viernes, 12 de diciembre de 2025

El "Chivo" Carlos Leguizamón: La Voz Bandeña que Cabalgó en Acordes de Zamba

A 15 años de la partida del mítico ex-integrante de Los Manseros Santiagueños

 


UN DÍA COMO HOY, 11 de diciembre de 2010, la música folklórica argentina se vistió de luto con el fallecimiento de Carlos Leguizamón, el cantor, músico, autor y compositor santiagueño conocido cariñosamente como "El Chivo". Leguizamón, que integró la formación clásica de Los Manseros Santiagueños, dejó este mundo en Vicuña Mackenna, provincia de Córdoba, a los 65 años, víctima de una enfermedad terminal, pero su voz y su legado permanecen inmortales en el cancionero popular.

Nacido en La Banda, el 4 de enero de 1945, en el seno del barrio Villa Juana, la música fue una vocación temprana y casi innata. La leyenda popular cuenta que, desde niño, una guitarra rudimentaria, fabricada por él mismo con un palo de escoba, era su compañera inseparable. Debajo de un frondoso algarrobo en el patio de su casa, soñaba con las melodías que más tarde lo llevarían a recorrer el país.

Ya en su adolescencia, con la ansiada guitarra que sus padres le compraron, comenzó a trazar su destino artístico. En su barrio natal, fundó su primer conjunto folklórico: "Los Cantores de Villa Juana", un emotivo tributo a su terruño.

La Gloria de Los Manseros

La etapa que catapultó su figura al reconocimiento nacional fue su ingreso a Los Manseros Santiagueños. Durante aproximadamente cuatro años, Leguizamón compartió escenario con pilares del folklore como Onofre Paz, Leocadio Torres y Carlos Carabajal. Este periodo fue crucial, llevándolo a recorrer el circuito festivalero y a participar en los escenarios más importantes del país. Sin embargo, en 1968, Leguizamón decidió emprender un nuevo camino y se alejó del grupo para iniciar su carrera como solista, una trayectoria que se extendió a lo largo de unas cuatro décadas.

El Eco de una Amistad Sincera

El legado de Carlos Leguizamón no se limitó a sus dotes artísticas, sino que también residió en su calidad humana. Su amigo, Oscar B. Castillo, lo recordó como "un compañero, una persona muy pacífica, con la que se podía conversar sin ningún tipo de dificultad, y eso lo hacía muy querible”. Castillo inmortalizó esa amistad dedicándole la sentida chacarera "Santiagueño y Buen Cantor", donde traza la estampa del "Chivo" como un enamorado de las coplas, un "changuito lustrador" de las siestas de Santiago.

El día de su partida, Leguizamón se fue acompañado por su familia. Su ausencia física fue inmediatamente mitigada por la palabra de sus colegas, como la del poeta Miguel Coria, que le dedicó las "Coplas pal 'Chivo' Leguizamón", versos que capturan la permanencia de su arte:

"Cantor que nunca es olvido / tampoco nunca es adiós, / de tiempos lejanos regresa / El 'Chivo' Carlos Leguizamón / y en el galope de una zamba / florece perenne tu voz."

El recuerdo del "Chivo", figura que también anduvo por las peñas y guitarreadas, según consigna el libro inédito Biografías de Folcloristas Santiagueños Segunda Parte de Omar "Sapo" Estanciero, permanece como un faro para las nuevas generaciones, recordándoles que la voz bandeña, nacida bajo un algarrobo, sigue cabalgando en los tiempos idos a través de los acordes de una zamba. QEPD querido amigo.

jueves, 11 de diciembre de 2025

Don Justo Marambio Serrano, conocido guitarrista, cantor y autor

 


 “Aquí estoy en Buenos Aires/ y a pesar de tantos años,/ sueño y pienso en el regreso/ como muchos provincianos.” (Sueño Provinciano). Una poesía así, con música de zamba, solamente podía ser creada por alguien que ha llegado desde muy lejos a la ciudad de Buenos Aires, como es el caso de santiagueños, tucumanos, correntinos y, en definitiva, gente de todas las provincias que emigran de su tierra natal a la ciudad puerto y Capital Federal, donde se concentra gran parte de los recursos nacionales como una práctica bicentenaria.

La ciudad de Buenos Aires está en la provincia de Buenos Aires, la más extensa entre las 23 que conforman la República Argentina. A diferencia de la mayoría de las provincias argentinas, en vez de estar dividida en departamentos, lo está en partidos. Entre los 135 partidos bonaerenses, uno de los más antiguos es Bragado, que está ubicado en el Centro Noroeste de la provincia.

Se llama braga la prenda íntima femenina que en Argentina hemos pasado a llamar bombacha. A los animales vacunos o equinos que, en la zona de la ingle, tienen un color distinto al resto del cuerpo, nuestros paisanos los llaman bragados.

Una tradición bonaerense dice que en la zona donde ahora está Bragado, un potro salvaje de excelente porte, que lucía una bragadura de color blanco, era codiciado por criollos y antiguos habitantes de la tierra, pero no se dejaba atrapar. El día en que el caballo bragado fue acorralado en la cima de un barranco, antes de ser capturado prefirió lanzarse desde la altura y perder la vida. El potro de Bragado es un símbolo de libertad y en su homenaje hay una estatua a la entrada de la ciudad cabecera del partido homónimo.

Bragado está en plena pampa fértil bonaerense, zona de grandes extensiones de campos cultivados. Esos grandes campos necesitan mano de obra, gente campesina en lo posible. La gente de nuestra provincia no es ajena a estas actividades agrícolas. Grupos numerosos de trabajadores rurales van a los campos bonaerenses, llevando su laboriosidad y sus costumbres. Pasada la temporada anual de laboreos manuales, vuelven a sus pagos con algo de dinero, compras novedosas y nuevos temas musicales.

La gente del Alero Quichua Santiagueño solía actuar en peñas folclóricas casi todos los fines de semana. Generalmente, se trataba de actuaciones a beneficio de escuelas en la ciudad de Santiago o en cualquier otro lugar de la provincia. En los años ’80, el grupo cancionero ha tenido oportunidad de presentarse en uno de los locales de gran prestigio de aquellos tiempos. En aquella ocasión hemos ido a la esquina de Islas Malvinas y Pasaje América, en el Barrio Rivadavia, donde funcionaba El Rancho de Marambio, un comedor con peña folclórica.

Entre la gente que actuó esa noche estaban: Alicia Pereyra, el Payo Oroná, Julio Balconti, Alejandro Iñíguez, Carlos González, Orlando Gómez, Reynaldo Rodríguez, Julio Nieva y… “otros”. El grupo del Alero Quichua era numeroso.

El dueño de casa era Don Justo Marambio Serrano, conocido guitarrista, cantor y autor de temas musicales folclóricos. Es una figura que ha dejado su marca en el folclore de nuestra provincia, al punto de ser mencionado en el escondido Fiesta Grande en Santiago, en el que Pablo Raúl Trullenque nombra a los pioneros de nuestro canto popular.

El apellido Marambio nos recuerda a una isla de la Antártida, donde el 29 de Octubre de 1.969 aterrizó por primera vez un avión militar argentino, dando nacimiento a la Base Aérea Vicecomodoro Marambio, nombre impuesto en homenaje al piloto Vicecomodoro Gustavo Argentino Marambio, que cumpliera numerosas misiones antárticas y falleciera en un accidente aéreo en la provincia de Santa Fe.

El folclorista de Santiago del Estero Don Justo Germán Marambio Serrano era nacido el 23 de octubre de 1.914 en Bragado, provincia de Buenos Aires. Según nos cuentan sus descendientes, Don Justo era primo del Vicecomodoro Marambio.

Justo Germán Marambio Serrano, guitarrista y cantor, a los dieciocho años de edad vino a Santiago del Estero acompañando a un amigo músico… y se quedó. Aquí compartía guitarreadas con amigos, formó su hogar e integró diversos dúos de voces y guitarras. Con Héctor Carabajal formó el Dúo Marambio Carabajal; con Roberto Trullenque formó el Dúo Marambio Trullenque; también cantó a dúo con Leónidas de Jesús Corvalán.

El cantor de tangos Argentino Ledesma, solía ensayar con Don Justo Marambio. El experimentado cantor y guitarrista bonaerense enseñaba secretos de vocalización y actuación al joven tanguero, que luego sería figura nacional e internacional y motivo de orgullo para los santiagueños. Ya consagrado, Argentino Ledesma volvía a la casa de los Marambio, por entonces en Yrigoyen Segundo Pasaje, para ensayar nuevas presentaciones.

Antes, las emisoras de radio no eran muchas. En la provincia de Santiago del Estero, la única emisora era LV 11 Radio del Norte, con alcance para todo el territorio y un poco más. Las emisoras acostumbraban tener sus músicos estables, los que debían acompañar a los artistas que fuesen a actuar en vivo.

En LV 11, los guitarristas estables eran “Chori” Paz, Aparicio “Apalo” Villalba y Justo Marambio Serrano. Cuando a fines de los años ’60, la radio pasó a ser LW 5, Don Marambio continuó trabajando como músico en la nueva radio, para jubilarse cuando en 1.971 la emisora pasó a ser LRA 21 Radio Nacional Santiago del Estero.

De la producción autoral de Don Justo Marambio Serrano, podemos recordar la zamba Abuelita, que fuera grabada por el conjunto Los Cosecheros, liderado por El Mandinga del Bandoneón, con la voz de El Chango Ledesma. También fue grabada la Zamba del Recuerdo, por el conjunto Los Tobas.

Hace pocos años, el Dúo Suárez Palomo grabó la zamba Sueño Provinciano, en la que Don Justo Marambio Serrano expresa el sentimiento de quienes han emigrado hacia Buenos Aires y sueñan con volver. Esta hermosa zamba ha sido grabada hace poco por el cantor santiagueño, amigo de nuestro Alero, Amílcar Díaz Bravo.

Felizmente, son varios los casos de folcloristas venidos de otros pagos que se aquerenciaron en nuestra tierra, al punto de pasar a ser más santiagueños que muchos de nosotros. Don Justo Germán Marambio Serrano es uno de ellos, para bien de la cultura folclórica.

Sintiéndose santiagueño y tomando la dolorosa distancia que duele al emigrado, Don Marambio cantaba: “Cuando escucho chacareras, / pobre mi alma se emociona, / y aunque el corazón se alegra/ las lágrimas me traicionan.”

El sentimiento de quienes están lejos del pago puede resumirse en el estribillo de Sueño Provinciano: “Quisiera estar en Santiago, / pisar la arena del río,/ respirar aire del monte/ del pago donde he nacido./ Y cantar toda la vida/ a mi Santiago querido.”

Fuente: FBK

miércoles, 10 de diciembre de 2025

El Hambre Lento y los Aristócratas del Trabajo: Cómo el Informe Bialet Massé desenterró la epopeya trágica del obrero santiagueño, el pilar olvidado de la Argentina próspera.

A principios del siglo XX, un documento oficial ofreció un retrato crudo de la Argentina profunda. Seguimos el rastro de esos hombres y mujeres de Santiago del Estero, "aristócratas del trabajo" que, con su esfuerzo, ayudaron a construir el país, mientras una "degeneración" silenciosa los iba consumiendo.



“El ingenio tucumano nació con todos los vicios de la servidumbre colonial, exagerados y sin faltar uno solo” – Bialet Massé

La orden llegó desde los despachos del poder. Era 1904, y el ministro del Interior, Joaquín V. González, necesitaba comprender los cimientos humanos sobre los que se construía la vibrante Argentina. Para esta tarea titánica, eligió a un hombre que combinaba la mirada de un científico con el alma de un humanista: el Dr. Juan Bialet Massé, médico, abogado y profesor. Su misión era recorrer el país palmo a palmo y diagnosticar, con la frialdad de un clínico y la pasión de un reformista, la verdadera situación de las clases trabajadoras. El resultado fue un informe monumental, un viaje al corazón de las sombras del progreso. En sus páginas, entre el polvo de los caminos y el sudor de los obrajes, surge con fuerza la figura de un actor crucial, casi mítico, en el drama del desarrollo nacional: el obrero santiagueño. No era un ser estático, sino un nómada de la necesidad, un rostro que se repetía en los algodonales chaqueños, en las heladas cañas tucumanas y en los campamentos madereros. Bialet lo observó, lo midió, lo cuestionó y, en un gesto poco común para la época, le otorgó una dignidad épica y trágica. Esta es la historia de ese encuentro, un viaje periodístico a través de un informe centenario que revela las heridas y la resiliencia de una provincia y su gente.

El tren avanza, dejando atrás el paisaje que le resulta tan familiar. El monte chaqueño se espesa, y los cañaverales tucumanos se convierten en una imponente pared verde. Dentro de los vagones de tercera clase, donde se amontonan las cargas de animales, o a pie, en interminables filas de hombres con herramientas al hombro, van ellos. Para Juan Bialet Massé, el santiagueño era sinónimo de movilidad laboral. No era una elección, sino un destino forjado por la necesidad. “Junto con los correntinos, el santiagueño y el cordobés se dirigen a las zonas cerealistas para las cosechas”, anota el investigador, señalando un patrón migratorio estacional que ya era la columna vertebral de economías enteras. Incluso un propietario de un aserradero le dio un consejo práctico: si necesitaba peones confiables y trabajadores, que los buscara en Santiago del Estero, “donde todavía abundaban”.

Pero Bialet no se detiene en la anécdota. Ve en esta migración una paradoja brutal. Por un lado, celebra su espíritu emprendedor y su destreza. A los santiagueños y correntinos que “invaden el Chaco” para la tala del quebracho los llama, con un toque de admiración, “aristócratas del trabajo”. Eran los más hábiles, los más resistentes, quienes se ganaban ese título en la selva hostil. Incluso en los campamentos militares, como el de Fortín Tostado, el conscripto santiagueño aprendía un oficio, un proceso que Bialet, con fe en la educación, consideraba “civilizador”. Llegó a enlistar a uno de ellos, Santiago Coria, de ese mismo fortín, entre los catorce hombres más fuertes que encontró en toda la República. Era la prueba viviente de un potencial físico extraordinario.

Sin embargo, al mirar más de cerca, el diagnóstico se vuelve más complicado. Ese mismo obrero, considerado “superior en inteligencia y subordinación” al extranjero según el informe, era en realidad víctima de un mal que avanzaba lentamente y que resultaba devastador. Bialet lo describió con una frase que impacta por su precisión clínica y su carga social: “hambre lento”. No se trataba de una inanición aguda, sino de una ración crónicamente insuficiente, de una dieta pobre y monótona que debilitaba tanto el cuerpo como el espíritu. “El obrero santiagueño… es víctima de raciones insuficientes y ‘hambre lento’, lo que provoca la degeneración de la raza”, afirmaba el documento. Aquí, el lenguaje de la época revela su lado más crudo, atribuyendo a la “raza” lo que en realidad era una consecuencia directa de la explotación y la miseria.

Este contraste entre la fortaleza innata y la degradación impuesta se repetía en cada historia de migrantes. En el norte de Santa Fe, los santiagueños y cordobeses caían enfermos apenas unos días después de llegar. Bialet no tenía dudas sobre la causa: la “abominable comida de la región”. Era un ciclo vicioso: migraban en busca de trabajo, pero el trabajo en esos lugares los enfermaba y debilitaba.

El momento más impactante, sin duda, lo vivió Bialet en los ingenios azucareros de Tucumán. Durante el invierno, los santiagueños eran una parte esencial de la zafra. En su informe, se enfoca en la “cañera de Mercedes”, donde los peones, tanto catamarqueños como santiagueños, llevaban a cabo un “trabajo nocturno brutal” en las frías noches invernales. Para sobrellevarlo, el sistema les proporcionaba churrasco, café y, lo más importante, caña. El alcohol no era solo un vicio, sino una herramienta de trabajo, un combustible económico para mantener en pie a cuerpos agotados. En ese entorno, Bialet tomó medidas antropométricas de los obreros y, con tristeza, observó que los santiagueños que midió eran analfabetos y le parecían “un tanto imbéciles”. Sin embargo, rápidamente se corrige, mostrando una notable lucidez sociológica: atribuyó esto más a “la pobreza y el vicio” que a cualquier rasgo racial. Era la miseria la que nublaba el intelecto, no al contrario.

Frente a este infierno tucumano, Bialet nos ofrece un contraste casi bucólico, aunque no sin su dureza, en los obrajes de quebracho de la propia Santiago del Estero. Aquí su pluma se vuelve más descriptiva y hasta poética. El ramal ferroviario de Anatuya lo describe como “una inmensa hoz destinada a segar las selvas vírgenes”. Pero el trabajo, aunque pesado, era diferente. El quebracho santiagueño, más duro y con menos taninos que el del Chaco, se utilizaba más para madera (vigas, durmientes, postes). El clima era más seco y, lo más importante, la vida del obrero tenía un arraigo distinto. Bialet hace una clara distinción: el obraje chaqueño era el “Far West”, un lugar de ley sin ley y de campamentos precarios. En cambio, el obraje santiagueño era “América humana”. ¿Qué quería decir con eso? Que allí “la arranchada se ha convertido en un rancho y ramada”, es decir, había una vivienda más estable, una comunidad. “El obrero deja el hacha para encontrar comida y a su familia cuidada”, escribe. Era, según su visión, un modelo de explotación menos salvaje, donde el trabajador podía mantener, aunque fuera de manera mínima, los lazos familiares y un poco de estabilidad. Era una vida dura, pero con un horizonte reconocible, a diferencia del destierro absoluto del Chaco o la servidumbre alcohólica de la caña.

Cierre Reflexivo:

Más de un siglo después, el informe Bialet Massé sobre los obreros santiagueños sigue siendo mucho más que un simple documento histórico. Es un espejo que, a veces de manera dolorosa, refleja los dilemas fundamentales de la Argentina. En sus páginas, se revela el mito de la “gran raza” trabajadora, fuerte y dócil, que el poder económico de la época tanto celebraba como explotaba. También se vislumbra el origen de los circuitos migratorios internos que, aún hoy, influyen en la demografía y la economía del norte argentino. Y, sobre todo, se hace evidente la eterna tensión entre el individuo y la estructura: la fuerza titánica de un Santiago Coria enfrentándose a la máquina del “hambre lento”.

Bialet, a pesar de sus prejuicios de la época, mostró una honestidad intelectual impresionante. No se limitó a describir la explotación; buscó entender sus mecanismos y los costos humanos que conlleva. Al referirse a los hacheros santiagueños como “aristócratas del trabajo”, les otorgó una dignidad que el sistema les negaba. Al señalar el “hambre lento” como causante de “degeneración”, estaba transformando la injusticia social de un destino inevitable a un diagnóstico político.

La odisea del obrero santiagueño que él retrató es la historia de un pueblo que no abandonaba su tierra por aventura, sino por la dura necesidad, para impulsar con su esfuerzo y sufrimiento la riqueza de otros. Era el costo oculto del azúcar que endulzaba las mesas porteñas, de los durmientes que sostenían el ferrocarril del progreso, de los postes que iluminaban las ciudades.

Leer hoy este informe es, en esencia, seguir el rastro de esas vidas anónimas que, con sudor y sacrificio, escribieron una parte fundamental de nuestra historia colectiva. Es recordar que detrás de las frías estadísticas del desarrollo, siempre hay rostros, cuerpos cansados, familias que esperan y un hambre, lenta o rápida, que clama por justicia. El viaje de Bialet Massé concluyó en un informe encuadernado; el viaje de aquellos santiagueños, en cambio, sigue vivo en la memoria de un país que aún tiene una deuda con los “aristócratas” de su propio suelo.









 

Bialet Massé y el informe que mostró la miseria oculta de la argentina:

Bialet Massé y la radiografía que NADIE quiso leer | Por Damian Leandro Zanni

Mujeres: las más explotadas

 

En 1904, cuando la Argentina se mostraba al mundo como “granero del mundo”, hubo un hombre que se animó a mirar detrás del decorado. Ese hombre fue Juan Bialet Massé, un médico catalán, abogado, agrónomo y docente, que además de todo eso tenía algo más importante: coraje para decir la verdad.

El gobierno de Julio A. Roca, inquieto por el creciente conflicto social y las luchas obreras, le encargó un Informe sobre el Estado de las Clases Obreras. Querían saber “cómo vivían y trabajaban los obreros”. Seguro no esperaban lo que Bialet iba a encontrar.

El resultado: casi 1500 páginas donde retrató el país real, el que NO aparecía en los discursos ni en los balances de exportaciones. Un país lleno de miseria, explotación, conventillos, obrajes semifeudales, niños trabajando, mujeres quebradas por el esfuerzo, indígenas sometidos, peones endeudados de por vida y patrones que manejaban provincias como feudos.

Ese informe, por decir la verdad demasiado crudamente, fue cajoneado. Y recién muchas décadas después se lo empezó a reconocer como fundamento del Derecho Laboral argentino.

Un viaje al país profundo, sin maquillaje

Para hacer el informe, Bialet no se quedó en una oficina. Se tiró al barro. Literalmente.

Viajó en trenes de carga, sulky, caballo, barco o a pie. Recorrió estancias, obrajes, minas, ingenios azucareros, tolderías indígenas, conventillos urbanos y pueblos donde no había ni luz ni agua.

Lo dijo un jurista cordobés:

“Bialet recorrió la campaña argentina como un cirujano en busca de la enfermedad, mostrando las llagas sin anestesia.”

Y lo que vio fue un país floreciente en exportaciones, pero hundido en pobreza:

Jornadas extenuantes.

Salarios miserables.

Viviendas que eran ranchos o ratoneras.

Niños trabajando como adultos.

Obreros que cobraban con vales imposibles de canjear.

Indígenas tratados como mano de obra descartable.

Mujeres sosteniendo familias enteras en condiciones infrahumanas.

Lo que encontró: pobreza estructural y explotación brutal

1. Una Argentina rica… pero para pocos

Bialet veía el contraste: barcos llenos de trigo y maíz rumbo a Europa, mientras en el interior:

se vivía en hacinamiento, sin baños, sin comida suficiente, sin escuelas, sin descanso dominical, sin derechos.

2. Los conventillos: la vergüenza urbana

Para él, los conventillos de las ciudades eran:

“RATONERAS armadas contra el pudor y la virtud del pueblo.”

Habitaciones mínimas, humedad, enfermedades, familias enteras en un solo cuarto y un solo baño para decenas de personas.

Hacinamiento absoluto.

3. Obrajes y zafras: semi-esclavitud

En Tucumán, Salta y Jujuy encontró obrajes donde se trabajaba: 14 o 16 horas, con pagos atrasados o vales, endeudando al obrero para que nunca pudiera irse.

Y advirtió algo que parecía profético:

“O hay LEY que regule jornada y descanso, o habrá HUELGAS que ningún poder podrá evitar.”

Tenía razón.

4. Mujeres: las más explotadas

El propio Bialet escribe:

“La mujer trabajadora es la BESTIA DE CARGA de la familia.”

Describe planchadoras y lavanderas tucumanas que trabajaban de 6 de la mañana a 6 de la tarde, por un peso por día, bajo un árbol, con tarros de petróleo como herramientas.

Mujeres que trabajaban para evitar que sus hijos pasen hambre, muchas veces quedándose ellas sin comer.

Un informe incómodo para los dueños del poder

Bialet escribía con una sinceridad brutal:

“No se curan llagas ocultándolas.

Hay que mostrarlas en toda su desnudez.”

Y eso fue un problema.

Porque el informe dejaba mal parados a: la oligarquía terrateniente, los industriales, los políticos del orden conservador, y el propio Estado.

Así que el destino del informe fue simple: OLVIDO.

Pero sus ideas dieron base a lo que después sería: el contrato de trabajo, el descanso semanal, la regulación del trabajo infantil, la protección de la mujer, la seguridad e higiene, los accidentes de trabajo, la idea misma de un derecho laboral argentino.

La pregunta que sigue vigente

Después de dejarlo todo, Bialet murió en 1907, pobre y olvidado.

Qué concluye el informe de Bialet Massé

El informe muestra con crudeza que, detrás de la prosperidad económica y la expansión agroexportadora de comienzos del siglo XX, había una realidad social de grave injusticia, explotación y pobreza estructural. Salarios miserables, jornadas extenuantes, viviendas miserables, trabajo infantil y de mujeres, condiciones de vida degradantes —todo eso convivía con los barcos cargados de granos rumbo al exterior.

Denuncia que la riqueza del país no se traducía en bienestar para la mayoría: la bonanza se concentraba en unas cuantas élites (terratenientes, exportadores, industriales), mientras que la gran masa de trabajadores —criollos, inmigrantes, indígenas, mujeres, niños— sufría precariedad, explotación y marginalidad.

Pone las bases para un nuevo paradigma: la idea de que el trabajo debe estar regulado, que deben existir normas que protejan al obrero, leyes sobre jornada, descanso, trabajo infantil, vivienda digna, higiene y seguridad laboral. Es decir: anticipa lo que sería el derecho del trabajo en Argentina.

En definitiva —el Informe de Bialet Massé es una RADIÓGRAFA SOCIAL: revela las “llagas” de un país que exportaba riqueza, pero profundizaba la desigualdad. Es un documento honesto, incómodo, fundamental si uno quiere entender los orígenes reales del trabajo asalariado en Argentina.

 Qué significa que la Argentina fuera una “potencia” en ese momento… y por qué esa potencia estaba fracturada

En ese período (finales del siglo XIX – comienzos del XX), la Argentina vivía un auge agroexportador: sus pampas producían granos, carne, materias primas. Se expandían la agricultura, la ganadería, los ferrocarriles y el comercio exterior. Gracias a eso, hubo un crecimiento económico notable: población, producción, exportaciones crecieron fuertemente.

Esa “potencia económica” venía junto a una gran entrada de inmigrantes: obreros, campesinos europeos, que llegaron buscando mejorar su vida. Esa mezcla social —inmigrantes, indígenas, criollos— fue la fuerza de trabajo que sostuvo el auge.

Pero el hecho de que Argentina generara riqueza para exportar no implicaba que esa riqueza se distribuyera. Al contrario: la concentración de la tierra, del capital, de los medios de producción, y la ausencia de leyes laborales (o su aplicación casi nula) —eso generaba riqueza para pocos, pobreza para muchos. El “éxito” macro-económico convivía con miseria social.

En ese sentido: la “potencia” era real en el plano internacional —Argentina exportaba, producía, crecía—, pero era una potencia desigual, construida sobre la explotación, la precariedad laboral y la opresión de los más débiles. Bialet Massé mostró ese costado oculto, tan real como sangrante.

Conclusión final: la paradoja de una Argentina poderosa y una sociedad fracturada

La historia de la Argentina de comienzos del siglo XX —grande exportadora, rica en recursos, “puente hacia Europa” gracias a su producción agropecuaria y su inmigración masiva— está marcada por una contradicción profunda. En la superficie: prosperidad, crecimiento, modernización. Pero en sus cimientos: desigualdad brutal, explotación laboral, marginación y sufrimiento humano.

El informe de Bialet Massé nos recuerda que no basta producir riqueza para ser potencia — es central cómo se distribuye esa riqueza, qué derechos tienen las personas que la producen, y qué dignidad social se respeta.

Y esa lección sigue vigente: una potencia económica sin justicia social, con explotación o precariedad, es un éxito incompleto.

Pero su pregunta, la última, sigue siendo actual:

¿Qué diría hoy Bialet si recorriera otra vez los caminos del país?

¿Volveríamos a guardar en un cajón sus conclusiones?

El informe de 1904 no solo mostró cómo vivía el pueblo argentino:

mostró cómo una Nación puede crecer hacia afuera mientras se desangra hacia adentro.

Y por eso sigue siendo un texto que molesta.

Cuando Clarín recordó a "Mata Pollo" Castillo

 



Para quienes peinan canas seguramente recordaran las maravillas que hacia dentro de una cancha. "Mata Pollo" Ibarra Castillo. Algunos le decían el Corbata santiagueño. Era puro talento. Lamentablemente murió muy joven. El alcohol termino derrotandolo. Curiosamente el diario Clarin por estos días lo recordó en un artículo referido a Atletico Tucuman y su año inolvidable, con foto y todo. El crack santiagueño no tuvo proyección nacional, jugo en su querido Comercio, Atletico Tucuman y en algunos clubes más,

El decano participó por primera vez de la Copa Libertadores, también jugó la Sudamericana pero en Tucumán nadie olvida la consagración de 1960, cuando todavía jugaban Rafael Albrecht y Martín Canseco, entre otros, que triunfaron luego en el fútbol de AFA y un tal "Mata Pollo" Castillo que era puro talento, escribió Oscar Barnarde.

La Copa de Campeones la organizó el Consejo Federal de la AFA entre los ganadores de las principales ligas de las provincias. Pero no jugaron los equipos directamente afiliados a la AFA. El único que la disputó fue Unión, pero como campeón de la liga santafesina. El torneo comenzó el 22 de noviembre, con las rondas preliminares de Buenos Aires, que presentó 13 ligas, y de Córdoba, que sumó 3. Luego de esta etapa preliminar se armó una segunda llave con 20 equipos.

Atlético tuvo suerte. Su rival de la primera llave, Gorriti de Jujuy, no se presentó y accedió a la tercera fase. En su debut en el torneo, el 10 de enero de 1960 en el Monumental José Fierro, le ganó 4-3 a Los Andes de San Juan, con tres goles de Epifanio Ortega y uno de Manuel Iñigo. En la cuarta fase, visitó a argentino de Mendoza, el 24 de enero. En cancha de Gimnasia, venció 2-1 en tiempo suplementario (goles de Miguel Muñoz y de Ortega).

Sin descanso, el equipo tucumano viajó desde Mendoza a Bahía Blanca para enfrentar, cuatro días después, a Sportivo Belgrano de San Francisco (Córdoba), en la única semifinal. Al ganador lo esperaba en la final El Quequén, de Oriente (Liga de Tres Arroyos), que por cómo estaba armado el fixture, quedó libre. En la cancha de Olimpo, el Decano ganó por 2-1 (Murga, en contra, y Antonio Tejerina).

La final se disputó el 30 de enero en la cancha de El Nacional, de Tres Arroyos. Atlético, que era dirigido por Roberto Santillán, formó con Gregorio García, Jorge Amaya, J. Gutierrez y Hugo Ginel; Antonio Rosalino Graneros y Rafael Albrecht; Martín Canseco, Antonio Tejerina, Miguel Muñoz, Epifanio Ortega e Ibarra Castillo. Albrecht adelantó a los tucumanos a los 6 minutos, luego igualó Eduardo Villar. Tras los 30 suplementarios, llegó la definición por penales. En aquella época, no era necesario cambiar de ejecutante. Atlético ganó 5-3 y Canseco anotó por cinco.

Los campeones llegaron a Tucumán el 3 de febrero y fueron recibidos por casi 100 mil personas. Cuenta Silvio Nava, historiador y jefe de prensa de Atlético Tucumán: "Las crónicas periodísticas de la época narran que fue una fiesta extraordinaria, memorable, espontánea y de características nunca vistas en Tucumán". Luego del título, varios jugadores fueron transferidos a clubes de Buenos Aires: Rafael Albrecht a Estudiantes de La Plata - luego brilló en San Lorenzo-, Martín Canseco a Argentinos Juniors, Miguel Muñoz a Estudiantes, Manuel Iñigo a Banfield y Jorge Amaya a Newell's. Hugo Ginel, en tanto, fue convocado para el equipo argentino que disputó los Juegos Olímpicos de Roma.

En la Memoria y Balance de la AFA de 1960, en la sección correspondiente al Consejo Federal, se menciona la conquista de Atlético: "Finalizado el certamen del rubro, el Consejo Federal procedió a proclamar campeón al club Atlético Tucumán, afiliado a la Federación Tucumana de Fútbol. Como broche final del mencionado campeonato, la Mesa Directiva se trasladó a Tucumán el día 18 de abril y procedió a hacer entrega, en acto público del torneo dicernido (sic) al ganador".

Silvio Nava le cuenta a Clarín que en las instalaciones del club la copa no está. "Lamentablemente se perdieron muchos trofeos en épocas de embargos y problemas económicos", reconoce. Nava fue propulsor de un pedido a las autoridades de la AFA, en 2013, cuando en el sitio oficial de la entidad se visibilizaron todos los títulos, para que se reconozca la conquista de aquel equipo. Nunca hubo respuesta

"A Atlético no le hace falta reclamar el título porque ya lo tiene, fue proclamado en 1960", asegura Osvaldo Gorgazzi, socio del Centro para la Investigación de la Historia del Fútbol (CIHF) y un experto en copas nacionales. "La Copa de Campeones es como un antecedente de la actual Copa Argentina, pero no incluía a los equipos de la Primera División de AFA por lo que claramente es otro estamento. Jugaron los equipos principales de las ligas provinciales más importantes, pero todavía la AFA no había dado el tan esperado paso de integrarlos al nivel superior. Recién lo haría años más tarde en forma definitiva", afirma Gorgazzi.

La documentación oficial es clara. En la Memoria y Balance de 1960, en la página que alista a todos los campeones del año, aparecen todos los torneos disputados organizados por AFA (ver foto). Mientras que la consagración de Atlético, figura en el anexo del Consejo Federal. Hay una clara división de categoría. Fueron tiempos felices en la vida de Atlético Tucumán aquellos de los finales de la década del 50 y principios de los 60. El Decano ganó 8 ligas consecutivas, récord aún vigente. Y la frutilla fue la Copa de Campeones.

Fuente: Patio Santiagueño

martes, 9 de diciembre de 2025

En Busca del Rostro Perdido: Reflexiones sobre la Identidad Cultural

 


A menudo se escucha, como un eco cansado, que somos un país sin identidad. Esta afirmación, que se ha vuelto casi un cliché, merece que nos detengamos un momento y la miremos con calma y profundidad. ¿Quiénes somos realmente, más allá de esa aparente vacuidad? La respuesta no se encuentra en fórmulas sencillas, sino en un intrincado tejido de símbolos, gestos y silencios que nos definen en nuestra vida diaria.

La palabra identidad tiene sus raíces en el latín "identitas", que significa la cualidad de ser idéntico. Pero su esencia filosófica va mucho más allá: se basa en la filiación, en ese conjunto de coordenadas existenciales que nos ubican en el mundo —la cuna, la familia, el entorno social—. Como bien señalaba el reverendo Juan Antonio Manya Ambur, ex Presidente de la Academia Mayor de la Lengua Quechua del Cusco, somos un conjunto de adjetivos que nos describen: santiagueño, docente, católico, tawantinsuyano. Cada uno de estos rasgos es un hilo en el tapiz de lo que somos.

Los Símbolos Silenciosos

La identidad se manifiesta a través de un lenguaje no verbal lleno de significado. La forma en que nos vestimos, por ejemplo, es como un dialecto que habla por sí mismo. El guardapolvo blanco de un niño dice "educación"; el uniforme de un policía transmite "autoridad"; el poncho rojo de Salta o el marrón listado de Santiago del Estero son como mapas de colores que revelan geografías personales. Nuestra apariencia refleja nuestro oficio, carácter y sentido de pertenencia.

De igual manera, nuestra voz nos delata. Una tonada no es solo un acento; es un paisaje sonoro que nos transporta a Córdoba, Tucumán, el Litoral o los valles bolivianos. Incluso el léxico especializado —como la "apendicetomía" que usa un médico o la "didáctica" que menciona un docente— funciona como un distintivo que nos une a un gremio, a una comunidad de significado.

Pertenecer y Amar

Plácido Eirale, en su obra El Cosmos, la Vida y el Hombre, nos habla de la identidad como esa conexión a un grupo que comparte pautas culturales bien definidas, alineadas con sus tradiciones y su entorno geofísico. Pero aquí está la clave: la identidad es, en esencia, un acto de amor. Amor por la familia, por la tierra que nos vio nacer, por nuestro legado ancestral. Este amor no solo debe ser cultivado en las aulas, sino también por toda la sociedad.

Sin embargo, hoy en día, notamos que ese sentido de pertenencia está en crisis, especialmente en las grandes ciudades. La globalización, los medios de comunicación y una historia que a veces ha sido demasiado limitada —que nos ha enseñado a mirar más hacia afuera que hacia adentro— han desgastado valores que antes eran nuestro orgullo: la caballerosidad, la solidaridad, el respeto profundo hacia los mayores. En las culturas ancestrales, el anciano era sinónimo de sabiduría venerada; hoy, a menudo, se le deja de lado en la sociedad.

Las Raíces Profundas: Una Lección de Armonía

Frente a esta erosión, es crucial que volvamos nuestra atención hacia nuestras raíces. Como bien decía Nicolás Avellaneda: "Los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de su destino". En nuestras tradiciones más profundas —las del Tawantinsuyo y los pueblos originarios— hallamos un modelo poderoso de identidad en equilibrio. La filosofía inka, con sus principios sagrados —Ama Sua, Ama Llulla, Ama Qella (No seas ladrón, no seas mentiroso, no seas holgazán)— construyó una identidad fundamentada en la ética, la reciprocidad y la armonía con la naturaleza. Ellos, como más tarde lo expresaría con gran elocuencia el Jefe Noah Sealth (Piel Roja) en su carta al presidente Pierce en 1855, comprendían que el ser humano no es dueño de la tierra, sino un hilo en su tejido. "Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de esta tierra", afirmó, en lo que el Dr. Juvenal Pacheco Farfán considera una de las declaraciones más profundas sobre el medio ambiente. Esa cosmovisión, donde la Tierra es madre y maestra, no es algo del pasado; es de una relevancia urgente hoy en día.

Hacia un Futuro con Raíces

La tradición, como solía decir Ricardo Rojas, no es un pasado que ha muerto, sino una vida anterior que sigue viva. Recuperar nuestra identidad no implica un regreso nostálgico, sino un esfuerzo activo: tomar el legado de las grandes culturas originarias, enriquecerlo con las contribuciones posteriores y, a partir de ahí, construir un sentido de pertenencia claro y orgulloso.

Las nuevas generaciones parecen estar buscando, a tientas, ese rostro perdido. En esta búsqueda, las ciencias sociales —como la arqueología, la antropología y la etnología— se convierten en faros esenciales. Solo al conocer a fondo la vida y obra de nuestros antepasados, solo al re-tejer la trama de nuestra historia común tawantinsuyana y sudamericana, podremos crear una identidad cultural propia, sólida y fructífera.

Una identidad que nos permita, finalmente, responder con certeza y amor a la pregunta fundamental: ¿quiénes somos?

Texto original de Aldo Leopoldo Tévez, reelaborado para un estilo de periodismo cultural. Conserva las referencias bibliográficas y el homenaje a las fuentes citadas por el autor.

lunes, 8 de diciembre de 2025

Que nos dicen los topónimos

 


El mapa de Argentina, y en particular el del noroeste, está lleno de secretos. A lo largo del corredor andino, en las vastas llanuras pampeanas y en los valles centrales, los pueblos, ríos, cerros y parajes llevan nombres que parecen susurrar en un idioma diferente. No son voces traídas por el viento castellano; son ecos de un pasado más profundo y antiguo. La toponimia —que proviene del griego topos (lugar) y ónoma (nombre)— es esa disciplina que, con la paciencia de un arqueólogo del lenguaje, desentierra las historias que el territorio guarda en sus nombres.

La gran mayoría de estos nombres tienen raíces quechuas o runa simi. Otros, aunque menos numerosos, provienen de lenguas de etnias anteriores. Este simple hecho geográfico-lingüístico ya nos dice mucho: si los conquistadores españoles hubieran sido los únicos en nombrar estos territorios, el paisaje estaría repleto de santos, vírgenes y apellidos de la península. Pero no es así. Los topónimos permanecen como testigos silenciosos de otra ocupación, de una mirada diferente sobre el mundo.

Esto nos lleva a un fascinante debate académico que también toca nuestras identidades más profundas: ¿el quechua llegó a estas tierras con los españoles como lengua del imperio, o fue introducido mucho antes por los mitimaes inkas, esos colonizadores que se desplazaron para afianzar el dominio del Tawantinsuyu? El Dr. Emilio A. Christensen defendió con pasión esta última teoría, argumentando que la toponimia quechua en lugares como Santiago del Estero, Córdoba y más al sur es una prueba tangible de una incursión incaica en el antiguo Tucumán.

Los cronistas nos dan pistas valiosas. El Inca Garcilaso de la Vega narra en sus Comentarios Reales cómo una embajada del Reino de Tukma se presentó ante el Inca Wiracocha para ofrecerle vasallaje, trayendo consigo regalos de algodón, miel y cera —no oro, porque en esas tierras no había—. Este reino se ubica a doscientas leguas al sudeste de Charcas, un dato que sugiere una ruta de influencia en el aire. Otros estudiosos, como Bautista Saavedra, interpretan la difusión geográfica de una lengua como la expansión indeleble de toda una civilización.

Cuando los españoles llegaron, ese mundo ya estaba bien organizado. En 1543, Diego de Rojas llegó a Maquijata (Maki Llajta: “pueblo a mano”) y, más tarde, sus hombres describieron con asombro Soqonchu (del quechua shuqo, “largo y estrecho”), un poblado ordenado, con calles, grandes bohíos, corrales de “ovejas de la tierra” y una agricultura avanzada que aprovechaba los ciclos del río Mishki Mayu. También encontraron Silípica (“juntar flores”), Tipiru (“recolector de maíz”) y Manogasta (Manu Hata: “lugar de deuda”). Eran comunidades —ayllus— de cazadores, tejedores y agricultores excepcionales que, como señala Idalia Rotondo en Llajta Mauka, claramente pertenecían al área de influencia cultural andina.

La evidencia se dispersa por toda la geografía argentina como un código a descifrar:

*   En Córdoba, Cosquín (de Kuski, “tierra preparada para la siembra”), Uritorco (Urin Orqo, “cerro del sur”) y Tiu Pujio (“manantial de agua y arena”) hablan de una relación íntima con la tierra.

*   En San Luis, topónimos como Conaran (“olvidado”), Chuma Yacu (“lugar donde se escurre el agua”) o Tilisarao (“ebriedad de maíz”) pintan un paisaje físico y ritual.

*   Hacia la Pampa y el oeste bonaerense, nombres como Chaco (Chaku, “lugar de caza”), Mira Pampa (“tierra fecunda”), Yutu Yacu (“perdiz del agua”) o Chupi Talu (“sopa de corzuela”) delatan un conocimiento profundo de la fauna, la flora y las actividades de subsistencia.

*   Incluso en la Patagonia, Chimpay (“vadear un río”) o Charahuilla (“liebre flaca”) sugieren una exploración o presencia que llegó más allá de lo que la historia oficial solía narrar.

Como bien observa el historiador Thierry Saignes, los nombres de lugar son “huellas más neutras y fieles” que los documentos oficiales. No mienten. Persisten. Cada Kachi Mayu (río de sal), cada Mishki Mayu (río dulce), es un verso de un poema geográfico compuesto mucho antes de 1492.

Enfrentamos el siglo XXI con preguntas que han perdurado a lo largo del tiempo. La toponimia, con su sobria y elocuente persistencia, no nos da respuestas definitivas, pero sí nos ofrece un rico caudal de evidencias. Nos invita a escuchar el territorio, a interpretar el mapa no solo como un documento político, sino como un palimpsesto donde se superponen múltiples capas de historia y significado. El estudio de estos nombres, lejos de ser una simple curiosidad etimológica, se convierte en un acto de recuperación de nuestra memoria. Refuerza, con la modesta pero sólida contundencia de una piedra, la idea de que esta tierra fue, mucho antes de la llegada de los europeos, parte de un vasto y complejo universo cultural, cuyos ecos aún resuenan en la forma en que nombramos nuestros lugares. Y, por extensión, en cómo nos definimos a nosotros mismos.

Basado en investigaciones y reflexiones de Aldo Leopoldo Tevez, con referencia al libro “El quichua santiagueño, lengua supeŕstite del Tucumán Incaico” del Dr. Emilio A. Christensen.