¿Cómo llegó una canción nacida del dolor del desarraigo a convertirse en “himno cultural” por decisión de una Convención Constituyente? ¿Y por qué, aun cuando cambió el signo político del gobierno, nadie se atrevió a tocar ese artículo? La historia de “Añoranzas” dice mucho más sobre el poder, la nostalgia y el folclore de Santiago del Estero de lo que parece a primera vista.
Una
Constitución que suena a chacarera
Imagine que abrís la
Constitución de una provincia argentina y, entre artículos sobre la
organización de los poderes del Estado, plazos, competencias y reelecciones, te
encontrás con esto:
“Adóptase como Himno Cultural de la Provincia
de Santiago del Estero la obra musical ‘Añoranzas’ (chacarera), con letra y
música de Julio Argentino Jerez”.
No es el programa de un
festival. Es el texto constitucional reformado en 1997 en Santiago del Estero.
Una chacarera –quizás la chacarera más emblemática de la provincia–
transformada en símbolo oficial del Estado.
La escena abre una
pregunta incómoda: ¿por qué, en medio de una reforma híper conflictiva, un
gobierno acusado de “modelo autoritario” decide coronar como himno cultural una
canción que habla del dolor de estar lejos del pago? ¿Un gesto romántico… o una
jugada política finísima?
Este artículo
reconstruye, en clave narrativa, el contexto en el que “Añoranzas” fue adoptada
como himno cultural en 1997 y reafirmada en la reforma de 2005, cuando el
juarismo ya había caído. Lo hace siguiendo la investigación de Ramón Esteban
Chaparro (2017), quien rastreó en la prensa santiagueña –sobre todo en el
diario El Liberal– las huellas de esa decisión y lo que revela sobre el uso
político del folclore tradicional.
La
chacarera que cantan los que se fueron
Para entender la potencia
simbólica de “Añoranzas” hay que volver a su origen.
La canción fue registrada
en 1942 por Julio Argentino Jerez, en una provincia atravesada por un fenómeno
doloroso: la emigración masiva. A mediados del siglo XX, Santiago del Estero
perdió miles de habitantes que se vieron obligados a partir hacia Buenos Aires
y otras grandes ciudades, empujados por la necesidad económica. Trabajo había
lejos; el pago quedaba atrás.
“Añoranzas” recoge la voz
de ese sujeto que se fue. Un yo que, desde la distancia, extraña la tierra
natal, su paisaje, su rancho, sus afectos. No es la nostalgia edulcorada del
turista, sino el desgarro del que tuvo que irse para sobrevivir. La canción se
volvió, con los años, el himno íntimo de los santiagueños dispersos por el
país.
Setenta años después de
su creación, seguía vigente en peñas, patios, festivales y discos. Si uno
piensa en el cancionero santiagueño, “Añoranzas” aparece entre las primeras. Y,
casi inevitablemente, vinculada a las voces de Los Manseros Santiagueños, uno
de los conjuntos que contribuyeron a fijarla en la memoria colectiva.
Pero lo que en principio
parece solo una historia musical, se vuelve política cuando la chacarera cruza
de escenario y entra en la Constitución.
Una
provincia que reescribe su Constitución una y otra vez
Santiago del Estero
sancionó su primera Constitución en 1856. Desde entonces, según cuenta la
historiadora María Tenti de Laitán (1998), la carta magna fue reformada al
menos diez veces hasta 1997. Es decir: en promedio, cada texto constitucional
duró apenas catorce años.
Si sumamos las reformas de
2002 y 2005, ese promedio baja incluso más. Y lo que podría leerse como
vitalidad institucional, muchas veces responde a algo bastante menos épico: la
necesidad de adaptar las reglas del juego a los intereses del gobernante de
turno.
En 1997, quien tenía el
control político de la provincia era Carlos Juárez, figura central de la
política santiagueña durante décadas. Fue él quien impulsó una nueva reforma
constitucional. En las elecciones para convencionales constituyentes, el
justicialismo se impuso con el 52 % de los votos frente al 42 % de la Alianza
Para Todos (que agrupaba distintos desprendimientos del radicalismo y otras
fuerzas). Había, además, un pequeño sector peronista disidente, la Corriente
Renovadora, con un magro 2 %.
La Convención sesionó apenas
cincuenta días: del 10 de noviembre al 30 de diciembre de 1997. Pero ese breve
período concentró una intensidad política que el diario El Liberal retrató con
un léxico casi bélico.
“Todo hace temer una guerra”: el clima de la
reforma de 1997
El trabajo de Chaparro se
apoya en un minucioso relevamiento de las ediciones de El Liberal durante los
meses de la reforma. El resultado es un mosaico de conflictos simultáneos,
dentro y fuera de la Convención, que trazan un cuadro de provincia crispada.
Adentro
de la Convención
La pelea central oponía
al oficialismo justicialista con la Alianza opositora. Los puntos más
discutidos eran, previsiblemente, aquellos que favorían a Juárez: especialmente
la posibilidad de reelección y otras enmiendas que consolidaban su poder.
La oposición denunció un
“modelo autoritario” y terminó retirándose de las sesiones, cuestionando la
legitimidad del proceso. La Iglesia Católica, en la voz del obispo Gerardo
Sueldo, fue igual de dura: dijo que la nueva Constitución era “más fascista que
democrática”.
Afuera:
la conflictividad se multiplica
Mientras tanto, en
distintos puntos de la provincia estallaban conflictos de todo tipo,
amplificados por la prensa:
* En Campo Gallo, se
enfrentaban dos líneas políticas locales –la del intendente Jhon Bosco Mendonza
y la del exintendente Amado T. Chamorro– en un clima tan tenso que El Liberal
abrió su edición del 1 de noviembre con un enorme titular y foto de cortes de
ruta.
* En la capital, había
guerra fría (y no tan fría) entre empresarios y choferes de colectivos, y los
remiseros, acusados de competencia desleal por los primeros. El conflicto tenía
un fondo político: estaba atravesado por la disputa entre el juarismo y el
intendente radical Mario Bonacina.
* En el área de salud, el
Instituto de Obra Social del Empleado Provincial chocaba con el Colegio de
Médicos por el pago de prestaciones con bonos.
* Entre el Ejecutivo y la
Iglesia, el obispo Sueldo criticaba lo que consideraba una “militarización” de
la policía provincial, apuntando directamente a Juárez.
* Entre el gobierno y la
prensa, El Liberal se cruzaba con los convencionales oficialistas tras un
editorial sobre el cobro de juicios por inmuebles quemados durante el
“santiagueñazo” de 1993.
No es casual que muchas
de estas noticias ocuparan la tapa o la parte superior de las páginas, con
grandes titulares, fotos, columnas de opinión y hasta chistes gráficos. Los
verbos elegidos reforzaban el dramatismo: los conflictos no “comenzaban”,
“estallaban”; no había diferencias, sino “guerra”. Un ejemplo recogido por
Chaparro: “Todo hace temer una guerra”, decía el diario el 14 de noviembre en
su portada.
El investigador se apoya
en el análisis crítico del discurso de Teun van Dijk para leer estas elecciones
como algo más que simple color periodístico: son formas de enmarcar la
realidad, de presentar al lector un “nosotros” y un “ellos” en permanente tensión.
¿Quién
es el verdadero “nosotros” santiagueño?
Detrás de cada uno de
esos conflictos, Chaparro detecta un mismo movimiento: una disputa por
apropiarse del “nosotros” santiagueño. Es decir, de la identidad legítima de la
comunidad.
Simplificando mucho,
podríamos dividir las voces en dos grandes bloques:
* La oposición, entendida
como la Alianza, el obispo Sueldo y el propio diario El Liberal.
* El oficialismo,
encabezado por Juárez y sus dirigentes, incluidos varios convencionales.
Ambos hablan en nombre
del mismo destinatario: el pueblo de Santiago del Estero. Ese pueblo aparece
siempre como víctima, pero el victimario varía según quién hable.
* Para la oposición, el
pueblo sufre las prácticas clientelares y autoritarias del juarismo.
* Para el oficialismo, el
peligro viene del accionar “disolvente” de la oposición, que no respeta la
voluntad de la mayoría.
Cada
sector se autopercibe como defensor de una dimensión clave de ese pueblo:
* La oposición dice
defender su libertad.
* El oficialismo dice
resguardar su unidad.
El juego consiste en
presentarse como el “yo” legítimo que habla con un “tú” (el pueblo) al que hay
que proteger… del otro. Esa lógica de amigos/enemigos es un clásico de la
política, pero en Santiago del Estero, a fines de los noventa, se cargó de un
ingrediente particular: el folclore.
Cuando
el folclore entra a la sala de sesiones
En ese clima enrarecido,
el oficialismo necesitaba gestos que construyeran consenso, aunque fuera por
fuera de los debates más conflictivos. Y ahí aparece el folclore.
Durante buena parte del
proceso, el gobierno mantuvo en reserva su proyecto de reforma. Ni siquiera sus
propios convencionales conocían con precisión todos los artículos a modificar.
Esa opacidad aumentaba las sospechas de la oposición, que denunciaba una
maniobra para “blindar” a Juárez y a su entorno.
En ese contexto, la
decisión de incorporar símbolos identitarios –bandera, escudo, escarapela–
funcionó como un movimiento más amable, casi patriótico. Pero hubo un detalle
significativo: mientras la Convención le dio rango constitucional a la ley que
había creado la bandera provincial en 1985, no hizo lo mismo con el viejo
“Himno a Santiago del Estero” (de 1953), que casi nadie conocía.
En cambio, optó por algo
radicalmente distinto: elevar a rango de “Himno Cultural” una canción del
cancionero popular, masiva, entrañable, omnipresente: “Añoranzas”.
El jurista Peter Häberle
sostiene que las constituciones suelen incluir himnos y símbolos porque
funcionan como “fuentes emocionales de consenso” para la comunidad política. Si
eso es cierto, la elección tenía una lógica contundente: un himno escolar que
pocos podían tararear difícilmente generaría consenso; una chacarera que todo
el mundo se sabe de memoria, sí.
La jugada no se quedó en
el papel. Para el acto de jura del nuevo texto, la mayoría justicialista
convocó a figuras del folclore tradicional: Los Manseros Santiagueños, Los
Tobas, La Chacarerata Santiagueña, entre otros. Muchos de ellos, justamente,
eran celebrados casi a diario en las páginas de El Liberal como la encarnación
del folclore “auténtico” de la provincia.
Era la foto perfecta: el gobierno
juarista, cuestionado por “autoritarismo”, rodeado en la ceremonia de las
mismas voces que la oposición consagraba como símbolo de la verdadera
santiagueñidad. Una escena de legitimación recíproca.
Y lo más llamativo: nadie
en la oposición cuestionó la adopción de “Añoranzas”. Se discutieron la
reelección, las garantías, la relación con la Iglesia… pero no el nuevo himno
cultural. El Liberal, que dedicaba páginas enteras al folclore tradicional, se
limitó a informar el hecho en párrafos finales, sin críticas explícitas.
Para Chaparro, ese
“silencio prudente” dice tanto como mil editoriales: el folclore tradicional
era un terreno común, un lenguaje compartido por las élites enfrentadas.
Más allá de la política:
la batalla por la “santiagueñidad” también se daba en las góndolas
Revisando día por día El
Liberal, la investigación detecta algo más: el folclore y la identidad no solo
eran armas en la arena política, sino también en el mundo empresarial.
Disco
vs. Sinchi: cuando los supermercados se vuelven gauchos
A fines de los noventa
llegaron a la provincia los hipermercados Disco y Libertad. La reacción de los
supermercados locales fue rápida: se agruparon en una asociación llamada
Sinchi, palabra que en quichua significa “fuerte”.
Su lema publicitario era,
literalmente, una antinomia: “Compre súper cerca y no gaste su dinero híper
lejos”. El mensaje era claro: defendamos lo nuestro frente a la “invasión
extranjera” de las grandes cadenas.
En el fondo, Sinchi se
apropiaba de una vieja oposición muy arraigada en el imaginario santiagueño: lo
local vs. lo de afuera, lo campero vs. lo importado. Una lógica que “Añoranzas”
misma refuerza cuando contrapone el pago a la gran ciudad.
Disco respondió con otra
jugada simbólica: organizó un certamen de música folclórica para celebrar su
primer aniversario, con el padrinazgo de Sixto Palavecino –violinista, cantor,
referente de la lengua quichua– y el auspicio tanto del gobierno provincial
como de El Liberal.
El isotipo del concurso
era toda una declaración de intenciones: un mapa de Santiago del Estero sobre
el que se superponían un bombo, una guitarra y un sol. El hipermercado, en
clave de “patio criollo”.
Así, en el terreno
comercial, las estrategias eran similares a las políticas: apropiarse de
símbolos identitarios para integrarse al “nosotros” santiagueño y seducir a un
mismo “tú”: el consumidor-ciudadano.
¿Qué
se entendía por “folclore auténtico” a fines del siglo XX?
Para entender por qué
“Añoranzas” se convirtió en la candidata perfecta a himno cultural, hay que
mirar cómo se construía la idea de “folclore tradicional” en el discurso
público de la época.
En
El Liberal –y en buena parte de las élites culturales y políticas– el folclore
“auténtico” tenía una serie de rasgos bastante definidos:
1. Temas: el pago perdido
y el pasado feliz
Se valoraban
especialmente las canciones que hablaban del pago lejano y del pasado
idealizado. La nostalgia era la emoción central: el personaje que se fue, que
sufrió la distancia y que sueña con volver.
Los repertorios reseñados
en el diario lo muestran con claridad: chacareras dedicadas a pueblos del
interior, al monte, a la vida de rancho. Incluso, cuando el intendente Bonacina
quiso ilustrar la hospitalidad santiagueña en un acto por el Día de la
Tradición, citó otra chacarera famosa cuyo personaje reconoce, después de vagar
lejos, que lo que buscaba siempre había estado en el lugar donde nació.
En ese mismo evento se
anunció la futura construcción de un anfiteatro llamado Plaza Añoranzas,
homenaje directo a la chacarera de Jerez. El topónimo, otra vez, hacía del
recuerdo del pago una marca urbana y política.
2. Continuidad con el
pasado y desconfianza hacia la innovación
El folclore valioso era
el que mantenía continuidad con una tradición heredada de generación en
generación. Se celebraba a quienes “nunca se apartaron del estilo” con el que
empezaron en los años 50 o 60, y se miraba con recelo cualquier intento de
renovación.
En los ochenta había
surgido una movida que mezclaba folclore con rock, incorporaba baterías,
guitarras eléctricas y nuevos temas urbanos. Para buena parte del mundo
tradicionalista, esa apertura era una amenaza.
Un epígrafe de El Liberal
sobre el grupo Los Sacha lo dice todo: los presenta como “rockeros
arrepentidos” que abandonaron el rock para dedicarse al folclore… y a quienes
“les va mucho mejor” desde ese giro. El mensaje es transparente: lo nuevo es
desviación; lo tradicional, el camino correcto.
3. Ruralidad, gauchos y
“cosas de la tierra”
El universo imaginario
del folclore auténtico era rural. El personaje emblemático: el gaucho. En las
fotos del diario, músicos y bailarines aparecían con sombrero, pañuelo al
cuello, bombachas, botas, poncho.
Se repetían imágenes y
referencias a:
* El rancho como símbolo
de la felicidad perdida.
* Destrezas criollas como
la jineteada.
* Costumbres como el mate
y el asado.
* Personajes campesinos
como la popular “Doña Shalu”, creación teatral/musical de Graciela Alicia
López.
El folclore urbano, la
vida de barrio en las ciudades, la experiencia de las periferias contemporáneas
casi no aparecían en ese paisaje.
4. Guardianes mayores y
jóvenes discípulos
El protagonismo lo tenían
artistas que ya eran parte del panteón: Los Manseros Santiagueños, Los Tobas,
Sixto Palavecino, Alberto Leguizamón, La Chacarerata Santiagueña, entre otros.
Muchos de ellos eran ya adultos mayores en los años noventa.
Los jóvenes eran
bienvenidos en la medida en que se situaran como continuadores respetuosos de
esos “maestros”. Se los valoraba cuando interpretaban “las cosas nuestras”,
cuando se declaraban herederos, no innovadores.
En una entrevista,
Alfredo Toledo, de Los Manseros, agradecía que las nuevas generaciones cantaran
composiciones de su grupo. Otro ejemplo: el pianista Marcelo Perea tituló uno
de sus discos Piano santiagueño. Homenaje a los maestros, y fue celebrado por
su “exquisita forma de ejecutar las cosas nuestras”.
El mensaje implícito: el
lugar del joven es el de aprendiz devoto, no el de creador de algo distinto.
5. Géneros preferidos: la
supremacía de la chacarera
Aunque se mencionaban
zambas, gatos y escondidos, la chacarera ocupaba el trono indiscutido. No solo
porque se canta, sino porque se baila: es música de fiesta, de celebración
colectiva.
En el concurso folclórico
organizado por Disco, por ejemplo, una de las categorías específicas era
“chacarera inédita”, y la sección de danza también giraba en torno a ese ritmo.
Frente a géneros más
contemplativos, como la vidala –que aparece asociada a espectáculos “artísticos
y didácticos”–, la chacarera se presenta como el latido festivo del pueblo.
6. Instrumentos
emblemáticos: bombo, guitarra y, si se puede, violín
Otro rasgo definitorio:
la insistencia en ciertos instrumentos como marca de autenticidad. El combo
casi fijo en las fotos era guitarra y bombo, a veces sumando el violín, sobre
todo si el protagonista era Sixto Palavecino.
El logo del concurso de
Disco –mapa de la provincia con bombo y guitarra– condensaba ese imaginario.
7. La marca del quichua
El quichua santiagueño
aparecía como otro sello de identidad tradicional, visible en:
* Letras de canciones
(con términos quichuas para nombrar personas, paisajes, características
físicas).
* Nombres de conjuntos:
Dúo Shunko, Los Sacheros.
* Nombres de personajes
(Doña Shalu) y de organizaciones (la misma Sinchi).
Era un modo de enlazar
lenguaje, música y territorio.
8. “Mantener vivo el
sentir nacional”
Finalmente, el folclore
tradicional era presentado como algo más que entretenimiento: una misión. Un
editorial y notas del Día de la Tradición hablaban de “mantener vivo el sentir
nacional”, de “reivindicar el canto que nos identifica”.
En esa clave, el folclore
no es solo una práctica cultural: es la forma en que “el pueblo” preserva su
esencia. Una esencia que, curiosamente, se definía siempre por elementos del
pasado, rurales, homogeneizadores, dejando en la sombra otras experiencias
santiagueñas más contemporáneas y conflictivas.
Las
reglas silenciosas de lo que se puede decir
En este punto entra en
juego la noción de hegemonía discursiva propuesta por el teórico Marc Angenot.
Según él, en cada época hay un “sistema regulador” que define qué se puede decir,
cómo, y desde dónde resulta verosímil hablar.
Chaparro aplica esa idea
al Santiago del Estero de fines del siglo XX: más allá de sus peleas públicas,
las élites políticas, mediáticas y culturales compartían un marco común sobre
lo que era “natural” decir cuando se hablaba del pueblo santiagueño.
En ese marco, el folclore
tradicional –con todas las características que vimos– funcionaba como un
terreno de acuerdo. El oficialismo podía mostrar que defendía “la identidad del
santiagueño” incorporando a la Constitución un símbolo de ese universo; la
oposición no podía criticar esa movida sin traicionarse a sí misma, porque
venía celebrando ese mismo universo día tras día.
Por eso, la adopción de
“Añoranzas” como himno cultural resultó, en términos de Angenot, casi
inevitable: se ajustaba perfectamente a los “principios reguladores de lo
decible” en la provincia. Era la canción correcta, en el momento justo, para
ganar un plus de legitimidad en medio de un mar de sospechas.
2003–2005:
cae el juarismo, pero la chacarera queda
La historia, sin embargo,
no termina en 1997. Y aquí aparece un dato revelador.
En 2003, el doble crimen
de La Dársena –el asesinato de dos jóvenes mujeres, con implicancias que
rozaban al entorno del poder– detonó una ola de indignación social que terminó
con la intervención federal de la provincia y la caída estrepitosa del
juarismo. Nina Aragonés de Juárez, entonces gobernadora, dejó el cargo en medio
del escándalo.
En 2005 se convocó a una
nueva reforma constitucional con un claro objetivo “antijuarista”: revisar y
desarmar las enmiendas que habían favorecido la perpetuación en el poder. La
Convención estuvo dominada por la Unión Cívica Radical y sectores peronistas
disidentes, con el radical Gerardo Zamora –intendente de la capital en 2003– ya
camino a la gobernación.
El clima político había
cambiado por completo. Pero al revisar la nueva Constitución, hay un artículo
que permanece prácticamente intacto: el que declara a “Añoranzas” como himno
cultural de la provincia. Ni siquiera se modifica el verbo “Adóptase”, lo que
genera confusión sobre en qué año exacto se tomó la decisión.
El historiador Antonio
Castiglione, por ejemplo, adjudica erróneamente la adopción del himno a la
reforma de 2005, cuando en realidad el artículo viene de 1997 y fue ratificado.
Ese “detalle” es, en
realidad, una pista crucial: cambian los gobiernos, se reconfiguran las
alianzas, cae una figura que parecía indestructible… pero el consenso en torno
a ciertos símbolos permanece.
El “nosotros” de las
élites se reacomoda, pero no se rompe. El folclore tradicional –y “Añoranzas”
en particular– sigue siendo un capital simbólico que ningún sector político
quiere perder.
Nostalgia:
cuando el amor al pago inmoviliza
Llegamos entonces al
corazón de la hipótesis de Chaparro: ¿qué rol juega la nostalgia que atraviesa
“Añoranzas” en este entramado?
En principio, podríamos
decir: ¿qué problema hay con extrañar el pago? ¿No es lógico que quienes se
fueron sientan ese tirón del origen? Claro que sí. La nostalgia, como recuerda
la crítica Linda Hutcheon, es una emoción ambivalente: puede ser crítica,
consciente de la distancia entre pasado y presente… o puede volverse
idealizante, conservadora, ciega a los conflictos.
Lo que el análisis de
Chaparro sugiere es que, en el discurso de las élites políticas y mediáticas
santiagueñas de fin de siglo, se privilegió una nostalgia acrítica, que hizo
del recuerdo del pasado una forma de conjurar el malestar del presente.
En
esa lectura “oficial” de “Añoranzas”:
* Amar el pago es
recordarlo en su esplendor idealizado, no preguntarse por qué tanta gente tuvo
que irse.
* Cantar sobre la belleza
del rancho y del monte es olvidar las desigualdades que empujan a la
emigración.
* Volver simbólicamente,
en la canción, reemplaza la discusión sobre si es posible, hoy, vivir
dignamente en la provincia.
La exaltación de las
raíces, de las “tradiciones”, de la “historia” se presenta como la forma más
alta de amor a Santiago del Estero. Y se promueve, al mismo tiempo, un cierto
desdén por el presente, percibido como degradado en comparación con ese pasado
glorioso que se canta.
La nostalgia se vuelve
así –en palabras de Chaparro, apoyado en Angenot– un instrumento de control:
orienta los afectos del pueblo hacia el pasado, lo que reduce la energía
disponible para cuestionar el orden actual. Es más fácil emocionarse con una
chacarera que discutir la estructura de poder que hace que, generación tras
generación, emigrar parezca la única salida.
¿qué hacemos hoy con
nuestras “añoranzas”?
Nada de esto significa
que haya que dejar de cantar “Añoranzas”, ni desterrar el folclore tradicional,
ni mucho menos. La música que emociona a un pueblo, la lengua quichua, los
relatos del monte y del rancho, forman parte de una memoria valiosa que merece
seguir viva.
El punto es otro:
reconocer que esos símbolos no son neutros, que han sido y son usados por
distintos sectores para construir legitimidad, para definir quiénes entran y
quiénes quedan afuera del “nosotros”.
Saber que una chacarera
puede terminar escrita en la Constitución debería llevarnos a mirar con otros
ojos lo que cantamos en las peñas, en las escuelas, en los actos oficiales. A
preguntarnos:
* ¿Qué pasado estamos
idealizando cuando entonamos estas canciones?
* ¿Qué presente estamos
dejando afuera del cuadro?
* ¿Quiénes se benefician
cuando el amor al pago se formula solo en términos de recuerdo y no de derecho
a un presente más justo?
Quizás el desafío sea
practicar una nostalgia crítica: una que nos permita reconocer las heridas del
desarraigo, la belleza de las tradiciones y, al mismo tiempo, discutir las
condiciones que siguen empujando a tantos a irse.
“Añoranzas” seguirá
siendo, probablemente, una de las bandas sonoras de Santiago del Estero. Lo que
podemos elegir es cómo la escuchamos: si como un arrullo que adormece la
incomodidad del presente, o como un espejo que nos devuelve una pregunta
incómoda sobre las deudas todavía abiertas con quienes, desde lejos o desde
adentro, siguen soñando con un pago más habitable.
Este
artículo se basa principalmente en:
* Chaparro, Ramón Esteban
(2017). “El folclore que nos une. La adopción de ‘Añoranzas’ como himno
cultural de Santiago del Estero”. Dossier – Revista de Culturas y Literaturas
Comparadas, Vol. 7.
* Tenti de Laitán, María
(1998). “Cien años de historia”, en Retrato de un siglo. Una visión integral de
Santiago del Estero desde 1898. Santiago del Estero: El Liberal.
* Castiglione, Antonio
(2010). Historia de Santiago del Estero (Bicentenario 1810–2010). Santiago del
Estero: Latingráfica.
* Constitución de la
Provincia de Santiago del Estero (1997 y 2005).
* Angenot, Marc (2010).
El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible. Buenos
Aires: Siglo XXI.
* van Dijk, Teun (2004).
“Discurso y dominación”.
* Häberle, Peter (2010).
“El significado de las constituciones en la perspectiva de las ciencias
culturales”. Pensamiento jurídico, n.º 28.
* Otras referencias a
cancioneros santiagueños, trabajos de Cristina Elgue-Martini y Linda Hutcheon
sobre nostalgia y melancolía, y el diccionario quichua-castellano de Domingo
Bravo, citados en el trabajo original de Chaparro.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario