El mapa de Argentina, y
en particular el del noroeste, está lleno de secretos. A lo largo del corredor
andino, en las vastas llanuras pampeanas y en los valles centrales, los pueblos,
ríos, cerros y parajes llevan nombres que parecen susurrar en un idioma
diferente. No son voces traídas por el viento castellano; son ecos de un pasado
más profundo y antiguo. La toponimia —que proviene del griego topos (lugar) y
ónoma (nombre)— es esa disciplina que, con la paciencia de un arqueólogo del
lenguaje, desentierra las historias que el territorio guarda en sus nombres.
La gran mayoría de estos
nombres tienen raíces quechuas o runa simi. Otros, aunque menos numerosos,
provienen de lenguas de etnias anteriores. Este simple hecho
geográfico-lingüístico ya nos dice mucho: si los conquistadores españoles
hubieran sido los únicos en nombrar estos territorios, el paisaje estaría
repleto de santos, vírgenes y apellidos de la península. Pero no es así. Los
topónimos permanecen como testigos silenciosos de otra ocupación, de una mirada
diferente sobre el mundo.
Esto nos lleva a un
fascinante debate académico que también toca nuestras identidades más
profundas: ¿el quechua llegó a estas tierras con los españoles como lengua del
imperio, o fue introducido mucho antes por los mitimaes inkas, esos
colonizadores que se desplazaron para afianzar el dominio del Tawantinsuyu? El
Dr. Emilio A. Christensen defendió con pasión esta última teoría, argumentando
que la toponimia quechua en lugares como Santiago del Estero, Córdoba y más al
sur es una prueba tangible de una incursión incaica en el antiguo Tucumán.
Los cronistas nos dan
pistas valiosas. El Inca Garcilaso de la Vega narra en sus Comentarios Reales
cómo una embajada del Reino de Tukma se presentó ante el Inca Wiracocha para
ofrecerle vasallaje, trayendo consigo regalos de algodón, miel y cera —no oro,
porque en esas tierras no había—. Este reino se ubica a doscientas leguas al
sudeste de Charcas, un dato que sugiere una ruta de influencia en el aire.
Otros estudiosos, como Bautista Saavedra, interpretan la difusión geográfica de
una lengua como la expansión indeleble de toda una civilización.
Cuando los españoles
llegaron, ese mundo ya estaba bien organizado. En 1543, Diego de Rojas llegó a
Maquijata (Maki Llajta: “pueblo a mano”) y, más tarde, sus hombres describieron
con asombro Soqonchu (del quechua shuqo, “largo y estrecho”), un poblado
ordenado, con calles, grandes bohíos, corrales de “ovejas de la tierra” y una
agricultura avanzada que aprovechaba los ciclos del río Mishki Mayu. También
encontraron Silípica (“juntar flores”), Tipiru (“recolector de maíz”) y
Manogasta (Manu Hata: “lugar de deuda”). Eran comunidades —ayllus— de
cazadores, tejedores y agricultores excepcionales que, como señala Idalia
Rotondo en Llajta Mauka, claramente pertenecían al área de influencia cultural
andina.
La
evidencia se dispersa por toda la geografía argentina como un código a
descifrar:
* En Córdoba, Cosquín (de Kuski, “tierra
preparada para la siembra”), Uritorco (Urin Orqo, “cerro del sur”) y Tiu Pujio
(“manantial de agua y arena”) hablan de una relación íntima con la tierra.
* En San Luis, topónimos como Conaran
(“olvidado”), Chuma Yacu (“lugar donde se escurre el agua”) o Tilisarao
(“ebriedad de maíz”) pintan un paisaje físico y ritual.
* Hacia la Pampa y el oeste bonaerense,
nombres como Chaco (Chaku, “lugar de caza”), Mira Pampa (“tierra fecunda”),
Yutu Yacu (“perdiz del agua”) o Chupi Talu (“sopa de corzuela”) delatan un
conocimiento profundo de la fauna, la flora y las actividades de subsistencia.
* Incluso en la Patagonia, Chimpay (“vadear un
río”) o Charahuilla (“liebre flaca”) sugieren una exploración o presencia que
llegó más allá de lo que la historia oficial solía narrar.
Como bien observa el
historiador Thierry Saignes, los nombres de lugar son “huellas más neutras y
fieles” que los documentos oficiales. No mienten. Persisten. Cada Kachi Mayu
(río de sal), cada Mishki Mayu (río dulce), es un verso de un poema geográfico
compuesto mucho antes de 1492.
Enfrentamos el siglo XXI
con preguntas que han perdurado a lo largo del tiempo. La toponimia, con su
sobria y elocuente persistencia, no nos da respuestas definitivas, pero sí nos
ofrece un rico caudal de evidencias. Nos invita a escuchar el territorio, a
interpretar el mapa no solo como un documento político, sino como un
palimpsesto donde se superponen múltiples capas de historia y significado. El
estudio de estos nombres, lejos de ser una simple curiosidad etimológica, se
convierte en un acto de recuperación de nuestra memoria. Refuerza, con la
modesta pero sólida contundencia de una piedra, la idea de que esta tierra fue,
mucho antes de la llegada de los europeos, parte de un vasto y complejo
universo cultural, cuyos ecos aún resuenan en la forma en que nombramos
nuestros lugares. Y, por extensión, en cómo nos definimos a nosotros mismos.
Basado en investigaciones
y reflexiones de Aldo Leopoldo Tevez, con referencia al libro “El quichua
santiagueño, lengua supeŕstite del Tucumán Incaico” del Dr. Emilio A.
Christensen.

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