martes, 18 de noviembre de 2025

Cómo una chacarera terminó escrita en la Constitución: la historia política detrás de “Añoranzas”

¿Cómo llegó una canción nacida del dolor del desarraigo a convertirse en “himno cultural” por decisión de una Convención Constituyente? ¿Y por qué, aun cuando cambió el signo político del gobierno, nadie se atrevió a tocar ese artículo? La historia de “Añoranzas” dice mucho más sobre el poder, la nostalgia y el folclore de Santiago del Estero de lo que parece a primera vista.



Una Constitución que suena a chacarera

Imagine que abrís la Constitución de una provincia argentina y, entre artículos sobre la organización de los poderes del Estado, plazos, competencias y reelecciones, te encontrás con esto:

 “Adóptase como Himno Cultural de la Provincia de Santiago del Estero la obra musical ‘Añoranzas’ (chacarera), con letra y música de Julio Argentino Jerez”.

No es el programa de un festival. Es el texto constitucional reformado en 1997 en Santiago del Estero. Una chacarera –quizás la chacarera más emblemática de la provincia– transformada en símbolo oficial del Estado.

La escena abre una pregunta incómoda: ¿por qué, en medio de una reforma híper conflictiva, un gobierno acusado de “modelo autoritario” decide coronar como himno cultural una canción que habla del dolor de estar lejos del pago? ¿Un gesto romántico… o una jugada política finísima?

Este artículo reconstruye, en clave narrativa, el contexto en el que “Añoranzas” fue adoptada como himno cultural en 1997 y reafirmada en la reforma de 2005, cuando el juarismo ya había caído. Lo hace siguiendo la investigación de Ramón Esteban Chaparro (2017), quien rastreó en la prensa santiagueña –sobre todo en el diario El Liberal– las huellas de esa decisión y lo que revela sobre el uso político del folclore tradicional.

La chacarera que cantan los que se fueron

Para entender la potencia simbólica de “Añoranzas” hay que volver a su origen.

La canción fue registrada en 1942 por Julio Argentino Jerez, en una provincia atravesada por un fenómeno doloroso: la emigración masiva. A mediados del siglo XX, Santiago del Estero perdió miles de habitantes que se vieron obligados a partir hacia Buenos Aires y otras grandes ciudades, empujados por la necesidad económica. Trabajo había lejos; el pago quedaba atrás.

“Añoranzas” recoge la voz de ese sujeto que se fue. Un yo que, desde la distancia, extraña la tierra natal, su paisaje, su rancho, sus afectos. No es la nostalgia edulcorada del turista, sino el desgarro del que tuvo que irse para sobrevivir. La canción se volvió, con los años, el himno íntimo de los santiagueños dispersos por el país.

Setenta años después de su creación, seguía vigente en peñas, patios, festivales y discos. Si uno piensa en el cancionero santiagueño, “Añoranzas” aparece entre las primeras. Y, casi inevitablemente, vinculada a las voces de Los Manseros Santiagueños, uno de los conjuntos que contribuyeron a fijarla en la memoria colectiva.

Pero lo que en principio parece solo una historia musical, se vuelve política cuando la chacarera cruza de escenario y entra en la Constitución.

Una provincia que reescribe su Constitución una y otra vez

Santiago del Estero sancionó su primera Constitución en 1856. Desde entonces, según cuenta la historiadora María Tenti de Laitán (1998), la carta magna fue reformada al menos diez veces hasta 1997. Es decir: en promedio, cada texto constitucional duró apenas catorce años.

Si sumamos las reformas de 2002 y 2005, ese promedio baja incluso más. Y lo que podría leerse como vitalidad institucional, muchas veces responde a algo bastante menos épico: la necesidad de adaptar las reglas del juego a los intereses del gobernante de turno.

En 1997, quien tenía el control político de la provincia era Carlos Juárez, figura central de la política santiagueña durante décadas. Fue él quien impulsó una nueva reforma constitucional. En las elecciones para convencionales constituyentes, el justicialismo se impuso con el 52 % de los votos frente al 42 % de la Alianza Para Todos (que agrupaba distintos desprendimientos del radicalismo y otras fuerzas). Había, además, un pequeño sector peronista disidente, la Corriente Renovadora, con un magro 2 %.

La Convención sesionó apenas cincuenta días: del 10 de noviembre al 30 de diciembre de 1997. Pero ese breve período concentró una intensidad política que el diario El Liberal retrató con un léxico casi bélico.

 “Todo hace temer una guerra”: el clima de la reforma de 1997

El trabajo de Chaparro se apoya en un minucioso relevamiento de las ediciones de El Liberal durante los meses de la reforma. El resultado es un mosaico de conflictos simultáneos, dentro y fuera de la Convención, que trazan un cuadro de provincia crispada.

Adentro de la Convención

La pelea central oponía al oficialismo justicialista con la Alianza opositora. Los puntos más discutidos eran, previsiblemente, aquellos que favorían a Juárez: especialmente la posibilidad de reelección y otras enmiendas que consolidaban su poder.

La oposición denunció un “modelo autoritario” y terminó retirándose de las sesiones, cuestionando la legitimidad del proceso. La Iglesia Católica, en la voz del obispo Gerardo Sueldo, fue igual de dura: dijo que la nueva Constitución era “más fascista que democrática”.

Afuera: la conflictividad se multiplica

Mientras tanto, en distintos puntos de la provincia estallaban conflictos de todo tipo, amplificados por la prensa:

* En Campo Gallo, se enfrentaban dos líneas políticas locales –la del intendente Jhon Bosco Mendonza y la del exintendente Amado T. Chamorro– en un clima tan tenso que El Liberal abrió su edición del 1 de noviembre con un enorme titular y foto de cortes de ruta.

* En la capital, había guerra fría (y no tan fría) entre empresarios y choferes de colectivos, y los remiseros, acusados de competencia desleal por los primeros. El conflicto tenía un fondo político: estaba atravesado por la disputa entre el juarismo y el intendente radical Mario Bonacina.

* En el área de salud, el Instituto de Obra Social del Empleado Provincial chocaba con el Colegio de Médicos por el pago de prestaciones con bonos.

* Entre el Ejecutivo y la Iglesia, el obispo Sueldo criticaba lo que consideraba una “militarización” de la policía provincial, apuntando directamente a Juárez.

* Entre el gobierno y la prensa, El Liberal se cruzaba con los convencionales oficialistas tras un editorial sobre el cobro de juicios por inmuebles quemados durante el “santiagueñazo” de 1993.

No es casual que muchas de estas noticias ocuparan la tapa o la parte superior de las páginas, con grandes titulares, fotos, columnas de opinión y hasta chistes gráficos. Los verbos elegidos reforzaban el dramatismo: los conflictos no “comenzaban”, “estallaban”; no había diferencias, sino “guerra”. Un ejemplo recogido por Chaparro: “Todo hace temer una guerra”, decía el diario el 14 de noviembre en su portada.

El investigador se apoya en el análisis crítico del discurso de Teun van Dijk para leer estas elecciones como algo más que simple color periodístico: son formas de enmarcar la realidad, de presentar al lector un “nosotros” y un “ellos” en permanente tensión.

¿Quién es el verdadero “nosotros” santiagueño?

Detrás de cada uno de esos conflictos, Chaparro detecta un mismo movimiento: una disputa por apropiarse del “nosotros” santiagueño. Es decir, de la identidad legítima de la comunidad.

Simplificando mucho, podríamos dividir las voces en dos grandes bloques:

* La oposición, entendida como la Alianza, el obispo Sueldo y el propio diario El Liberal.

* El oficialismo, encabezado por Juárez y sus dirigentes, incluidos varios convencionales.

Ambos hablan en nombre del mismo destinatario: el pueblo de Santiago del Estero. Ese pueblo aparece siempre como víctima, pero el victimario varía según quién hable.

* Para la oposición, el pueblo sufre las prácticas clientelares y autoritarias del juarismo.

* Para el oficialismo, el peligro viene del accionar “disolvente” de la oposición, que no respeta la voluntad de la mayoría.

Cada sector se autopercibe como defensor de una dimensión clave de ese pueblo:

* La oposición dice defender su libertad.

* El oficialismo dice resguardar su unidad.

El juego consiste en presentarse como el “yo” legítimo que habla con un “tú” (el pueblo) al que hay que proteger… del otro. Esa lógica de amigos/enemigos es un clásico de la política, pero en Santiago del Estero, a fines de los noventa, se cargó de un ingrediente particular: el folclore.

Cuando el folclore entra a la sala de sesiones

En ese clima enrarecido, el oficialismo necesitaba gestos que construyeran consenso, aunque fuera por fuera de los debates más conflictivos. Y ahí aparece el folclore.

Durante buena parte del proceso, el gobierno mantuvo en reserva su proyecto de reforma. Ni siquiera sus propios convencionales conocían con precisión todos los artículos a modificar. Esa opacidad aumentaba las sospechas de la oposición, que denunciaba una maniobra para “blindar” a Juárez y a su entorno.

En ese contexto, la decisión de incorporar símbolos identitarios –bandera, escudo, escarapela– funcionó como un movimiento más amable, casi patriótico. Pero hubo un detalle significativo: mientras la Convención le dio rango constitucional a la ley que había creado la bandera provincial en 1985, no hizo lo mismo con el viejo “Himno a Santiago del Estero” (de 1953), que casi nadie conocía.

En cambio, optó por algo radicalmente distinto: elevar a rango de “Himno Cultural” una canción del cancionero popular, masiva, entrañable, omnipresente: “Añoranzas”.

El jurista Peter Häberle sostiene que las constituciones suelen incluir himnos y símbolos porque funcionan como “fuentes emocionales de consenso” para la comunidad política. Si eso es cierto, la elección tenía una lógica contundente: un himno escolar que pocos podían tararear difícilmente generaría consenso; una chacarera que todo el mundo se sabe de memoria, sí.

La jugada no se quedó en el papel. Para el acto de jura del nuevo texto, la mayoría justicialista convocó a figuras del folclore tradicional: Los Manseros Santiagueños, Los Tobas, La Chacarerata Santiagueña, entre otros. Muchos de ellos, justamente, eran celebrados casi a diario en las páginas de El Liberal como la encarnación del folclore “auténtico” de la provincia.

Era la foto perfecta: el gobierno juarista, cuestionado por “autoritarismo”, rodeado en la ceremonia de las mismas voces que la oposición consagraba como símbolo de la verdadera santiagueñidad. Una escena de legitimación recíproca.

Y lo más llamativo: nadie en la oposición cuestionó la adopción de “Añoranzas”. Se discutieron la reelección, las garantías, la relación con la Iglesia… pero no el nuevo himno cultural. El Liberal, que dedicaba páginas enteras al folclore tradicional, se limitó a informar el hecho en párrafos finales, sin críticas explícitas.

Para Chaparro, ese “silencio prudente” dice tanto como mil editoriales: el folclore tradicional era un terreno común, un lenguaje compartido por las élites enfrentadas.

Más allá de la política: la batalla por la “santiagueñidad” también se daba en las góndolas

Revisando día por día El Liberal, la investigación detecta algo más: el folclore y la identidad no solo eran armas en la arena política, sino también en el mundo empresarial.

Disco vs. Sinchi: cuando los supermercados se vuelven gauchos

A fines de los noventa llegaron a la provincia los hipermercados Disco y Libertad. La reacción de los supermercados locales fue rápida: se agruparon en una asociación llamada Sinchi, palabra que en quichua significa “fuerte”.

Su lema publicitario era, literalmente, una antinomia: “Compre súper cerca y no gaste su dinero híper lejos”. El mensaje era claro: defendamos lo nuestro frente a la “invasión extranjera” de las grandes cadenas.

En el fondo, Sinchi se apropiaba de una vieja oposición muy arraigada en el imaginario santiagueño: lo local vs. lo de afuera, lo campero vs. lo importado. Una lógica que “Añoranzas” misma refuerza cuando contrapone el pago a la gran ciudad.

Disco respondió con otra jugada simbólica: organizó un certamen de música folclórica para celebrar su primer aniversario, con el padrinazgo de Sixto Palavecino –violinista, cantor, referente de la lengua quichua– y el auspicio tanto del gobierno provincial como de El Liberal.

El isotipo del concurso era toda una declaración de intenciones: un mapa de Santiago del Estero sobre el que se superponían un bombo, una guitarra y un sol. El hipermercado, en clave de “patio criollo”.

Así, en el terreno comercial, las estrategias eran similares a las políticas: apropiarse de símbolos identitarios para integrarse al “nosotros” santiagueño y seducir a un mismo “tú”: el consumidor-ciudadano.

¿Qué se entendía por “folclore auténtico” a fines del siglo XX?

Para entender por qué “Añoranzas” se convirtió en la candidata perfecta a himno cultural, hay que mirar cómo se construía la idea de “folclore tradicional” en el discurso público de la época.

En El Liberal –y en buena parte de las élites culturales y políticas– el folclore “auténtico” tenía una serie de rasgos bastante definidos:

1. Temas: el pago perdido y el pasado feliz

Se valoraban especialmente las canciones que hablaban del pago lejano y del pasado idealizado. La nostalgia era la emoción central: el personaje que se fue, que sufrió la distancia y que sueña con volver.

Los repertorios reseñados en el diario lo muestran con claridad: chacareras dedicadas a pueblos del interior, al monte, a la vida de rancho. Incluso, cuando el intendente Bonacina quiso ilustrar la hospitalidad santiagueña en un acto por el Día de la Tradición, citó otra chacarera famosa cuyo personaje reconoce, después de vagar lejos, que lo que buscaba siempre había estado en el lugar donde nació.

En ese mismo evento se anunció la futura construcción de un anfiteatro llamado Plaza Añoranzas, homenaje directo a la chacarera de Jerez. El topónimo, otra vez, hacía del recuerdo del pago una marca urbana y política.

2. Continuidad con el pasado y desconfianza hacia la innovación

El folclore valioso era el que mantenía continuidad con una tradición heredada de generación en generación. Se celebraba a quienes “nunca se apartaron del estilo” con el que empezaron en los años 50 o 60, y se miraba con recelo cualquier intento de renovación.

En los ochenta había surgido una movida que mezclaba folclore con rock, incorporaba baterías, guitarras eléctricas y nuevos temas urbanos. Para buena parte del mundo tradicionalista, esa apertura era una amenaza.

Un epígrafe de El Liberal sobre el grupo Los Sacha lo dice todo: los presenta como “rockeros arrepentidos” que abandonaron el rock para dedicarse al folclore… y a quienes “les va mucho mejor” desde ese giro. El mensaje es transparente: lo nuevo es desviación; lo tradicional, el camino correcto.

3. Ruralidad, gauchos y “cosas de la tierra”

El universo imaginario del folclore auténtico era rural. El personaje emblemático: el gaucho. En las fotos del diario, músicos y bailarines aparecían con sombrero, pañuelo al cuello, bombachas, botas, poncho.

Se repetían imágenes y referencias a:

* El rancho como símbolo de la felicidad perdida.

* Destrezas criollas como la jineteada.

* Costumbres como el mate y el asado.

* Personajes campesinos como la popular “Doña Shalu”, creación teatral/musical de Graciela Alicia López.

El folclore urbano, la vida de barrio en las ciudades, la experiencia de las periferias contemporáneas casi no aparecían en ese paisaje.

4. Guardianes mayores y jóvenes discípulos

El protagonismo lo tenían artistas que ya eran parte del panteón: Los Manseros Santiagueños, Los Tobas, Sixto Palavecino, Alberto Leguizamón, La Chacarerata Santiagueña, entre otros. Muchos de ellos eran ya adultos mayores en los años noventa.

Los jóvenes eran bienvenidos en la medida en que se situaran como continuadores respetuosos de esos “maestros”. Se los valoraba cuando interpretaban “las cosas nuestras”, cuando se declaraban herederos, no innovadores.

En una entrevista, Alfredo Toledo, de Los Manseros, agradecía que las nuevas generaciones cantaran composiciones de su grupo. Otro ejemplo: el pianista Marcelo Perea tituló uno de sus discos Piano santiagueño. Homenaje a los maestros, y fue celebrado por su “exquisita forma de ejecutar las cosas nuestras”.

El mensaje implícito: el lugar del joven es el de aprendiz devoto, no el de creador de algo distinto.

5. Géneros preferidos: la supremacía de la chacarera

Aunque se mencionaban zambas, gatos y escondidos, la chacarera ocupaba el trono indiscutido. No solo porque se canta, sino porque se baila: es música de fiesta, de celebración colectiva.

En el concurso folclórico organizado por Disco, por ejemplo, una de las categorías específicas era “chacarera inédita”, y la sección de danza también giraba en torno a ese ritmo.

Frente a géneros más contemplativos, como la vidala –que aparece asociada a espectáculos “artísticos y didácticos”–, la chacarera se presenta como el latido festivo del pueblo.

6. Instrumentos emblemáticos: bombo, guitarra y, si se puede, violín

Otro rasgo definitorio: la insistencia en ciertos instrumentos como marca de autenticidad. El combo casi fijo en las fotos era guitarra y bombo, a veces sumando el violín, sobre todo si el protagonista era Sixto Palavecino.

El logo del concurso de Disco –mapa de la provincia con bombo y guitarra– condensaba ese imaginario.

7. La marca del quichua

El quichua santiagueño aparecía como otro sello de identidad tradicional, visible en:

* Letras de canciones (con términos quichuas para nombrar personas, paisajes, características físicas).

* Nombres de conjuntos: Dúo Shunko, Los Sacheros.

* Nombres de personajes (Doña Shalu) y de organizaciones (la misma Sinchi).

Era un modo de enlazar lenguaje, música y territorio.

8. “Mantener vivo el sentir nacional”

Finalmente, el folclore tradicional era presentado como algo más que entretenimiento: una misión. Un editorial y notas del Día de la Tradición hablaban de “mantener vivo el sentir nacional”, de “reivindicar el canto que nos identifica”.

En esa clave, el folclore no es solo una práctica cultural: es la forma en que “el pueblo” preserva su esencia. Una esencia que, curiosamente, se definía siempre por elementos del pasado, rurales, homogeneizadores, dejando en la sombra otras experiencias santiagueñas más contemporáneas y conflictivas.

Las reglas silenciosas de lo que se puede decir

En este punto entra en juego la noción de hegemonía discursiva propuesta por el teórico Marc Angenot. Según él, en cada época hay un “sistema regulador” que define qué se puede decir, cómo, y desde dónde resulta verosímil hablar.

Chaparro aplica esa idea al Santiago del Estero de fines del siglo XX: más allá de sus peleas públicas, las élites políticas, mediáticas y culturales compartían un marco común sobre lo que era “natural” decir cuando se hablaba del pueblo santiagueño.

En ese marco, el folclore tradicional –con todas las características que vimos– funcionaba como un terreno de acuerdo. El oficialismo podía mostrar que defendía “la identidad del santiagueño” incorporando a la Constitución un símbolo de ese universo; la oposición no podía criticar esa movida sin traicionarse a sí misma, porque venía celebrando ese mismo universo día tras día.

Por eso, la adopción de “Añoranzas” como himno cultural resultó, en términos de Angenot, casi inevitable: se ajustaba perfectamente a los “principios reguladores de lo decible” en la provincia. Era la canción correcta, en el momento justo, para ganar un plus de legitimidad en medio de un mar de sospechas.

2003–2005: cae el juarismo, pero la chacarera queda

La historia, sin embargo, no termina en 1997. Y aquí aparece un dato revelador.

En 2003, el doble crimen de La Dársena –el asesinato de dos jóvenes mujeres, con implicancias que rozaban al entorno del poder– detonó una ola de indignación social que terminó con la intervención federal de la provincia y la caída estrepitosa del juarismo. Nina Aragonés de Juárez, entonces gobernadora, dejó el cargo en medio del escándalo.

En 2005 se convocó a una nueva reforma constitucional con un claro objetivo “antijuarista”: revisar y desarmar las enmiendas que habían favorecido la perpetuación en el poder. La Convención estuvo dominada por la Unión Cívica Radical y sectores peronistas disidentes, con el radical Gerardo Zamora –intendente de la capital en 2003– ya camino a la gobernación.

El clima político había cambiado por completo. Pero al revisar la nueva Constitución, hay un artículo que permanece prácticamente intacto: el que declara a “Añoranzas” como himno cultural de la provincia. Ni siquiera se modifica el verbo “Adóptase”, lo que genera confusión sobre en qué año exacto se tomó la decisión.

El historiador Antonio Castiglione, por ejemplo, adjudica erróneamente la adopción del himno a la reforma de 2005, cuando en realidad el artículo viene de 1997 y fue ratificado.

Ese “detalle” es, en realidad, una pista crucial: cambian los gobiernos, se reconfiguran las alianzas, cae una figura que parecía indestructible… pero el consenso en torno a ciertos símbolos permanece.

El “nosotros” de las élites se reacomoda, pero no se rompe. El folclore tradicional –y “Añoranzas” en particular– sigue siendo un capital simbólico que ningún sector político quiere perder.

Nostalgia: cuando el amor al pago inmoviliza

Llegamos entonces al corazón de la hipótesis de Chaparro: ¿qué rol juega la nostalgia que atraviesa “Añoranzas” en este entramado?

En principio, podríamos decir: ¿qué problema hay con extrañar el pago? ¿No es lógico que quienes se fueron sientan ese tirón del origen? Claro que sí. La nostalgia, como recuerda la crítica Linda Hutcheon, es una emoción ambivalente: puede ser crítica, consciente de la distancia entre pasado y presente… o puede volverse idealizante, conservadora, ciega a los conflictos.

Lo que el análisis de Chaparro sugiere es que, en el discurso de las élites políticas y mediáticas santiagueñas de fin de siglo, se privilegió una nostalgia acrítica, que hizo del recuerdo del pasado una forma de conjurar el malestar del presente.

En esa lectura “oficial” de “Añoranzas”:

* Amar el pago es recordarlo en su esplendor idealizado, no preguntarse por qué tanta gente tuvo que irse.

* Cantar sobre la belleza del rancho y del monte es olvidar las desigualdades que empujan a la emigración.

* Volver simbólicamente, en la canción, reemplaza la discusión sobre si es posible, hoy, vivir dignamente en la provincia.

La exaltación de las raíces, de las “tradiciones”, de la “historia” se presenta como la forma más alta de amor a Santiago del Estero. Y se promueve, al mismo tiempo, un cierto desdén por el presente, percibido como degradado en comparación con ese pasado glorioso que se canta.

La nostalgia se vuelve así –en palabras de Chaparro, apoyado en Angenot– un instrumento de control: orienta los afectos del pueblo hacia el pasado, lo que reduce la energía disponible para cuestionar el orden actual. Es más fácil emocionarse con una chacarera que discutir la estructura de poder que hace que, generación tras generación, emigrar parezca la única salida.

¿qué hacemos hoy con nuestras “añoranzas”?

Nada de esto significa que haya que dejar de cantar “Añoranzas”, ni desterrar el folclore tradicional, ni mucho menos. La música que emociona a un pueblo, la lengua quichua, los relatos del monte y del rancho, forman parte de una memoria valiosa que merece seguir viva.

El punto es otro: reconocer que esos símbolos no son neutros, que han sido y son usados por distintos sectores para construir legitimidad, para definir quiénes entran y quiénes quedan afuera del “nosotros”.

Saber que una chacarera puede terminar escrita en la Constitución debería llevarnos a mirar con otros ojos lo que cantamos en las peñas, en las escuelas, en los actos oficiales. A preguntarnos:

* ¿Qué pasado estamos idealizando cuando entonamos estas canciones?

* ¿Qué presente estamos dejando afuera del cuadro?

* ¿Quiénes se benefician cuando el amor al pago se formula solo en términos de recuerdo y no de derecho a un presente más justo?

Quizás el desafío sea practicar una nostalgia crítica: una que nos permita reconocer las heridas del desarraigo, la belleza de las tradiciones y, al mismo tiempo, discutir las condiciones que siguen empujando a tantos a irse.

“Añoranzas” seguirá siendo, probablemente, una de las bandas sonoras de Santiago del Estero. Lo que podemos elegir es cómo la escuchamos: si como un arrullo que adormece la incomodidad del presente, o como un espejo que nos devuelve una pregunta incómoda sobre las deudas todavía abiertas con quienes, desde lejos o desde adentro, siguen soñando con un pago más habitable.

Este artículo se basa principalmente en:

* Chaparro, Ramón Esteban (2017). “El folclore que nos une. La adopción de ‘Añoranzas’ como himno cultural de Santiago del Estero”. Dossier – Revista de Culturas y Literaturas Comparadas, Vol. 7.

* Tenti de Laitán, María (1998). “Cien años de historia”, en Retrato de un siglo. Una visión integral de Santiago del Estero desde 1898. Santiago del Estero: El Liberal.

* Castiglione, Antonio (2010). Historia de Santiago del Estero (Bicentenario 1810–2010). Santiago del Estero: Latingráfica.

* Constitución de la Provincia de Santiago del Estero (1997 y 2005).

* Angenot, Marc (2010). El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible. Buenos Aires: Siglo XXI.

* van Dijk, Teun (2004). “Discurso y dominación”.

* Häberle, Peter (2010). “El significado de las constituciones en la perspectiva de las ciencias culturales”. Pensamiento jurídico, n.º 28.

* Otras referencias a cancioneros santiagueños, trabajos de Cristina Elgue-Martini y Linda Hutcheon sobre nostalgia y melancolía, y el diccionario quichua-castellano de Domingo Bravo, citados en el trabajo original de Chaparro.

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