martes, 9 de diciembre de 2025

En Busca del Rostro Perdido: Reflexiones sobre la Identidad Cultural

 


A menudo se escucha, como un eco cansado, que somos un país sin identidad. Esta afirmación, que se ha vuelto casi un cliché, merece que nos detengamos un momento y la miremos con calma y profundidad. ¿Quiénes somos realmente, más allá de esa aparente vacuidad? La respuesta no se encuentra en fórmulas sencillas, sino en un intrincado tejido de símbolos, gestos y silencios que nos definen en nuestra vida diaria.

La palabra identidad tiene sus raíces en el latín "identitas", que significa la cualidad de ser idéntico. Pero su esencia filosófica va mucho más allá: se basa en la filiación, en ese conjunto de coordenadas existenciales que nos ubican en el mundo —la cuna, la familia, el entorno social—. Como bien señalaba el reverendo Juan Antonio Manya Ambur, ex Presidente de la Academia Mayor de la Lengua Quechua del Cusco, somos un conjunto de adjetivos que nos describen: santiagueño, docente, católico, tawantinsuyano. Cada uno de estos rasgos es un hilo en el tapiz de lo que somos.

Los Símbolos Silenciosos

La identidad se manifiesta a través de un lenguaje no verbal lleno de significado. La forma en que nos vestimos, por ejemplo, es como un dialecto que habla por sí mismo. El guardapolvo blanco de un niño dice "educación"; el uniforme de un policía transmite "autoridad"; el poncho rojo de Salta o el marrón listado de Santiago del Estero son como mapas de colores que revelan geografías personales. Nuestra apariencia refleja nuestro oficio, carácter y sentido de pertenencia.

De igual manera, nuestra voz nos delata. Una tonada no es solo un acento; es un paisaje sonoro que nos transporta a Córdoba, Tucumán, el Litoral o los valles bolivianos. Incluso el léxico especializado —como la "apendicetomía" que usa un médico o la "didáctica" que menciona un docente— funciona como un distintivo que nos une a un gremio, a una comunidad de significado.

Pertenecer y Amar

Plácido Eirale, en su obra El Cosmos, la Vida y el Hombre, nos habla de la identidad como esa conexión a un grupo que comparte pautas culturales bien definidas, alineadas con sus tradiciones y su entorno geofísico. Pero aquí está la clave: la identidad es, en esencia, un acto de amor. Amor por la familia, por la tierra que nos vio nacer, por nuestro legado ancestral. Este amor no solo debe ser cultivado en las aulas, sino también por toda la sociedad.

Sin embargo, hoy en día, notamos que ese sentido de pertenencia está en crisis, especialmente en las grandes ciudades. La globalización, los medios de comunicación y una historia que a veces ha sido demasiado limitada —que nos ha enseñado a mirar más hacia afuera que hacia adentro— han desgastado valores que antes eran nuestro orgullo: la caballerosidad, la solidaridad, el respeto profundo hacia los mayores. En las culturas ancestrales, el anciano era sinónimo de sabiduría venerada; hoy, a menudo, se le deja de lado en la sociedad.

Las Raíces Profundas: Una Lección de Armonía

Frente a esta erosión, es crucial que volvamos nuestra atención hacia nuestras raíces. Como bien decía Nicolás Avellaneda: "Los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de su destino". En nuestras tradiciones más profundas —las del Tawantinsuyo y los pueblos originarios— hallamos un modelo poderoso de identidad en equilibrio. La filosofía inka, con sus principios sagrados —Ama Sua, Ama Llulla, Ama Qella (No seas ladrón, no seas mentiroso, no seas holgazán)— construyó una identidad fundamentada en la ética, la reciprocidad y la armonía con la naturaleza. Ellos, como más tarde lo expresaría con gran elocuencia el Jefe Noah Sealth (Piel Roja) en su carta al presidente Pierce en 1855, comprendían que el ser humano no es dueño de la tierra, sino un hilo en su tejido. "Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de esta tierra", afirmó, en lo que el Dr. Juvenal Pacheco Farfán considera una de las declaraciones más profundas sobre el medio ambiente. Esa cosmovisión, donde la Tierra es madre y maestra, no es algo del pasado; es de una relevancia urgente hoy en día.

Hacia un Futuro con Raíces

La tradición, como solía decir Ricardo Rojas, no es un pasado que ha muerto, sino una vida anterior que sigue viva. Recuperar nuestra identidad no implica un regreso nostálgico, sino un esfuerzo activo: tomar el legado de las grandes culturas originarias, enriquecerlo con las contribuciones posteriores y, a partir de ahí, construir un sentido de pertenencia claro y orgulloso.

Las nuevas generaciones parecen estar buscando, a tientas, ese rostro perdido. En esta búsqueda, las ciencias sociales —como la arqueología, la antropología y la etnología— se convierten en faros esenciales. Solo al conocer a fondo la vida y obra de nuestros antepasados, solo al re-tejer la trama de nuestra historia común tawantinsuyana y sudamericana, podremos crear una identidad cultural propia, sólida y fructífera.

Una identidad que nos permita, finalmente, responder con certeza y amor a la pregunta fundamental: ¿quiénes somos?

Texto original de Aldo Leopoldo Tévez, reelaborado para un estilo de periodismo cultural. Conserva las referencias bibliográficas y el homenaje a las fuentes citadas por el autor.

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