este retrato es obra de Don José Salas, quien, por afecto a esta Señora, lo colocó graciosamente… para perpetuar su memoria.”

De este epígrafe, queda clarísimo que Salas nos dijo dónde nació: “en la ciudad de Santiago del Estero” y el año “1730″. ¿Por qué dudar de un contemporáneo de la santa que dejará por escrito en su obra semejante dato? Si este dato hubiera sido erróneo ¿no creen que lo corregiría? Salas y la santa misma en sus cartas repiten una y otra vez: “…nací en Santiago del estero”. Y otro dato importante: coloca el año de nacimiento.

Este retrato fue colgado en la habitación donde falleció la Santa, pero con el paso del tiempo y el descuido se fue deteriorando. Al notar esto, y antes de sufrir unos de los tantos repintes, fue convocado el pintor retratista García del Molino, para que basando en el cuadro de Salas pintara otro, y así lo hizo.

Lo pintó en 1861, con el fin de reemplazar al de Salas. Es probable que este encargo implicara un desafío significativo por el prestigio de la imagen primigenia, y García del Molino escribirá sobre el mismo cuadro en forma de ovalo: “Da. María Antonia de la Paz. Fundadora de esta Santa Casa de exercicios Espirituales de Buenos Aires, Montevideo y otras. Nació en la ciudad de Santiago del Estero en el año 1730 y murió en esta B° Ayres el 7 de marzo de 1799. D n. José de Salas (a) el madrileño hizo el retrato de la Fundadora y obsequió con él esta Casa. No estando ya bueno este y hubiéndo aparecido el bosquejo original, su paisano Cura de Sn Telmo Dn Ramón García costeó el presente en el año 1861. Pint. p. Fdo García del Molino”

Acá, García del Molino nos repite el lugar del nacimiento y el año, nadie lo corrigió, y eran contemporáneos a la santa. Es decir que los datos eran certeros. Este cuadro de García del Molino podemos observar que es diametralmente opuesto al de José de Salas. Pero era copia fiel… ¿Cómo es posible?

El cuadro de Mama Antula que pintó Salas, muy deteriorado y oscuro antes de la restauración


El cuadro que observó García del Molino cuando hizo la copia es tal y como lo copió. La cuestión es que, con el paso de los siglos, el cuadro de Salas tuvo hasta 12 repintes. Y es importante aclarar que García del Molino encontró los bosquejos del cuadro original, él mismo nos lo dice: “…No estando ya bueno este y habiendo aparecido el bosquejo original…”

La imagen que observamos en García del Molino, es de una señora mayor, (recordemos que tenía 69 años vividos en el s. XVII) con pelo cano y de cara más redonda y este será el rostro de la estatua mortuoria que mandará a ejecutar Mons. Ezcurra en Génova, Italia para depositar en su sepulcro de la actual santa en la basílica de la Piedad. Estas imágenes distan mucho de lo que hoy observamos en el cuadro de Salas.

Fuente: Infobae

miércoles, 20 de agosto de 2025

Termas de Río Hondo y las "aguas del sol"

 


La ciudad de Río Hondo, cuyo nombre original era Miraflores, es un centro de turismo cuya importancia radica en el balneario termal junto al río Dulce. Sobre este mismo río se halla el Dique Frontal, el cual embalsa un lago artificial apto para la náutica y la pesca deportiva.

El dique fue inaugurado en 1967 con el fin de atenuar las crecidas, mejorar el riego y generar energía.

Las aguas del río Dulce eran ya conocidas desde la época precolombina con el nombre de Aguas del Sol. El prestigio de la ciudad existe desde hace siglos; los príncipes del Alto Perú - los incas- llegaban a las "aguas milagrosas" para disfrutar de un microclima único y darle energía termomineral a sus vidas.

Antes de la llegada de los españoles habitaban la zona aborígenes sedentarios, los tonocotes. Estos se ubicaron a orillas del Soconcho, río de aguas mansas, que en quechua se llamó Misky Mayu y los españoles tradujeron como Río Dulce.

Fueron los príncipes incas quienes organizaron caravanas desde el Cuzco, cruzando el altiplano hasta las orillas del Misky Mayu, para aprovechar las virtudes de las yacu rupáj (aguas calientes) consideradas por ellos de origen divino.

Los incas decían que sus manantiales traían el fuego de la tierra y daban milagrosamente la salud al sufriente o al enfermo. Su fama se extendió con los relatos hasta el imperio del Hijo del Sol, en las alturas del Tahuantisuyo.

Las postas de Vinará y Miraflores le acercaron viajeros ilustres en la época de la Conquista: San Francisco Solano, los congresales de Tucumán, el Ejército del Norte, Facundo Quiroga y los Taboada.

A comienzo del siglo XX, Termas era un villorrio de 300 habitantes y comenzaban a surgir los primeros hoteles para el turismo que encontró algunos precursores a fines del XIX, ya que el primer alojamiento se construyó en 1884.

Fue reubicada a 21 kilómetros de su sitio primitivo en el año 1966, para construir el Dique Frontal.

Su emplazamiento original se encuentra cubierto por las aguas del lago.

Fue declarada ciudad el 6 de septiembre de 1954, pero el Municipio obtuvo su autonomía recién en 1958 y se eligió como primer intendente municipal al sr. Luis Jorge Manzur.

Hoy, es el mayor centro turístico de la provincia y uno de los más importantes de la región.

Se cuenta que san Francisco Solano pasó por la antigua villa rumbo al Tucumán, para proveerse de madera de nogal y construir el templo que hoy se levanta en la ciudad capital de Santiago del Estero. Al regresar, se encontró en las cercanías de Villa Río Hondo con el gran río crecido (río Dulce). Era humanamente imposible vadearlo, pero el santo, se cuenta, desató su cordón, lo arrojó al río y dijo: "Río Hondo, no impedirás nuestro paso". Entonces las aguas se abrieron. Fue el primero en tocar la otra orilla y dejó sus huellas y la de su mula en una piedra que aún se conserva y venera en la nueva Capilla Villa Río Hondo.

A partir de este hecho milagroso, el Santo de la Cruz y el Violín es venerado en la región y el nombre original de Miraflores se transformó a Río Hondo.

Fuente: facebook/elpatiosantiagueño

domingo, 17 de agosto de 2025

Los prisioneros ingleses que vivieron en Santiago del Estero

Después de la derrota de la primera invasión inglesa a Buenos Aires, unos cien soldados británicos fueron trasladados como prisioneros a Santiago del Estero. Allí vivieron durante casi un año, vestidos con ropa de civiles, despojados de sus uniformes y lejos de imaginar que algunos terminarían echando raíces en la tierra que los recibió como enemigos.



Un episodio curioso en medio de las invasiones inglesas

La historia suele recordarse con grandes batallas y nombres resonantes, pero entre sus pliegues se esconden escenas pequeñas, casi íntimas, que revelan cómo la vida cotidiana se cruzaba con la política y la guerra. Una de esas escenas ocurrió en 1806, tras la derrota de William Carr Beresford en Buenos Aires durante la primera invasión inglesa.

El entonces comandante Santiago de Liniers, temeroso de un nuevo intento británico, ordenó la dispersión de los prisioneros hacia distintas provincias. Así, el 2 de septiembre de 1806, unos 1200 soldados ingleses fueron repartidos en el interior del virreinato. Santiago del Estero recibió alrededor de cien de ellos.

Soldados sin uniforme y casi desnudos

El historiador Carlos Roberts, en su clásico libro Las invasiones inglesas (1938), relata que los uniformes de los prisioneros fueron retirados para vestir a las tropas criollas: los Migueletes, los Cazadores de caballería y los Morenos de infantería. Como consecuencia, los ingleses enviados a Santiago del Estero llegaron en condiciones penosas.

El gobernador de la provincia informó que los soldados arribaron “casi desnudos”, con ropas de civiles improvisadas, mal alimentados y en evidente estado de precariedad. Aquella imagen, insólita y despojada de la épica militar, contrastaba con la visión de los invasores europeos que habían desembarcado con uniformes brillantes apenas unos meses antes.

Diez meses de convivencia y un destino inesperado

Los prisioneros permanecieron en Santiago durante unos diez meses, tiempo en el cual compartieron la vida cotidiana de la población local. Algunos llegaron acompañados de sus esposas e hijos, lo que transformó aquel cautiverio en una convivencia compleja pero menos rígida de lo que se podría imaginar en un contexto bélico.

Tras la segunda derrota británica, en 1807, muchos de los prisioneros fueron repatriados a Inglaterra. Sin embargo, algunos se negaron a regresar. Se habían adaptado a la vida en el interior del virreinato, habían formado vínculos y, en más de un caso, comenzaron nuevas vidas en tierras lejanas a las que los habían visto nacer.

Reflexión final

Este episodio, apenas mencionado en los grandes relatos de las invasiones inglesas, abre una ventana a la dimensión humana de la historia. Más allá de las batallas y las estrategias militares, estaban los cuerpos y las vidas de hombres que, derrotados y humillados, encontraron en un rincón del norte argentino un lugar donde reescribir su destino.

A veces, la historia no avanza solo con cañones y tratados, sino también con esas historias mínimas de supervivencia, desarraigo y arraigo inesperado.

Fuentes consultadas:

* Roberts, C. (1938). Las invasiones inglesas. Buenos Aires: Editorial Huarpes.

* Documentos del gobierno colonial citados en la investigación de Roberts.

sábado, 16 de agosto de 2025

Atacama, el alma feliz: Un viaje a los orígenes de Termas de Río Hondo

 


En septiembre, Termas de Río Hondo soplará las velitas de su 71° aniversario como ciudad. Pero antes de las avenidas arboladas, los hoteles de lujo y el murmullo de los turistas, hubo un territorio que fue semilla de vida y de encuentros: Atacama, un lugar donde la memoria todavía late bajo el agua del embalse.

Donde todo comenzó

El 6 de septiembre no es solo una fecha en el calendario. Para quienes habitamos Termas, es un recordatorio de orgullo y de pertenencia. Sin embargo, la verdad es que cada aniversario también abre una pregunta incómoda y hermosa a la vez: ¿de dónde venimos?

Y ahí aparece un nombre antiguo, con peso y ternura: Atacama. Según documentos coloniales y relatos que viajaron de boca en boca, significa “alma feliz” en quechua. Y es que no costaba imaginarlo: tierras que daban abrigo, manantiales que parecían regalos escondidos, el río Dulce como venas de agua fresca. Un sitio que parecía hecho para abrazar la vida.

Un territorio tejido por culturas

Mucho antes de que los conquistadores españoles dejaran huella, Atacama ya era punto de encuentro. Los arqueólogos lo saben bien: allí aparecieron urnas funerarias, trozos de cerámica y hasta puntas de lanza con seis mil años de antigüedad.

Eran huellas de pueblos que encontraron en este rincón lo esencial para vivir: peces en el río, frutos de la caza, suelos generosos para cultivar y aguas termales que sanaban el cuerpo y, quizá, también el espíritu.

El investigador Sebastián Sabater suele contarlo con una mezcla de fascinación y cariño: “Era un sitio extraordinario. Tenía todo lo necesario para vivir bien, y eso lo sabían tanto los pueblos originarios como los conquistadores que vinieron después”. No sorprende, entonces, que más del 90% de las piezas que hoy se muestran en el museo provengan de ese mismo suelo.

De las mercedes al agua que lo cubrió todo

El tiempo, sin embargo, trae giros inesperados. En 1655, la Corona española concedió la Merced de Atacama al capitán Juan Pérez Moreno: un extenso territorio de 9.000 hectáreas que abarcaba buena parte de la actual ciudad.

Aquellas tierras pronto se convirtieron en escenario de pleitos y herencias. Apellidos como Sotelo, Galiano o Figueroa Roldán quedaron atados a escrituras y disputas que, de alguna manera, siguen resonando en los documentos antiguos.

Y después vino el capítulo más doloroso: la construcción del dique. La obra estatal expropió terrenos, tapó manantiales y sumergió casas, corrales y hasta un mausoleo familiar bajo las aguas del nuevo embalse. A veces, cuando el lago baja, la historia vuelve a mostrarse: ladrillos, paredes, aljibes que reaparecen como fantasmas discretos de un pasado que se niega a hundirse del todo.

La memoria que no se rinde

Aunque la tierra quedó bajo el agua, Atacama nunca desapareció. Vive en los objetos guardados, en los relatos que pasan de generación en generación, en las piezas que se rescatan de la orilla cuando el embalse deja ver lo que esconde.

Sabater recuerda con una sonrisa el inicio de todo: comenzó juntando pedacitos de cerámica mientras pescaba. Los guardaba en una caja de zapatillas, sin sospechar que aquel gesto sencillo sería el germen del museo que hoy cuenta la historia milenaria de la región.

Hablar de Atacama, entonces, es hablar de raíces. Es entender que Termas no nació con el turismo, sino con el pulso de los pueblos originarios que supieron leer en esta tierra un refugio para prosperar.

Una memoria compartida

Desde Termas Nuestra Historia, cada semana intentamos encender esa chispa: traer a la mesa relatos, voces y objetos que no merecen quedarse dormidos en archivos polvorientos. Porque la historia cobra sentido cuando circula: en una sobremesa familiar, en una charla de escuela, en una plaza bajo el sol o incluso en un post de redes sociales.

Y la verdad es que la invitación sigue abierta: fotos antiguas, cartas de abuelos, recuerdos guardados en un cajón… todo suma al mosaico que vamos armando entre todos. Porque la memoria no es propiedad privada ni tarea de unos pocos iluminados: la escribimos juntos, cada vez que recordamos y compartimos.

Fuentes consultadas

* Gramajo de Martínez Moreno, A. (1960). Historia de Santiago del Estero en sus tierras y familias*. Santiago del Estero: Ediciones del Norte.

* Archivo Histórico de Santiago del Estero. Merced de tierras de Atacama (1655). Documento original.

* Sabater, S. (2023). Entrevistas y notas de campo para Museo Arqueológico Regional. Comunicación personal.

* López, J. L. (2023). “Atacama, alma feliz: el primer trazado de nuestra historia”. Proyecto Termas Nuestra Historia.

Tucumanos firmes ante el motín santiagueño

 


Por: Por Carlos Páez de la Torre H

En 1865 marcharon juntos a la Guerra del Paraguay guardias nacionales de Tucumán y de Santiago. Estos últimos se amotinaron en La Viuda.

El 1 de mayo de 1865, los gobiernos de la Argentina, Brasil y Uruguay firmaron el tratado ofensivo y defensivo de “la Triple Alianza” contra la República del Paraguay, que presidía Francisco Solano López. Pocos días después se iniciaba aquella sangrienta contienda, que se extendió hasta 1870 con miles de muertos. El 9 de mayo, la Argentina anunció oficialmente que estaba en guerra.

En las provincias, las autoridades empezaron de inmediato a tomar medidas. En Tucumán, el gobernador José Posse declaró “en estado de asamblea” a la Guardia Nacional, e impuso el enrolamiento en ella de todo vecino de entre 17 y 45 años, además de prohibir a los hombres abandonar el territorio sin autorización militar.

Tucumán en armas

El 4 de mayo se dirigió a la Sala de Representantes, exponiendo la situación creada al país por la Guerra del Paraguay. Acompañaba impresos oficiales remitidos por el Gobierno Nacional. Ellos ilustraban, decía, sobre “el estado de guerra en que se halla la República, sorprendida en su reposo por fuerzas paraguayas, con alevosía salvaje, en plena paz, sin motivo ni pretexto para la agresión vandálica que acaba de sufrir el suelo de la patria, en la provincia hermana de Corrientes”.

Informaba Posse que, por lo tanto, había procedido a “poner en armas la provincia”, alistando la Guardia Nacional para que “esté pronta a la voz del presidente de la República (el general Bartolomé Mitre), si es llamada al servicio de guerra”. Esperaba “del patriotismo de mis conciudadanos, que el nombre tucumano no quedará oscuro en la lucha, y que todos concurrirán donde el deber los llame”. Al mismo tiempo aguardaba, sobre el asunto, una “manifestación de la Sala”, que fuera “expresión viva y genuina de los sentimientos de todo el vecindario de la provincia”.

550 hombres

Cuatro días más tarde, la Sala sancionó una ley autorizando a Posse a dirigirse al Ejecutivo Nacional “ofreciéndole el concurso y decidida cooperación del pueblo tucumano” en la contienda. Se lo autorizaba, igualmente, a “disponer de las rentas de la Provincia como lo estimase conveniente y lo requieran las exigencias de la guerra”.

El gobernador actuó con celeridad. En pocos días logró reunir un contingente de 550 hombres, de los cuales 450 pertenecían a la Guardia Nacional y el resto eran enganchados. Además, y de acuerdo con las instrucciones de Buenos Aires, acuarteló en la ciudad un batallón de reserva de 500 plazas. Simultáneamente con estas medidas, el vecindario, con ayuda del Gobierno, aportaba fondos para auxiliar a las familias de los guardias movilizados.

El 8 de agosto, el contingente partió de Tucumán rumbo a Santiago del Estero. Estaba previsto que, en el pueblo de Matará, debía unirse con los guardias alistados de la vecina provincia. Todo el conjunto estaría bajo el mando del general Antonino Taboada, quien los conduciría personalmente hasta su destino.


Taboada al mando

Amos de Santiago eran, desde varios años atrás, los miembros de la familia Taboada, incondicionales del presidente Mitre. En esos momentos gobernaba la provincia un primo de aquellos, Absalón Ibarra, con el general Antonino Taboada como ministro. Desde el frente de guerra del Paraguay, Mitre había pedido -el 12 de mayo- que Santiago enviara fuerzas para engrosar las de la Triple Alianza. Requería que, además del número dispuesto para reforzar el ejército de línea, le mandara una división extra, para la caballería. Y al día siguiente, desde Corrientes, insistía en que se apurase.

En agosto, llegó a Matará el contingente de Tucumán.

Se le unieron allí los dos batallones santiagueños, que totalizaban 800 hombres, y se pusieron en marcha, con el general Taboada a su frente. El 8 de setiembre, llegaban al fortín La Viuda, ubicado entre Frías y Loreto. En ese punto acamparon.

Motín y represión

Pero a la mañana siguiente, cuando Taboada dio la orden de ensillar, los santiagueños huyeron gritando “¡Vamos vendidos, compañeros!” y se alejaron del fuerte a toda carrera. Entretanto, el contingente de Tucumán cumplía la orden de ensillar sin moverse de su sitio. El episodio era una muestra de algo que se repitió en otros puntos del país. El pueblo no quería ir a pelear al Paraguay. Era una guerra que no comprendían y que, para ellos, significaba dejar familia y trabajo, sin saber si algún día iban a volver.

Cabecillas de la revuelta de La Viuda, según el historiador Luis Alén Lascano, eran “los sargentos José Electo Varela, Tadeo Moreno, Hilario Barreto, Marcelino Ardiles, numerosos cabos y soldados”. El general Taboada, enfurecido, organizó la implacable cacería de los alzados. Los persiguió sin compasión “por campos y pueblos” y pudo capturar a muchos. Designó un Consejo de Guerra, presidido por el coronel Juan Manuel Fernández, que condenó a muerte a la mayoría y a otros les aplicó penas que oscilaban entre los 5 y 10 años de servicio en la frontera.

Informe oficial

Los acusaban de intento de asesinato de jefes, ataque al cuartel principal, traición y fuga. Los fusilamientos se llevaron a cabo, dice Alén Lascano, en Matará, Atamisqui o Sumamao. Algunos de los alzados lograron refugiarse en Córdoba.

En su mensaje a la Legislatura de Santiago, el gobernador Ibarra, el 1 de octubre de 1865, informaba que “cuando la provincia se preparaba a enviar 800 soldados, cuando la marcha se había ya emprendido por el desierto, un puñado de traidores que, formados en las filas, habían logrado seducir, con la infamia y el engaño, a algunos alistados, fraguaron un motín escandaloso en el fuerte La Viuda”.

Añadía que “su plan revolucionario, según las declaraciones de los apresados, era tan inicuo como sus almas”. Se proponían “el asesinato alevoso de todos los jefes y, consumado este hecho, enarbolar el trapo de la reacción”. Afirmaba que “gracias al Todopoderoso, los amotinados de La Viuda fueron contenidos por el valor de los jefes, el apoyo de la escolta que acompaña al ministro general y el contingente de Tucumán, que ha cumplido con su deber”.

No más santiagueños

Informaba que, de las declaraciones de los cabecillas capturados, “se colige que habían ramificaciones ocultas fuera de la provincia”.

De todo esto informaron el gobernador Ibarra y el ministro Taboada, al titular de la cartera de Guerra, general Julián Martínez, y al presidente interino de la Nación, doctor Marcos Paz. Frente a los hechos, Paz “consideró conveniente suspender nuevos reclutamientos, en atención a la sequía padecida por la provincia”. A pesar de eso, el Gobierno Nacional volvió a pedir 500 soldados a Santiago, en 1866, encargando a Taboada que los trajese hasta Rosario. Pero el gobernador Ibarra, dice Alén Lascano, “respondió en agosto con evasivas, esforzado en disimular la impopularidad de la contienda”

Años después, el 30 de octubre de 1868, José Posse (que había perdido ya toda la simpatía que alguna vez tuvo por la poderosa familia santiagueña), tocaba el tema en carta a Domingo Faustino Sarmiento. Le recordaba “aquella sublevación en La Viuda, que a no ser el contingente de Tucumán que se mantuvo firme, tiempo hace que hubiera dado cuenta a Dios de sus malas obras toda la estirpe Taboada...” Fuente: La Gaceta

Principios y fines autonomistas