jueves, 31 de julio de 2025

El latido africano de la chacarera: un legado que Santiago del Estero lleva en el alma

 


La chacarera no es solo ese baile que nos hace vibrar en las peñas o en las fiestas populares. Es algo más profundo, ¿sabés? Es como un viejo álbum de foturas sonoras donde se mezclan risas, lágrimas y sudores de tres continentes. El documento que analizamos lo deja claro: ese ritmo que nos hace mover los pies tiene raíces africanas, específicamente de las tierras Níger-Congo y Bantú, con un toque árabe que llegó a Santiago del Estero por el Camino Real. Pero, la verdad es que esta historia muchas veces se ha escondido tras relatos que solo miran hacia Europa. Y es que, como bien dice el texto: "La música latinoamericana es el resultado de la fusión de tres culturas: la nativa, la europea y la negroafricana… eso es innegable" (p. 10).

Santiago del Estero: donde las culturas se abrazan (y a veces se pelean)

Imaginate este lugar: fundado en 1553, el más antiguo de Argentina, un cruce de caminos donde convivieron —no siempre en paz— pueblos originarios como los tonokotés y sanavirones, africanos esclavizados y colonos europeos. Ahí, en ese hervidero humano, nació algo nuevo. Para que te des una idea, el censo de 1778 revela algo que muchos ignoran: ¡el 54% de la población santiagueña era afrodescendiente! (p. 7). Hoy, lugares como Salavina o San Félix guardan esas huellas. De hecho, en San Félix todavía se recuerda a Julián del Rosario Guerra y Felipa Iramain, libertos del siglo XIX que dejaron una marca imborrable (p. 59).

El ritmo que vino de lejos (y se quedó para siempre)

¿Y cómo suena esa herencia? Fijate en la chacarera: esa polirritmia que te hace bailar con un compás de 6/8 y otro de 3/4 superpuestos no es casualidad. Viene de África, de ritmos como el "náñigo afrocubano" de Nigeria (p. 10). Hasta el gran Domingo Cura lo dijo, comparándolo con percusiones senegalesas: "Lo que tocaban era chacarera, pibe, podrían ser músicos de Salavina" (p. 26). Y el bombo legüero, ese que nos estremece, tiene primos lejanos en tambores como el dunumba o el sangban (p. 45). Claro, después se mezcló con lo indígena y lo español, pero su corazón late al ritmo africano.

La polémica que no quiere callarse

Pero no todo es color de rosa. Algunos, como Carlos Vega, insisten en que la chacarera nació de danzas europeas como la gallarda (p. 9). El documento no se anda con vueltas al criticar esta idea: "Con la cantidad comprobada de africanos que ingresaron al continente… es improbable que su aporte cultural haya sido tan minúsculo" (p. 10). Y acá hay algo más: esta discusión no es solo académica. Refleja prejuicios que, todavía hoy, persisten en aulas y escenarios (p. 3).

Conclusión: un baile que es bandera

Al final, la chacarera es más que música. Es memoria. Resistencia. El documento nos recuerda que hoy hay "2 millones de afrodescendientes en Argentina" (p. 74), y su legado suena fuerte en cada zapateo. Como decía Alfredo Ábalos: "El swing de la música de Santiago viene del negro" (p. 74). Reconocer esto no es solo hacer justicia histórica; es celebrar que nuestro folklore lleva, en sus venas, un poco de todo el mundo.

Fuentes: 

Documento principal: El origen afro de la chacarera (ilide.info, pp. 1-78).

Censo de Vértiz (1778), citado en p. 7.

Domingo Cura, en palabras de Milton Blanco (p. 26).

Carlos Vega y su controversial teoría (p. 9), con crítica en p. 10.

La próxima vez que escuches una chacarera, prestá atención. Detrás de cada golpe de bombo hay un viaje de siglos, un grito de libertad y un pueblo que, aunque algunos quisieran olvidarlo, sigue bailando.

lunes, 28 de julio de 2025

Salavina: la historia de un pueblo que el río dejó en silencio

Por Leyendas del Folclore Santiagueño

 


Donde el monte albergó un villorrio con alma

En el corazón del sur santiagueño, a orillas del río Dulce, existió una vez un pueblo vibrante. Su nombre era Salavina, y lo que hoy se percibe como un rincón desolado fue durante siglos un centro dinámico de intercambio, cultura y vida comunitaria. Orestes Di Lullo, uno de los grandes estudiosos de la región, lo retrató con delicadeza y rigor en su libro La agonía de los pueblos, donde Salavina se levanta como un símbolo: el de los pueblos que supieron ser y que hoy languidecen en el olvido.

Orígenes indígenas y un lugar de paso vital

Mucho antes de las divisiones administrativas modernas, Salavina fue un antiguo villorrio indígena. Su ubicación, a orillas del río Dulce, la convirtió en un punto estratégico: por allí pasaba la calzada que unía Soconcho con Atamisqui, rutas esenciales para el comercio y la comunicación en tiempos coloniales. Estas tierras, con vestigios prehispánicos, se transformaron en un cruce de caminos donde circulaban bienes, personas, ideas y memorias.

Entre la fe, el adobe y la defensa del territorio

Durante el siglo XVIII, Salavina fue parte del Obispado de Santiago del Estero, junto a otras localidades como Sumampa y Silípica. El peso religioso del lugar se consolidó en 1794, cuando se solicitó la creación de un curato propio, debido a su creciente población.

Ya en el siglo XIX, el pueblo poseía una estructura urbana definida: calles rectas, manzanas delimitadas, casas de adobe y madera, con corredores frescos y techos planos. La plaza principal, presidida por un gran árbol, era el corazón del pueblo. Allí se erguía una iglesia imponente, bien conservada, con un campanario de madera y tres altares, rodeada por cuatro capillas menores. El cementerio, sombreado por antiguos olivos, hablaba de una comunidad que sabía arraigar.

A la par del crecimiento religioso y urbano, Salavina también tuvo un rol militar. Existió allí un fortín con una comandancia, primero dirigida por el Capitán D. Pedro Ferreyra y luego por Don Marcos. Fue un bastión importante para la defensa territorial en tiempos de inestabilidad.

Una voz en la historia nacional

Salavina no quedó al margen de los grandes eventos. En 1812, bajo el mando del comandante Manuel de Lomas, participó en acciones militares relevantes. Y en 1814, aportó hombres a la causa independentista. El cura local, Francisco Ibarra, fue una figura activa en la lucha, dando cuenta de una comunidad que no solo existía, sino que también participaba y se comprometía con su tiempo.

Para 1850, el pueblo alcanzaba una población de 10.000 habitantes. Aquel dato ilustra con claridad su vitalidad. Era uno de los 24 departamentos en los que se dividía Santiago del Estero, con su propio comandante y subdelegado. No era un paraje aislado, sino una verdadera cabecera regional.

Tradición, telar y fiesta: la cultura como raíz

Salavina fue también cuna de un folclore vivo y profundo. Famosas eran sus teleras e hilanderas, tejedoras de algodón, lana y lino, que heredaban sus saberes en patios sombreados. Las fiestas religiosas, las cosechas y los carnavales eran celebraciones que reunían a toda la comunidad. Una de las más queridas era el topamiento, una ceremonia de carnaval donde los jóvenes jugaban con agua y harina, entre risas, cantos y cortejos.

Durante Semana Santa, al amanecer, se cantaban los “alabaos” en la Misa de Alba, una tradición profundamente arraigada. El lenguaje del pueblo llevaba marcas del léxico chaqueño, y en sus expresiones se notaba una sabiduría popular que el tiempo no ha borrado del todo.

El pueblo, como lo describe Di Lullo, era alegre, trabajador, hospitalario. Una comunidad orgullosa de su identidad, de sus prácticas, de su lugar en el mundo.

Cuando el agua se va, el pueblo también se apaga

Pero esa vida intensa comenzó a apagarse. El cambio del curso del río Dulce —su principal fuente de agua— marcó el inicio de la decadencia. La desaparición de “El ojo de agua”, una vertiente subterránea que abastecía al pueblo, fue otro golpe letal. Sin agua, no hubo más cosechas, ni animales, ni tejidos, ni rituales.

La emigración fue inevitable. La falta de oportunidades, la indiferencia del Estado y el deterioro ambiental empujaron a sus habitantes a buscar nuevos horizontes. Las casas quedaron vacías, muchas se derrumbaron. La iglesia se mantuvo en pie, pero vacía. El cementerio se volvió más silencioso. La Salavina viva se convirtió en ruina.

La agonía no solo es de ladrillos

Orestes Di Lullo advierte que la agonía de los pueblos no se limita a las paredes caídas o a las plazas desiertas. Es también la pérdida de la identidad, del espíritu colectivo, de esa fuerza vital que da sentido a una comunidad. En sus páginas, el autor transmite una profunda nostalgia, pero también una denuncia: el olvido no es natural, es una forma de violencia lenta.

Salavina resiste en el recuerdo

Hoy, Salavina es un testimonio. De lo que fue, pero también de lo que aún puede decirnos. Su historia nos habla de cultura viva, de lucha, de belleza cotidiana. Nos recuerda que los pueblos no mueren del todo mientras alguien los recuerde. Que el río se haya ido no significa que la memoria también deba irse.

Quizás el desafío esté en volver a mirar esos lugares con otros ojos. No como ruinas, sino como raíces.

Fuente: Orestes Di Lullo. La agonía de los pueblos – Viejos pueblos, Santiago del Estero

domingo, 27 de julio de 2025

Gran Santiago del Estero-La Banda: la ciudad que se reconstruye entre la historia y la desigualdad

Por Leyendas del Folclore Santiagueño

 

Un aglomerado que crece a contramano del orden

En el corazón del noroeste argentino, entre el río Dulce y la memoria de sus raíces rurales, el aglomerado Gran Santiago del Estero-La Banda se expande. Lo hace de un modo particular: entre saltos históricos, avances desiguales y tensiones territoriales. Esta ciudad intermedia, con más de 400.000 habitantes, no solo crece en población, sino que muta en su fisonomía, desbordando límites fundacionales, alterando tramas y produciendo fragmentos urbanos que, más que integrarse, se dispersan como archipiélagos en un mar de contrastes.

De plaza y damero: los orígenes fundacionales

La historia comienza en 1553, cuando Don Francisco de Aguirre funda Santiago del Estero, la más antigua de las ciudades argentinas. Tras varios traslados por las crecidas del río, en 1556 se asienta en su ubicación definitiva, en lo que hoy es el Parque Aguirre. Su trazado original, simple y funcional, respondía al clásico modelo colonial: una plaza central rodeada de manzanas cuadradas, donde el Cabildo y la Iglesia marcaban el eje civil y espiritual.

Aquella “Muy Noble y Leal Ciudad”, como la llamó la Corona española, fue durante siglos un nodo estratégico para las fundaciones posteriores de otras ciudades del norte y centro del país.

 


Territorio y poder: establecer los límites

En 1820, con la autonomía provincial, Santiago del Estero comienza a definir su territorio político y urbano. La Constitución Nacional de 1853 y su equivalente provincial de 1856 le dan un marco jurídico, y hacia 1880 se inician las primeras mensuras de tierras y ventas fiscales para financiar el Estado. El avance del ferrocarril y la legalización de tierras bajo riego comienzan a transformar la matriz económica y social de la región. En 1891, un puente ferroviario une por primera vez las márgenes del Dulce: Santiago del Estero y La Banda comienzan, sin saberlo, a entrelazar su destino urbano.

 


El tren y las chacras: los primeros signos del conurbano

La irrupción del ferrocarril no solo acorta distancias, también transforma geografías. La Banda —formalmente fundada en 1912— se convierte en un nodo ferroviario y productivo. Su crecimiento, ligado al parcelamiento de antiguas estancias, anticipa la conurbación con la capital. A partir de 1900 se trazan nuevas calles, se fundan villas, se crea la oficina de Catastro y se reglamentan los caminos rurales. Para 1927, el puente carretero Hipólito Yrigoyen termina de sellar la unión física entre ambas ciudades.

Santiago y La Banda ya no crecen por separado: lo hacen como un solo cuerpo en expansión, aún sin un plan común.

 

Del peronismo a la vivienda social: urbanizar con el Estado

Desde 1946, el impulso modernizador del peronismo suma nuevos barrios obreros, obras públicas y discursos sobre progreso. Pero es recién en las décadas de 1960 y 1970, con la crisis agroindustrial y el déficit habitacional, cuando el Estado toma un rol más activo. Nacen los planes de vivienda social, como el FONAVI, que marcarán la configuración del paisaje urbano santiagueño durante las décadas siguientes.

El problema: el crecimiento urbano sigue siendo desordenado, desigualmente regulado y con fuerte presencia de intereses privados en la producción del suelo.

Neoliberalismo, exclusión y ciudad fragmentada

Durante los años noventa, la ciudad entra en una nueva etapa. El auge del modelo neoliberal deja marcas profundas: privatizaciones, concentración económica y precarización social. La urbanización sigue, pero de forma dispersa y desigual. El crecimiento se orienta hacia el sur y el norte, siguiendo el eje del río Dulce. La tradicional ciudad compacta cede paso a una nueva configuración difusa, donde la pobreza y la riqueza habitan territorios cada vez más distantes entre sí.

Evolución del crecimiento urbano entre 1990 y 2010 



Archipiélagos urbanos: entre country y asentamiento

Desde 2015, el proceso de expansión adquiere una forma elocuente: la del archipiélago. Barrios cerrados de baja densidad conviven —a la distancia— con asentamientos informales sin servicios. Entre ambos, una ciudad cada vez más disgregada. En 2017, el 45,4 % de la población del aglomerado vivía por debajo de la línea de pobreza. Al mismo tiempo, nuevas urbanizaciones de élite comienzan a poblar la periferia sur, replicando modelos importados del Área Metropolitana de Buenos Aires.

 

Comparación de densidades y tipos de urbanización 

Una ciudad intermedia con problemas de ciudad grande

El caso del GSELB revela un patrón: los problemas de las grandes ciudades —segregación, fragmentación, desigualdad— se reproducen, con sus matices, en ciudades intermedias como esta. Lo hacen más tarde, sí, pero con igual profundidad. El crecimiento sin planificación, la influencia desigual del mercado inmobiliario y la retirada del Estado como regulador generan una ciudad partida, donde el lugar que se habita determina cada vez más la calidad de vida.

¿Cómo imaginar el futuro urbano?

Mirar hacia atrás, como hace este análisis, no es un ejercicio de nostalgia, sino una herramienta para el futuro. Entender cómo creció esta ciudad —entre decisiones estatales, oleadas migratorias y avances desiguales— permite pensar en nuevas formas de intervenir. Santiago del Estero-La Banda no necesita solo más urbanización, sino mejor urbanización: integradora, sostenible y con derecho a la ciudad para todos.

Fuente principal:

Bonardi, V. J. J. (2025). Ensamblando partes de la historia: la re-construcción urbana del Gran Santiago del Estero-La Banda, una ciudad intermedia del noroeste argentino. Estudios Socioterritoriales, 36(1), 33-54.https://doi.org/10.37838/unicen/est.36-1-102

Matará: la larga agonía de un pueblo olvidado en Santiago del Estero

 


Matará —o Matará de San Miguel, como se la conocía en tiempos más antiguos— no es apenas un lugar más en los confines de Santiago del Estero. Es, más bien, una herida abierta, un vestigio que resiste en el mapa como puede, rodeado de silencio, ruinas y memorias que se niegan a morir. En su quietud polvorienta, este pueblo encarna como pocos la agonía lenta de esas comunidades que, de a poco, se apagan sin testigos, sin despedidas.

Una tierra atravesada por el río y la historia

Ubicada a orillas del Río Salado, cuyas aguas turbias arrastran siglos de historias y desencuentros, Matará está rodeada por un paisaje de árboles robustos y casi sagrados: algarrobos inmensos que parecen guardianes, molles endurecidos por el viento, palos borrachos que se aferran a la tierra como si supieran que están defendiendo un pasado. Pero ese entorno que alguna vez fue fértil, vivo y promisorio, ha cambiado. El deterioro ambiental ha sido brutal.

Los ríos alteraron su curso natural. Los bosques fueron arrasados por una tala que no entendió de límites ni consecuencias. Y las grandes obras hidráulicas, pensadas como motores de progreso, terminaron por secar la esperanza. El ejemplo más crudo: el famoso canal navegable, una promesa que costó millones y dejó poco más que polvo.

Matará, una historia casi sepultada

Los primeros documentos que dan cuenta de su existencia datan de 1727, cuando ya contaba con 105 habitantes. A lo largo del siglo XVIII y buena parte del XIX, Matará tuvo un rol destacado en la vida política, religiosa, ganadera y agrícola de la región. Fue sede de curato junto a Manogasta y Soconcho, y vio crecer entre sus calles a personajes notables como Don Francisco de Ibarra y María Antonia Paz de Ibarra.

Pero la historia de Matará es también la de una decadencia sistemática. En 1777, el número de habitantes cayó a solo 10. Para 1810, quedaban apenas 9. Ese vaciamiento no fue casual: llegó de la mano de decisiones estructurales que cambiaron el destino del pueblo para siempre.

Las rutas que se llevaron el alma

Uno de los golpes más duros fue el trazado de nuevas líneas ferroviarias que, lejos de incluir a Matará, la dejaron al margen de toda ruta comercial. Sin transporte, sin mercado, sin oportunidades, el éxodo fue inevitable. Y lo más doloroso: no hubo esfuerzos reales por detenerlo. Las autoridades, en lugar de resistir el abandono, parecieron fomentar la huida.

El canal navegable —una obra que prometía modernizar la provincia— fue tal vez el símbolo más rotundo de esa traición al desarrollo local. En 1889, luego de ocho años de estudios por parte de la empresa Duilloy y Cía., se aprobó un plan que implicaba tomar el 5% de las aguas de los ríos Dulce y Salado y llevarlas hasta el Paraná. El costo fue descomunal: 21.621.901 pesos oro. Las promesas incluían bajar los costos de transporte, modificar el clima y crear nuevos asentamientos. Nada de eso ocurrió. Al contrario: el canal fue un fracaso rotundo que solo sumó más sequía y aislamiento.

Entre guerras, cuarteles y fronteras

Matará también cargó con el peso de ser frontera. Desde 1746 fue punto estratégico entre Santiago del Estero y Santa Fe, lo que la convirtió en escenario de batallas, cuarteles y levas militares. En 1856, la expedición de Antonino Taboada instaló aquí un destacamento como parte de su “Excursión al Salado”.

Durante las guerras civiles, el pueblo fue saqueado, abandonado y sangrado. Soldados fueron reclutados a la fuerza; muchos partieron sin regreso. Se mencionan fortines con muros gibosos, deformes, que hoy apenas son sombras. Incluso se relata un hecho ocurrido en 1889, cuando se oyó el último grito de un soldado en Matará antes de morir. La Guerra del Paraguay también dejó su huella: hombres de Matará partieron y muchos nunca volvieron.

Entre el polvo y el silencio

Hoy, caminar por Matará es como cruzar el umbral de un lugar suspendido en el tiempo. Las casas, antes llenas de voces, están caídas o desaparecieron. Lo que queda son montículos de tierra, muros vencidos por el viento y el olvido. La plaza está vacía. Las calles, mudas. Solo el canto de una torcaza o el silbido de una lechuza rompen el silencio denso.

Es una helada que no viene del clima, sino del abandono. Una especie de condena social. Como si la historia de este pueblo pudiera simplemente taparse con tierra.

Fiestas que el tiempo se llevó

Sin embargo, Matará tuvo días de fiesta. Su iglesia —antigua, modesta, pero viva— fue centro de la comunidad. Allí se celebraban ferias, misas, encuentros que marcaban el pulso del año. Hoy, esas tradiciones casi no existen. Apenas sobreviven en la memoria de algunos ancianos que aún recuerdan cuando el pueblo latía.

Lo que más duele no es la pérdida física, sino el olvido de las costumbres, de las palabras, de la vida que se tejía en torno a ellas.

Un símbolo de tantos

Matará no está sola. Es apenas uno más de esos pueblos del interior santiagueño que fueron empujados al olvido. Que por decisiones tomadas lejos y sin consulta, terminaron vaciados. En todos, la historia se repite: un pasado cargado de sentido, un presente en ruinas.

Y, sin embargo, Matará sigue ahí. Quieto, testigo. Como si esperara que alguien lo mire, que alguien lo escuche. Que alguien, por fin, lo recuerde.

Basado en:

Di Lullo, Orestes. La agonía de los pueblos. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, Ministerio de Educación y Justicia de la Nación, 1964.

Santiago del Estero: entre la gloria de la fundación y la sombra de las disputas territoriales

 Por María Mercedes Tenti.

 


El problema planteado acerca de la fundación de Santiago del Estero guarda estrecha relación con el carácter privado de la conquista española y los conflictos jurisdiccionales generados como consecuencia. A partir de 1535 sobrevino la ocupación más difícil de territorios con poblaciones en estadio cazador recolector asociados a agricultura incipiente, de menor densidad y de estructuras políticas y sociales más débiles. Así comenzó la extensión de la conquista a lo largo de la costa del Pacífico por Chile y la internación por la región del Tucumán -en el actual noroeste argentino-, expandiéndose por el sur en búsqueda del puerto atlántico.

Los conquistadores Francisco Pizarro y Diego de Almagro habían sometido a los quechuas en el Perú -conocidos genéricamente como incas- a partir de 1532, aunque pronto comenzaron ellos y sus herederos una cruenta guerra civil en la que ambos fueron asesinados; sin embargo, luego de sus muertes las disputas continuaron sus beneficiarios y seguidores. La corona española trató de apaciguar el enfrentamiento dividiendo el territorio y cediendo a los pizarristas la zona peruana y a los almagristas la franja del imperio que continuaba por el sur.

En lo referente a la exploración y reconocimiento de nuevos territorios, en 1536 Almagro había incursionado por el Tucumán en su paso para Chile, pero la primera expedición que penetró en espacio santiagueño fue la de Diego de Rojas. El gobernador del Perú nombró en 1543 a Rojas para explorar la región del Tucumán, ubicada más allá de la Puna, sin datos claros de su extensión. Pasó por los valles Calchaquíes y los llanos tucumanos y, tras continuos enfrentamientos con los aborígenes, penetró en territorio santiagueño por las sierras de Guasayán. En la zona de Maquijata, en un enfrentamiento con los tonocotés, Rojas fue herido con una flecha y, como consecuencia, murió. La expedición siguió, recorriendo las actuales provincias de Catamarca, La Rioja y norte de San Juan, hasta entrar en Córdoba y continuar rumbo al Paraná, de donde regresó tras encontrarse con huellas de españoles que habían penetrado por el río de la Plata y remontado el Paraná.

A mediados del siglo XVI, Pedro de la Gasca, presidente de la Audiencia de Lima, que acababa de poner fin a la guerra civil en el Perú, se vio en la necesidad de emplear a la soldadesca desocupada que promovía desórdenes. Por ello encomendó a Juan Núñez de Prado que organizara una expedición y fundara una ciudad para proteger el camino a Chile, informase de las probabilidades de ocupación del territorio y facilitara la apertura de la ruta al río de la Plata y la salida al Atlántico. Núñez partió de Potosí y el 29 de junio de 1550 fundó una ciudad en el valle de Gualán -actual provincia de Tucumán- y le puso por nombre El Barco. Realizó el trazado del poblado, conformó el Cabildo y distribuyó los indios en encomiendas. Estando allí instalado se planteó el primer conflicto de jurisdicción con tropas chilenas que, al mando de Villagra, lo obligaron a reconocer la dependencia de la nueva ciudad respecto de la gobernación de Chile. Una vez que se retiraron Villagra y sus hombres, Núñez de Prado desconoció su autoridad y decidió trasladar el poblado. En 1551 lo ubicó en el valle de Quiriquiri -Salta- que estimaba pertenecía a la jurisdicción de Charcas. Poco duró en esta ubicación ya que, al año siguiente -quizás por los ataques de los aborígenes o por la posibilidad de una nueva incursión de las tropas chilenas- la trasladó nuevamente a orillas del río del Estero – hoy río Dulce-, cerca de la actual Santiago del Estero.

El gobernador de Chile, Pedro de Valdivia, por creer que El Barco estaba dentro de sus territorios, designó gobernador de esta ciudad a Francisco de Aguirre y lo envió a tomar posesión de ella. Su objetivo era unir en una sola gobernación toda la tierra existente entre el Atlántico y el Pacífico. Aguirre, apenas llegó a territorio santiagueño, en mayo de 1553, se apoderó de la ciudad, designó nuevas autoridades, organizó el cabildo, apresó a Núñez de Prado, lo envió prisionero a Chile y decidió trasladar la ciudad a corta distancia de su antigua ubicación, por estar demasiado expuesta a las crecidas del río. Finalmente, convalidó la fundación de una nueva ciudad denominándola Santiago del Estero, el 25 de julio de 1553.

El acta de la fundación de El Barco nunca fue encontrada, como tampoco la de Santiago del Estero. Es por ello que, en 1952, a pedido del gobierno de la provincia, una comisión de historiadores de la Junta de Estudios Históricos de Santiago del Estero, abalados por la Academia Nacional de la Historia, determinó que Santiago del Estero había sido fundada por Francisco de Aguirre el 25 de julio de 1553, basándose especialmente en dos actas del cabildo santiagueño, del 14 de abril de 1774 y del 21 de julio de 1779 -es decir de dos siglos posteriores a la fundación- encontradas por el presidente de la Junta, Alfredo Gargaro, en archivos chilenos. En la primera de ellas, se acordaba organizar la festividad de Santiago Apóstol el 25 de julio, "… en memoria de que en días semejantes introdujeron las armas españolas el Santo Evangelio y se hizo la primera fundación de dicha ciudad".

Como contrapartida, hay innumerables testimonios en probanzas, cartas, relaciones, etc. -contemporáneas al hecho que nos ocupa- que identifican ambas ciudades como una sola. Como ejemplo enunciaremos solamente una de los más significativos: en la carta que escribió Francisco de Aguirre al rey, el 23 de diciembre de 1553, sostiene: "… Porque habrá dos años escribimos a la Audiencia de V.M. que reside en la ciudad de los Reyes lo sucedido en esta ciudad de Santiago…" Como vemos hace referencia a 1551, cuando la ciudad se llamaba El Barco.

Luis Alen Lascano, en su Historia de Santiago del Estero, publicada en 1991, da a conocer el resultado de investigaciones realizadas por Gastón Doucet -investigador del CONICET- en archivos de Sucre, que intenta clarificar este confuso panorama. Según Doucet, documentos judiciales por él encontrado -aunque nunca publicados-, mencionan el libro capitular de la ciudad como iniciado el 29 de junio de 1550, con la fundación de Núñez de Prado, y continuado durante el gobierno de Francisco de Aguirre y los gobernadores sucesivos, a partir de 1553. Es decir que no se cambió de libro de actas quizás porque se consideraba a Santiago del Estero como una continuidad jurídica de la ciudad de El Barco o tal vez, por la precariedad de las fundaciones, no tenían los protagonistas otro libro de actas. Por todo esto Alen Lascano considera a Juan Núñez de Prado como el primer fundador y a Francisco de Aguirre como el poblador definitivo de la ciudad. 

El director del archivo histórico provincial, Juan Viaña, consiguió el año pasado, del Archivo Nacional de Bolivia -Sucre-, de la antigua Audiencia de Charcas, copia de los expedientes 1590-5 entre los que está un documento en el que el escribano del cabildo, de apellido Vallejo, da fe de la fundación de El Barco, por Núñez de Prado, el 29 de junio de 1550 y que el 25 de julio de 1553, luego de tres años, Francisco de Aguirre, enviado por el teniente general de la gobernación de Chile, Pedro de Valdivia, "mudó la ciudad y le puso por nombre Santiago", según consta en el mismo libro del cabildo, ratificando lo descubierto por Doucet.

Como se puede apreciar, Santiago del Estero, la ciudad más antigua del país, la madre de ciudades -como recalcan permanentemente los medios de comunicación y los anuncios oficiales- fundada a orillas del río Dulce, es la ciudad sin acta de fundación que tuvo que esperar cuatrocientos años para que, por un decreto del gobierno de la provincia se estableciera la fecha fundacional. Fue el gobernador peronista Francisco Javier González quien, en 1952, luego del dictamen de la Junta de Estudios Históricos de Santiago del Estero, presidida por el historiador Alfredo Gargaro, sancionó la fecha fundacional mediante un decreto del Poder Ejecutivo provincial, fijándola el 25 de julio de 1553 y a su fundador Francisco de Aguirre, enviado desde Chile. Con esto se ponía fin -aparentemente- a las disputas surgidas entre los historiadores sobre quién era el fundador y cuál la fecha fundacional, disputa dividida entre nuñezpradistas y aguirristas que adjudicaban el mérito de la empresa a Juan Núñez de Prado –fundador de la primitiva ciudad de El Barco- enviado desde Perú- o a Francisco de Aguirre -enviado desde Chile- respectivamente.

Las expediciones se componían de un puñado de españoles, acompañados de indígenas yanaconas que actuaban como lenguaraces, unos pocos caballos, alimentos, armas y vituallas. Tenían que atravesar lugares desconocidos por caminos intrincados y rodeados de monte que terminaba con su escaso ropaje hecho girones. En estas condiciones, las fundaciones eran, en consecuencia, bastante precarias de allí que es entendible que usaran el mismo libro de actas y que participaran de las fundaciones los mismos hombres, aún los enviados por diferentes autoridades.

Como historiadora me pregunto si tiene sentido seguir discutiendo quién es el fundador de la ciudad si, hasta la fecha, no se encontraron documentos fundantes que hagan cambiar el rumbo de las interpretaciones, tanto de un sector como de otro, ya que entran en juego posturas a veces irreconciliables basadas en teorías diversas. El problema no resuelto, a pesar del decreto de 1952, creo que seguirá en la misma instancia, por cuanto tanto uno como otro conquistador venían con mandatos expresos de fundar una ciudad en esta amplia región, poco conocida por entonces, denominada genéricamente Tucma o Tucumán. En síntesis, creo que se trató de una lucha interna de dos jurisdicciones a cargo de los herederos de Almagro y Pizarro por apropiarse de esta extensa región, con una fundación que les diera asidero permanente en ella.  

Luego de la primera celebración sobresaliente del cuarto centenario, en agosto de 1953, con la presencia del presidente Perón en la ciudad, entusiastas ceremonias con desfiles e inauguraciones y la realización de un Congreso Nacional de Historia, a cargo de la Academia Nacional de la Historia -presidido por el historiador Ricardo Levene- que ratificó la fecha fundacional, las conmemoraciones julias fueron in crescendo a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, para transformarse en la actualidad en una festividad que sitúa a la capital santiagueña en el centro de la agenda invernal para la temporada turística. 

A partir de la conmemoración de los cuatrocientos cincuenta años de la fundación, en 2003, las fiestas de julio pretenden transformar la vida santiagueña con espectáculos artísticos callejeros, la feria artesanal que fue creciendo en superficie y duración, la espectacularidad de las festividades religiosas como la de la Virgen del Carmen -patrona de la ciudad- el 16 de julio, de San Francisco Solano –el apóstol de América- el 24 de julio, de Santiago Apóstol el 25 de julio, los fuegos artificiales de la vigilia y muchos otros eventos que permitieron institucionalizar las festividades, invocando la tradición para habitualizar a la sociedad, generar significatividad y afianzar un espíritu de pertenencia. 

La marcha de los bombos, surgida de la iniciativa privada, fue tomada como parte de los festejos del calendario ritualizado, conformando una pretendida costumbre que, si bien reclama cierta historicidad es reciente en su origen, pero pasa a integrar esas "tradiciones inventadas" –al decir de Hobsbawm- que toman de referencia situaciones pasadas y que, por su repetición y espectacularización las actualizan e innovan en el mundo posmoderno.

La institucionalización de las celebraciones, la invención de la tradición y la mercantilización de la cultura son propias de la pos modernidad e impactan en sociedades tradicionales que pretenden insertarse en este mundo globalizado, apelando a viejos usos y a referencias al pasado para instaurar nuevas concepciones, símbolos y percepciones, para dar idea de cohesión social y de continuidad de valores. En ese ámbito se enmarca la fundación de Santiago del Estero. Queda sin embargo por analizar, qué pasa realmente con esta controversia, en el interior de la sociedad santiagueña. Fte: El Liberal

Dra. María Mercedes Tenti. Integrante de la Academia Nacional de la Historia.

viernes, 25 de julio de 2025

Manogasta: la lenta agonía de un pueblo con alma

 


Manogasta, allá en el corazón de Santiago del Estero, es mucho más que un punto en el mapa de la Argentina profunda. Es una herida abierta. Una de esas que el escritor Orestes Di Lullo supo mirar con ojos atentos y alma dolida, cuando habló de la “agonía de los pueblos”. Este relato quiere meterse en la historia y en la piel de Manogasta. Desde su geografía que aún conserva trazos de belleza salvaje, hasta la vida diaria de su gente, sus silencios y su lucha.

Un paisaje que habla

Manogasta es un villorrio antiguo, de esos que ya no se nombran tanto pero que alguna vez fueron el centro del mundo para quienes lo habitaban. Se levantaba —y aún lo hace, con dignidad— cerca del río Dulce, aunque hoy ese río ya no le pasa tan cerca como antes. Como si también él se hubiera ido alejando.

En su tiempo, fue uno de los pueblos más importantes de Santiago. Se extendía unas ocho o diez leguas al sur de la capital, en una región de contrastes: pequeñas parcelas cultivadas que sobreviven entre campos desiertos, quebradas solitarias, monte cerrado y ese cerro del oeste, con sus laderas rojas y su cima como plata gastada por los años.

A pesar del abandono, hay en esa tierra una belleza tozuda. Una vegetación que no se rinde y una fauna que aún canta su libertad. Es un lugar donde la naturaleza no se ha olvidado del todo de respirar.

Ecos de un pasado noble

La primera vez que se nombró a Manogasta en los papeles fue allá por 1566, en el itinerario de Matizenzo. Y más adelante, se convirtió en parte del sistema de encomiendas. En 1589, el fiscal de Charcas —Ruano de Téllez— no escatimó elogios para esta tierra en una carta dirigida al mismísimo rey.

Pero la historia también guarda sus sombras. Con el tiempo, la población indígena fue desapareciendo, poco a poco, como se borra un dibujo con la yema del dedo. En 1789 quedaban apenas diez indios en el lugar. Diez.

Los documentos de gobernadores como Joseph de Aguirre o Juan Felipe Ibarra dan cuenta de este declive. Manogasta tuvo sus pleitos, sus disputas por el territorio, sus intentos de desarrollo que no llegaron a puerto. Hubo incluso un proyecto de canal navegable, con un costo sideral para la época: más de 21 millones de pesos oro. Pero nunca se concretó.

Y mientras tanto, el pueblo fue quedando a un lado. Como olvidado por quienes podían hacer algo. La verdad es que los gobiernos miraron para otro lado, y el deterioro siguió su curso.

La vida que persiste

La vida cotidiana en Manogasta no era —ni es— fácil. Las familias vivían en ranchos de adobe, en chozas humildes de barro y paja. La economía giraba en torno a la agricultura y la ganadería. La siembra de cereales, el pastoreo… eso era lo que sostenía a la comunidad.

Pero entre tanto esfuerzo, también hay destellos de humanidad que conmueven. Se habla de la mujer manogasteña como alguien afable, trabajadora, con esa ternura rústica que nace del monte. Se desea, incluso, que el fruto de su labor haya traído algo de felicidad. Una esperanza chiquita, pero sincera.

La tierra en torno a Manogasta se volvió seca, vacía, desierta. La miseria se instaló como un huésped al que nadie invitó, pero que ya no se va. Y sin embargo, hay algo que se resiste: las costumbres. Las festividades. Esa llama débil, pero viva, de la vida comunitaria.

Fiestas que desafían el olvido

La religiosidad es profunda. Y se nota. Capillas como la de Santa Bárbara o la de la Inmaculada son referentes para el alma del pueblo. Las fiestas de la Candelaria, cada 2 de febrero, o el carnaval, son más que celebraciones: son actos de resistencia frente al olvido.

La música suena, las parejas giran, cantan, bailan. Hay alegría, sí. Pero también una tristeza que se cuela entre los acordes. La danza del pial, los coros que se funden con el cielo abierto y el monte… todo eso no es solo folklore. Es la voz del pueblo hablando en su propio idioma.

Y están las mujeres sabias, las viejitas que con su palabra protegen, enseñan, resisten. Es en ellas donde todavía se guarda el calor de la comunidad.

Un pueblo que se apaga, pero no se rinde

Hoy, Manogasta parece más un recuerdo que un pueblo. Un eco. Un cementerio silencioso que aún guarda el murmullo de lo que fue. Pero ese silencio no es vacío: está cargado de sentido, de historia, de nombres, de luchas.

Es como un árbol viejo que, a pesar de las raíces carcomidas por la sequía y la indiferencia, todavía intenta florecer. Aunque sea con pocas hojas. Aunque el suelo ya no le dé lo mismo de antes. Manogasta, con su historia, su paisaje y su gente, es una pregunta abierta. Una súplica.

Y tal vez también, una advertencia: que lo que se abandona, no siempre muere en paz.

Mailín: Devoción, historia viva y el lento declive de un pueblo

 Por: Leyendas del Folclore Santiagueño


La historia de Mailín, tal como la recoge Orestes Di Lullo, arranca con una obra entrañable: Noticia Histórica del Señor de los Milagros de Mailín, escrita por Don Balazar Olearchoa y Alcuria. Di Lullo no solo la menciona; la valora profundamente. Y es que, para él, tiene un peso especial por venir de un hijo del lugar, alguien que conoce el alma del pueblo desde adentro.

Di Lullo habla de Mailín con una ternura que se siente. Le brota el amor por su gente, por sus costumbres, por esa fe que no se aprende en los libros, sino que se respira en el aire. Describe al pueblo como una comunidad “sencilla, buena y bonachona”, donde la devoción no es una pose ni una obligación, sino una fiesta del corazón. Hay “fervor y alegría”, dice. Y basta imaginar las celebraciones para entenderlo.

Habla de una verdadera “explosión espiritual”. Y no exagera. Durante las fiestas, se nota en los gestos, en las miradas, en esa manera tan sincera con la que los fieles cargan al Señor y a la Virgen. No es solo tradición; es agradecimiento. Es una manera de decir “aquí estamos”, con fe, con emoción y con la esperanza intacta.

Sobre el nombre “Mailín”, hay cierta incertidumbre. El hermano Emmanuel sugería que podría tener origen indígena, aunque su significado exacto sigue siendo un pequeño misterio. Lo que sí sabemos es que el nombre, con su sonoridad suave, guarda siglos de historia y de sentido.

Ya en 1788, Mailín era parroquia, bajo la advocación de San Roque. Y en 1882 aparece mencionado como un “humilde y pequeño oratorio” consagrado a la Virgen. Di Lullo nos lleva a través de su relato como si fuéramos caminando a su lado. El paisaje que describe tiene algo de postal antigua: algarrobos y chañares que se enredan con el cielo, ruinas silenciosas, tierra rojiza que mancha los pies, y pastizales donde el ganado pasta tranquilo.

Las casas del pueblo, con sus techos bajos y muros gastados por el sol, tienen puertas abiertas que invitan a pasar. En los patios crecen chirimoyas, tunas, y alguna que otra planta que se resiste al olvido. Hay huertos, gallinas, y una vida que sigue su ritmo, entre el calor, los silencios y esa nostalgia que lo impregna todo. Porque sí, el aire en Mailín huele a tiempo detenido.

En el corazón del pueblo está él: el Señor de Mailín. Una imagen pequeña —apenas 35 centímetros—, tallada con devoción en quebracho colorado. Su rostro expresa un dolor sereno. Lo adornan el oro, la plata, y los rezos de generaciones enteras. El templo que lo alberga, aunque marcado por el moho verdoso y los años, todavía guarda restos de su antiguo esplendor: frisos dorados, relieves de bronce, y una atmósfera que estremece.

Cada 3 de mayo, Mailín cobra vida. La fiesta del Señor es mucho más que una celebración religiosa: es reencuentro, es música, es danza, es la emoción de la gente sencilla del campo que llega desde lejos para celebrar con alegría. Los fuegos artificiales iluminan el cielo, pero también el alma colectiva de un pueblo que se niega a desaparecer del todo.

Ahora bien, Di Lullo no esconde el otro lado de la historia. El del dolor. El del deterioro lento. Habla de la “agonía” de Mailín con una pena que atraviesa el papel. Y es que las repetidas inundaciones del río Dulce hicieron estragos. Las aguas no solo arrastraron casas; también obligaron a muchos a marcharse, dejando atrás una tierra que ya no podía sostenerlos. La economía se vino abajo, y con ella, parte del espíritu del pueblo.

Mailín, entonces, se convierte en un símbolo. Un reflejo de tantos pueblos antiguos que, poco a poco, se apagan sin que nadie los escuche. Di Lullo levanta la voz por ellos. Nos llama, nos sacude, nos pide que no miremos para otro lado. Porque si perdemos a estos pueblos, perdemos también una parte de nosotros.

Spotify: Mailín: Devoción, historia viva y el lento declive de un pueblo

jueves, 24 de julio de 2025

El pulso apagado de Loreto: una mirada a la agonía de un pueblo santiagueño

Por: Leyendas del Folclore Santiagueño


Loreto. Un nombre que suena suave, pero que hoy guarda un eco triste. Ubicada a “unos kilómetros de Santiago, en la República Argentina”, como escribe Orestes Di Lullo en su libro La agonía de los pueblos, esta localidad alguna vez fue un testimonio vibrante de vida. Con los años, sin embargo, se fue apagando, como una fogata que se consume lentamente hasta quedar solo el humo del recuerdo.

Su historia se remonta a tiempos muy lejanos. En 1566, ya figuraba en el itinerario de Matienzo bajo el antiguo nombre de Zamaquisqui. Desde entonces, Loreto creció como un lugar sereno, profundamente arraigado en sus tradiciones. La vida cotidiana tenía un ritmo propio, pausado, lleno de rituales compartidos. El calendario del pueblo giraba en torno a fiestas que unían a la comunidad y atraían a los vecinos de parajes cercanos.

Las celebraciones en honor a la Virgen de Loreto, cada abril, eran el corazón de la vida loretana: coloridas, bulliciosas, casi imposibles de olvidar. Y el carnaval... ¡el carnaval de Loreto! Era una verdadera explosión de alegría popular: máscaras, disfraces, bailes de pareja y música que llenaba las calles como si el alma del pueblo se hiciera visible por unos días. También se rendía culto a la Virgen de la Merced, con novenas, rezos y actos litúrgicos que tejían una fe comunitaria profunda, sentida, casi palpable.

La base de la economía local era sencilla, pero sólida. La agricultura marcaba el pulso de la producción: maíz, trigo y otros cultivos sostenían a las familias. El río Dulce era más que un curso de agua: era sustento, era promesa, era vida. Y cuando se construyó un canal de navegación, las esperanzas crecieron como el mismo maíz que brotaba de la tierra: se soñaba con un futuro de prosperidad, con campos más fértiles, con una ganadería pujante.

Pero ese sueño no duró. Como sucede en tantos rincones olvidados del país, la ilusión se fue diluyendo. Hacia 1898, el panorama ya era desolador: el río Dulce estaba “arruinado”, las cosechas se volvían pobres y la tierra, antes generosa, comenzaba a dar la espalda. Sin agua ni producción, muchos no tuvieron más opción que irse. Buscaron otro destino, aunque dejaran atrás sus raíces.

Orestes Di Lullo, con la sensibilidad que lo caracteriza, no oculta su pesar. En sus palabras se siente una tristeza que va más allá de la nostalgia. Denuncia, sin decirlo de forma explícita, el abandono de las autoridades. Habla de indiferencia, de olvido. Y lo hace con una imagen que golpea: “¡Pobre del pueblo, un blanco sudario, un monte funerario! ¡Paz en la tumba!”.

Loreto queda así dibujado como una foto sepia que se desvanece con los años. Lo que alguna vez fue color, música y comunidad, se ha ido volviendo gris. Como un reloj de arena que ha dejado caer todos sus granos sin que nadie lo voltee. Quedan apenas los ecos de su alegría pasada, atrapados en un silencio que grita su agonía.

Su historia es más que una crónica: es un recordatorio. Porque cuando el tiempo avanza sin memoria, y los gobiernos dan la espalda, hasta los pueblos con más vida pueden desvanecerse. Loreto, como tantos otros, es el testimonio callado de lo que se pierde cuando se olvida.

Spotify: El Pulso Apagado de Loreto: Una Mirada a la Agonía de un Pueblo Santiagueño

 

 

miércoles, 16 de julio de 2025

El día en que la tierra tembló y azotó la ciudad capital de Santiago del estero en 1817

 


Por Leonardo Innamorato

Introducción

La madre naturaleza a veces sorprende con distintos fenómenos, y uno de ellos el más violento, destructivos y que más asustan: los terremotos y temblores. Dicho a madre naturaleza a veces nos sorprende con distintos fenómenos, y uno de ellos, suceso no solo forma parte de las efemérides de nuestra provincia, sino sirve además como un antecedente claro, en que, por esos caprichos de la naturaleza, los reacomodamientos de placas y el carácter imprevisible de tales fenómenos, nos es preciso resaltar una de las crónicas de esa época para describir lo acontecido en la ciudad capital de Santiago del Estero y sus alrededores. 

La tierra tembló

Las crónicas de esa época relatan que siendo las 20.30 del viernes 4 de julio de 1817 cuando un destructor sismo, con epicentro a 32 Km al sudoeste de nuestra capital, sacudió la tranquila y apacible vida de las poco más de ocho mil almas que poblaban por aquel entonces la Madre de Ciudades. 

El movimiento, llamado técnicamente proceso de licuefacción (1), provocó la destrucción de varios edificios como los templos de La Merced y Matriz (actual Catedral Basílica). El fuerte temblor que sacudió la ciudad con la fuerza de un verdadero terremoto, acabó de resquebrajar las paredes y techos de la Iglesia Matriz (Catedral), destruyendo la parte septentrional de la misma”, relata José Achával en su “Historia de la Iglesia de Santiago del Estero”. Dos años más tarde el techo terminaría por colapsar a causa del grave deterioro que sufrió durante el sismo. No se tardó en hacer un relevamiento las instituciones de esa época nos resaltan de daños totales y estructurales en los edificios coloniales de la ciudad; heridos y gente en estado de conmoción. No faltaron, además, las interpretaciones de los supersticiosos y hasta las interpretaciones del fin del mundo. 

Los daños

El terrible sismo del 4 de julio tuvo réplicas que se repitieron hasta el 9 de julio por intervalos de cuatro horas. Se agrietaron casas, templos y edificios públicos, muchos de ellos desmoronados. Las actas capitulares así lo señalan: Explosiones de piedra y agua abrieron surcos en la tierra y los campos. Entre las ruinas, el vecindario temió una destrucción similar a la de Esteco y el Callao, aún presentes en la memoria popular. 

También se vio reducida prácticamente a escombros la Iglesia La Merced, tras lo cual tuvo que ser reconstruida completamente. A causa de la destrucción de la Catedral, los oficios de la misma fueron trasladados a La Merced en el año 1823. Era la cuarta vez que el templo mayor era destruido por acción de la naturaleza o incendios. El quinto y actual templo se inauguró en 1877 durante la gestión de Don Manuel Taboada.

Según documentos históricos, el Instituto Nacional de Prevención Sísmica estima que el terremoto de 1817 tuvo una magnitud de 7º en la escala de Richter y una intensidad de VIII en la de Mercalli. Hay que aclarar que una escala mide el grado de intensidad del terremoto y la otra, el poder destructivo del mismo. Para tener una idea de la magnitud del temblor que afectó a Santiago cabe destacar que el último gran terremoto ocurrido en la Argentina el 23 de noviembre de 1977, con epicentro en la provincia de San Juan, alcanzó 7,4 grados en la escala de Richter. 

La escala de Mercalli mide la intensidad de los efectos producidos por un terremoto. La escala tiene carácter subjetivo y varía de acuerdo con la severidad de las sacudidas producidas en un lugar determinado. Tiene en cuenta los daños causados en las edificaciones, los efectos en el terreno, en los objetos y en las personas. El grado VIII del terremoto de 1817 corresponde a la categoría de “destructivo”. Además, en la época las construcciones no estaban previstas para soportar terremotos puesto que la mayoría del caserío urbano era a base de adobe y de cimientos vulnerables.  

Durante un temblor de esta intensidad se hace difícil e inseguro el manejo de vehículos. Se producen daños de consideración y el derrumbe parcial en estructuras de albañilería bien construidas.

Conclusiones

Si bien, hay ya un antecedente que marcó a la ciudad capital, no hay que olvidarse también el último terremoto, el de 1997, pero que a opiniones de especialistas geólogos, sostienen que – ante la imprevisibilidad de dichos sucesos-  la actividad sísmica en Santiago del Estero la tenemos registrada superficialmente, en referencia a focos que generalmente se ubican entre los diez y treinta kilómetros al oeste del conglomerado Santiago-La Banda. Eso está determinado, particularmente en las sierras de Guasayán. 

 

                                                                                    Licenciado en sociologia, UNSE.

 

(1) Licuefacción: paso de un componente u objeto, de un estado gaseoso a un estado líquido.

Notas

ACHAVAL, José Néstor (1993) “Historia de la Iglesia en Santiago del Estero: Siglos XIX y XX”, editorial UCSE, Santiago del Estero.

Actas capitulares de Santiago del Estero, 1817, 4 (1727 a 1833). Acta capitular del 11 de julio de 1817, Buenos Aires.

El liberal diario, “Entrevista al geólogo Juan Castellanos”, 21 de septiembre de 2017.

Disponible en la web: https://www.elliberal.com.ar/noticia/367729/geologo-revelo-provinciapodrian-darse-temblores-fuertes

NAVARRO, Carlos A. (2012) INPRES: "Sismicidad Histórica de la R.A." Argentina 

PERUCCA Laura, PEREZ Ángel y NAVARRO Carlos (2006) “Fenómenos de licuefacción asociados a terremotos históricos”; su análisis en la evaluación del peligro sísmico en Argentina. Revista de la Asociación geológica argentina 61

 


martes, 15 de julio de 2025

Santiago del Estero: Un mar étnico-lingüístico en el corazón de Argentina

 


La tierra de nadie y de todos

Santiago del Estero, descrita por Orestes Di Lullo como un "mar interior desecado", ha sido por milenios un crisol de culturas, lenguas y contradicciones. Desde hace 8.000 años antes de Cristo, esta planicie surcada por los ríos Dulce y Salado atrajo a pueblos diversos —desde los Lules hasta los Incas— con su clima benigno, recursos abundantes y una aparente facilidad para la vida. Pero detrás de esta aparente generosidad, la tierra escondía una paradoja: "frío y calor; inundaciones y sequías; prodigalidad y avaricia", antagonismos que, según Di Lullo, moldearon el alma de su pueblo.

Historia de poblamiento: Un mosaico de culturas en movimiento

Conectando con la introducción, esta región no solo fue un espacio geográfico, sino un verdadero laboratorio humano donde se mezclaron tradiciones.

La confluencia de pueblos

Santiago del Estero funcionó como un corredor biogeográfico y cultural. Según el documento, aquí confluyeron:

Andinos: Quichuas, Aimaras y Diaguitas desde el noroeste.

Amazónidos: Guaraníes y Matacos-Guaicurúes desde el noreste.

Pámpidos: Huarpes y Sanavirones desde el sur.

La mixigenación fue la norma. Como señala Di Lullo: "Estas mareas humanas... se absorbieron o quedaron remansadas, dejando estratos de civilizaciones superpuestas". Un testimonio del siglo XVII recogido por Lizondo Borda menciona a los Lules cercando a los Diaguitas —un raro ejemplo de resistencia organizada—, pero la mayoría de los pueblos optó por la adaptación pacífica.

Avanzando en el tiempo, el escenario cambió con la llegada de una de las culturas más influyentes.

El legado Inca: Vasallaje sin conquista

A diferencia de otras regiones, los Incas no sometieron militarmente Santiago. Según el cronista Cieza de León, el Inca Yupanqui envió emisarios que lograron un pacto de "amistad perpetua" con los locales, quienes solo debían "guardar la frontera". Esta diplomacia dejó huellas en petroglifos, cráneos deformados ritualmente y herramientas como los "tumis" (cuchillos ceremoniales), aún hallados en la zona.

Rasgos biofísicos y patrimonio natural: Un escenario de contrastes

Para comprender mejor esta dinámica humana, es esencial analizar el escenario natural que la hizo posible.

Geografía y clima

La provincia es una "zona de transición" entre llanuras y serranías, con cinco subzonas mitificadas por sus habitantes: la llanura (Pampáyoj), los ríos (Mayumaman), las sierras (Orkomaman), el bosque (Sacháyoj) y los esteros (Malimpaya). Sus ríos, caudalosos solo dos meses al año, fertilizaban el suelo con limo, permitiendo cultivos como el maíz.

Profundizando en este entorno, la biodiversidad jugó un papel clave en el desarrollo cultural.

Fauna y recursos

Los bosques albergaban "aves, peces y miel", mientras las salinas —codiciadas por los indígenas— eran clave para el trueque. Sin embargo, la fauna megafaunística como gliptodontes ya había desaparecido para la llegada del hombre, según evidencias arqueológicas.

Patrimonio cultural: Resistencia a través del mito y la lengua

Más allá del paisaje, fue en el ámbito cultural donde estos pueblos dejaron su huella más perdurable.

Adaptación vs. resistencia

Los pueblos santiagueños desarrollaron una "plasticidad exterior" para sobrevivir, pero mantuvieron una resistencia cultural silenciosa. Un ejemplo es la Unita, leyenda de una cabeza rodante que advierte peligros, vinculada al culto ancestral de las cabezas-tótem.

En este contexto de preservación cultural, el lenguaje se erige como testimonio vivo del pasado.

Lenguas: Un rompecabezas sin resolver

El documento enumera cientos de topónimos de origen desconocido (ej: Sumampa, Guasiligasta), vestigios de lenguas extintas como el Tonocoté o el Cacán. Di Lullo critica la negligencia académica: "Decimos que no hay nada del Cacan... pero hay una gran ignorancia al respecto".

La llegada de los españoles: El mito de la "belicosidad indígena"

Este rico tapiz cultural enfrentaría su mayor desafío con la llegada de los conquistadores europeos.

Las crónicas españolas exageraron la resistencia local. Baltasar Méndez describió a los Lules como "usadores de ponzoña", pero Di Lullo desmiente: "Eran mansos, salvo contadas excepciones". La verdadera batalla fue contra el medio: "Esa anchura inerte... donde naufragan las mejores fuerzas". Los españoles replicaron las prácticas incaicas de trasplante forzoso, como las encomiendas que desnaturalizaron a comunidades como los Chicoanas.

Conclusión: El indio que no murió

En definitiva, Santiago del Estero es un espejo de América Latina: un territorio donde las culturas no desaparecieron, sino que se reinventaron. Como concluye Di Lullo: "El indio vive en nosotros, en nuestra sangre". Su legado persiste en mitos como la Pachamama, en la toponimia enigmática y en la "filosofía de la necesidad y la facilidad" que aún define a sus habitantes.

Dato final: Un cráneo con deformación circular, hallado en la zona y vinculado a los Aimaras, es hoy parte del acervo del Museo Arqueológico de Santiago —símbolo de un pasado que resiste al olvido.

Fuentes citadas:

Di Lullo, O. (1960). Un cuadro de la prehistoria santiagueña.

Lizondo Borda, M. (1938). El Tucumán indígena.

Cieza de León, P. (1553). Crónica del Perú (citado por Di Lullo).

Proceso fundacional de Santiago del Estero, la “muy noble y leal ciudad”

 Por Adriana Medina / Alejandro Yocca

 


El Siglo XVI se caracterizó por la conquista y fundación de los primeros asentamientos urbanos que permitirían la colonización del actual territorio argentino. Fue la iniciativa de los conquistadores que penetraron en el país por el norte, oeste y este, concretando la fundación de ciudades, y a partir de ellas, el desarrollo político, económico, social y cultural de lo que posteriormente será la República Argentina.

El esquema regional argentino, comenzó a configurarse a partir de las primeras fundaciones hispánicas y posibilitó que cada ciudad fuera organizando el territorio aledaño. En torno a la PLAZA se concentraba el mayor porcentaje de población española, que decrecía hacia la periferia, sustituida por la mestiza, y que desaparecía finalmente con los barrios indios, que se situaban en un área intermedia entre el espacio urbano y el rural.

Así, se puede establecer que las ciudades fundadas por los españoles se erigieron en aquellos sitios que fueron centros de las civilizaciones indígenas o en espacios ya habitados por culturas menores. El centro más dinámico se ubicó en el noroeste, vinculado a la explotación metalífera del Perú. La consecuencia de este proceso fué la ocupación discontinua del espacio y su modelado en regiones poco extensas.

En este contexto, el historiador Luís Alén Lascano sostiene que Santiago nació de un proceso fundacional que se inició con las llamadas "entradas al Tucumán". Estas fueron tres: la primera de Diego de Almagro (1536), la segunda de Diego de Rojas (1543) que llegó a suelo santiagueño y fundó el Fuerte de Medellín de vida efímera y la tercera de Juan Núñez de Prado quien vino con el mandato de fundar ciudad. En virtud de ello, fundó la Ciudad del Barco a mediados de 1550 en territorio de la actual provincia de Tucumán. Sin embargo, la ciudad tuvo que ser trasladada por conflictos de jurisdicción con Chile estableciéndola en territorio salteño en 1551. Allí estuvo sólo un tiempo ya que por el acoso de los calchaquíes debió ser reubicada, esta vez en territorio santiagueño con el nombre de Ciudad del Barco del Nuevo Maestrazgo de Santiago en 1552. Estando allí surgió un nuevo conflicto con Chile, siendo esta vez Don Francisco de Aguirre quien tomó la ciudad y la trasladó nuevamente, un cuarto de legua hacia el noroeste, con el nombre de Santiago del Estero en 1553.

Santiago del Estero recibió el título de Madre de Ciudades porque desde ella partieron las expediciones que fundaron las ciudades de Tucumán, Córdoba, Catamarca, La Rioja, Salta y Jujuy. Además, aquí se erigió la primera Diócesis con su primera Catedral y el primer instituto de Estudios Superiores que marcó el inicio de los estudios universitarios en el país.

En 1.577 el rey Felipe II le otorgó el título de “Muy noble y leal ciudad” junto al Escudo de Armas que presenta un CASTILLO como emblema de fortaleza, tres VENERAS de la Orden de Santiago Apóstol en representación de las tres fundaciones que existían hasta ese momento (San Miguel, Esteco y Córdoba de la Nueva Andalucía) y un RÍO a sus pies correspondiente al Río Dulce.

La fundación de la ciudad, inició el debate acerca de cuándo y por quién fue fundada (sobre todo por la falta del acta fundacional), dividiendo a los intelectuales locales entre aquellos que sostenían la tesis aguirrista y quienes afirmaban que el fundador había sido Núñez del Prado en el año 1550, los nuñezpradistas. Sobre esta cuestión, Fray Eudoxio de Jesús Palacios sostuvo que la primitiva Ciudad del Barco “estuvo ubicada en la margen derecha del Río del Estero… zona cubierta por milenarios bosques de talas, algarrobos, piquillines, mistoles y chañares” y que fue fabricada con horcones, quinchas y techos de paja por lo que no hay vestigios materiales de ella. Respecto a este proceso, el historiador José Néstor Achával indicó que la fecha de la fundación de la Ciudad del Barco en su asiento de Tucumán fue el 24 de junio del año 1550. Mientras que el 23 de diciembre de 1553, es la fecha en que Francisco de Aguirre resolvió el tercer traslado a su cuarto asentamiento por los riesgos de crecida del río con el nombre de Santiago del Estero.

Para Achával, Palacios, Di Lullo y Alén Lascano entre otros historiadores santiagueños, Núñez de Prado fue el fundador legítimo de la ciudad y Aguirre el ejecutante de un simple traslado de las estructuras. Sin embargo, la Academia Nacional de la Historia por pedido del gobierno de la provincia con motivo de cumplir el IV° Centenario dictaminó que la ciudad de Santiago del Estero fue fundada por Francisco de Aguirre el 25 de julio de 1553, fecha en que actualmente se realiza la celebración de su aniversario y que es el día de Santiago Apóstol.En efecto, en julio de 1952, el entonces gobernador de la provincia Francisco Javier González solicitó a la Academia Nacional de la Historia que se manifieste sobre la fecha de fundación y el fundador de Santiago del Estero. Para ello se elevó el dictamen de la Comisión Especial presidida por el historiador Alfredo Gargaro y designada para la ocasión. En él se informaba que si bien es cierto que en 1550 Núñez del Prado funda la ciudad del Barco, la ciudad de Santiago del Estero constituía un “nuevo centro de civilización, llámese traslado o metamorfosis de los anteriores, era independiente de ellos y sometido a una jurisdicción distinta, inicia un nuevo período político, tiene nuevo ejido, nuevos vecinos, nuevas encomiendas. Al expulsar Aguirre a Núñez, al erigir una nueva ciudad, dándole otro nombre, abría una nueva era, a la que ya Núñez era ajeno”.

Este informe fue la base para el dictamen de la Academia que afirma que el fundador fue Aguirre, y la fecha el 25 de julio de 1553. En este contexto, el 10 de noviembre de 1952 el gobierno provincial declara a través del decreto “A” N° 2.532 que el dictamen de la Academia Nacional de la Historia“pone fin al pleito histórico de la fundación de Santiago del Estero, hasta tanto aparezca el acta bautismal presumiblemente existente dadas las normas de rigor de la legislación indiana”. En el mismo se consagra “la magna celebración del IV Centenario de la ciudad de Santiago del Estero, estableciendo el 25 de julio de 1553, como fecha de su fundación, señalando al ilustre conquistador español, Don Francisco de Aguirre, como su fundador y, como precursores en las gestas históricas, a los hidalgos capitanes, Diego de Rojas y Juan Núñez de Prado”.

De este modo, en 1953 en el marco de los festejos por el IV Centenario de la Fundación de la Ciudad, se produjo la visita de Juan Domingo Perón a la provincia. El 29 de agosto, ante un colmado Teatro 25 de Mayo, Perón brindó el Discurso de Clausura del Primer Congreso Nacional de Historia Argentina con la participación de los historiadores Ricardo Levene (Presidente de la Academia Nacional de Historia) y Alfredo Gargaro (Presidente de la Junta de Estudios Históricos de Santiago del Estero), quienes legitimaron la fecha fundacional de la ciudad el 25 de julio de 1553 y a su fundador Francisco de Aguirre, basándose en las actas del cabildo santiagueño del 14 de abril de 1774 y del 21 de julio de 1779.

En lo esencial pareciera que Gárgaro y la Academia Nacional tenían razón puesto que los documentos rubricados por el escribano del Cabildo de Santiago del Estero en 1590 extractados de sus actas capitulares informaban que el 25 de julio de 1.553 Francisco de Aguirre “mudó esta Ciudad y le puso por nombre Santiago”. Sin embargo, para los nuñezpradistas mudar no significa fundar.

 Lo cierto es que hacia 1556, la ciudad ya ocupaba su cuarto emplazamiento en terrenos del actual Parque Aguirre, su trazado era en damero de reducidas dimensiones con un radio de 700 metros aproximadamente, repartidos en manzanas divididas en cuatro solares que llegaban a sumar entre dos a tres cuadras alrededor de la plaza circundadas por un camino de ronda. La plaza habría estado ubicada en Alsina e Independencia y el Cabildo en Alsina y Olaechea.

En este trazado, la Plaza cumplió una doble función, por un lado, servir de punto generador del esquema vial y por otro actuar como sede de las instituciones civiles y eclesiásticas: Cabildo (poder temporal) y la Iglesia (poder espiritual). Sin embargo, poco se puede decir de la fisonomía que tuvo la ciudad en sus comienzos porque no quedaron vestigios materiales. Se infiere que el asentamiento fue precario por causa de las inundaciones que arrasaban casi la totalidad de todo lo plantado en ella. Es decir que luego del traslado efectuado por Aguirre en 1553, la cuidad sufrió otros corriéndose siempre hacia el oeste.

Sobre este tema, el Alén Lascano sostiene que los antecedentes de la existencia de la primera catedral que se erigió en el actual territorio argentino se remontan a partir de 1565 en un lugar no preciso de la ciudad. Se conoce que fue erigida Catedral el 14 de mayo de 1570 por Bula del Papa Pío V bajo la advocación de San Pedro y de San Pablo y que debió estar frente a la plaza principal, pero se desconoce el lugar preciso de su asentamiento. Para el historiador Andrés Figueroa, la plaza y el edificio de la Catedral en su penúltimo traslado habrían estado en los terrenos que hoy ocupa el Teatro 25 de mayo. Agrega, Orestes Di Lullo que en 1670 una nueva inundación obligó a mudarla hacia el lugar donde se encuentra actualmente. Lo cierto es que la llegada de Fray Francisco de Victoria en 1581 convertirá a esta iglesia matriz en la primera Catedral de la Argentina que en su dilatada historia atravesó abandono, traslados, incendios y terremotos que obligaron su reconstrucción en varias ocasiones. El emplazamiento del actual edificio en su asiento final y en su quinta reconstrucción fue en 1877 durante el gobierno de Don Manuel Taboada.

En este contexto, resulta interesante señalar que cuando llegaron los españoles a la región del Tucumán (hoy NOA), introdujeron desde el Perú y Chile semillas y animales necesarios para su subsistencia. La zona pronto comenzó a poblarse de caballos, vacunos, cerdos, cabras y gallinas. Las semillas fructificaron y se multiplicaron en plantaciones de trigo, vides, algodón y olivos. A ellos se sumaron los cultivos americanos como maíz, zapallos, porotos, etc. En tanto, los problemas de jurisdicción entre Chile y Perú concluyeron cuando el rey Felipe II por Real Cédula de 1.563 creó la Gobernación del Tucumán, dependiente en lo político del Virreinato del Perú y en lo judicial de la Audiencia de Charcas y cuya capital era Santiago del Estero. A partir de entonces se desarrolló una política fundacional con objetivos precisos:

Consolidar las fundaciones en el noroeste para una mejor unión con el Perú por Charcas.

Buscar una salida hacia el océano Atlántico que permitiera una comunicación más directa con España a través de la teoría de “Abrir puertas a la tierra”.

Es decir que las primeras ciudades, con Santiago ubicada en un punto estratégico, se convirtieron en centros del comercio local e interregional llevando adelante una economía de subsistencia que permitió, hacia fines del siglo XVI, la articulación de las primeras rutas:

1.      Potosí – Jujuy – Tucumán – Santiago del Estero – Córdoba – Buenos Aires;

2.      Asunción – Buenos Aires, por vía fluvial;

3.      Chile-Mendoza



Fuente: fhu.unse.edu.ar

Principios y fines autonomistas