A menudo se escucha, como un eco cansado, que somos un país sin identidad. Esta afirmación, que se ha vuelto casi un cliché, merece que nos detengamos un momento y la miremos con calma y profundidad. ¿Quiénes somos realmente, más allá de esa aparente vacuidad? La respuesta no se encuentra en fórmulas sencillas, sino en un intrincado tejido de símbolos, gestos y silencios que nos definen en nuestra vida diaria.
La palabra identidad
tiene sus raíces en el latín "identitas", que significa la cualidad
de ser idéntico. Pero su esencia filosófica va mucho más allá: se basa en la
filiación, en ese conjunto de coordenadas existenciales que nos ubican en el
mundo —la cuna, la familia, el entorno social—. Como bien señalaba el reverendo
Juan Antonio Manya Ambur, ex Presidente de la Academia Mayor de la Lengua
Quechua del Cusco, somos un conjunto de adjetivos que nos describen:
santiagueño, docente, católico, tawantinsuyano. Cada uno de estos rasgos es un
hilo en el tapiz de lo que somos.
Los
Símbolos Silenciosos
La identidad se
manifiesta a través de un lenguaje no verbal lleno de significado. La forma en
que nos vestimos, por ejemplo, es como un dialecto que habla por sí mismo. El
guardapolvo blanco de un niño dice "educación"; el uniforme de un
policía transmite "autoridad"; el poncho rojo de Salta o el marrón
listado de Santiago del Estero son como mapas de colores que revelan geografías
personales. Nuestra apariencia refleja nuestro oficio, carácter y sentido de
pertenencia.
De igual manera, nuestra
voz nos delata. Una tonada no es solo un acento; es un paisaje sonoro que nos
transporta a Córdoba, Tucumán, el Litoral o los valles bolivianos. Incluso el
léxico especializado —como la "apendicetomía" que usa un médico o la
"didáctica" que menciona un docente— funciona como un distintivo que
nos une a un gremio, a una comunidad de significado.
Pertenecer
y Amar
Plácido Eirale, en su
obra El Cosmos, la Vida y el Hombre, nos habla de la identidad como esa
conexión a un grupo que comparte pautas culturales bien definidas, alineadas
con sus tradiciones y su entorno geofísico. Pero aquí está la clave: la
identidad es, en esencia, un acto de amor. Amor por la familia, por la tierra
que nos vio nacer, por nuestro legado ancestral. Este amor no solo debe ser
cultivado en las aulas, sino también por toda la sociedad.
Sin embargo, hoy en día,
notamos que ese sentido de pertenencia está en crisis, especialmente en las
grandes ciudades. La globalización, los medios de comunicación y una historia
que a veces ha sido demasiado limitada —que nos ha enseñado a mirar más hacia
afuera que hacia adentro— han desgastado valores que antes eran nuestro
orgullo: la caballerosidad, la solidaridad, el respeto profundo hacia los mayores.
En las culturas ancestrales, el anciano era sinónimo de sabiduría venerada;
hoy, a menudo, se le deja de lado en la sociedad.
Las
Raíces Profundas: Una Lección de Armonía
Frente a esta erosión, es
crucial que volvamos nuestra atención hacia nuestras raíces. Como bien decía
Nicolás Avellaneda: "Los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la
conciencia de su destino". En nuestras tradiciones más profundas —las del
Tawantinsuyo y los pueblos originarios— hallamos un modelo poderoso de identidad
en equilibrio. La filosofía inka, con sus principios sagrados —Ama Sua, Ama
Llulla, Ama Qella (No seas ladrón, no seas mentiroso, no seas holgazán)—
construyó una identidad fundamentada en la ética, la reciprocidad y la armonía
con la naturaleza. Ellos, como más tarde lo expresaría con gran elocuencia el
Jefe Noah Sealth (Piel Roja) en su carta al presidente Pierce en 1855,
comprendían que el ser humano no es dueño de la tierra, sino un hilo en su
tejido. "Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de
esta tierra", afirmó, en lo que el Dr. Juvenal Pacheco Farfán considera
una de las declaraciones más profundas sobre el medio ambiente. Esa
cosmovisión, donde la Tierra es madre y maestra, no es algo del pasado; es de
una relevancia urgente hoy en día.
Hacia
un Futuro con Raíces
La tradición, como solía
decir Ricardo Rojas, no es un pasado que ha muerto, sino una vida anterior que
sigue viva. Recuperar nuestra identidad no implica un regreso nostálgico, sino
un esfuerzo activo: tomar el legado de las grandes culturas originarias,
enriquecerlo con las contribuciones posteriores y, a partir de ahí, construir
un sentido de pertenencia claro y orgulloso.
Las nuevas generaciones
parecen estar buscando, a tientas, ese rostro perdido. En esta búsqueda, las ciencias
sociales —como la arqueología, la antropología y la etnología— se convierten en
faros esenciales. Solo al conocer a fondo la vida y obra de nuestros
antepasados, solo al re-tejer la trama de nuestra historia común tawantinsuyana
y sudamericana, podremos crear una identidad cultural propia, sólida y
fructífera.
Una identidad que nos
permita, finalmente, responder con certeza y amor a la pregunta fundamental:
¿quiénes somos?
Texto original de Aldo
Leopoldo Tévez, reelaborado para un estilo de periodismo cultural. Conserva las
referencias bibliográficas y el homenaje a las fuentes citadas por el autor.

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