lunes, 8 de diciembre de 2025

Que nos dicen los topónimos

 


El mapa de Argentina, y en particular el del noroeste, está lleno de secretos. A lo largo del corredor andino, en las vastas llanuras pampeanas y en los valles centrales, los pueblos, ríos, cerros y parajes llevan nombres que parecen susurrar en un idioma diferente. No son voces traídas por el viento castellano; son ecos de un pasado más profundo y antiguo. La toponimia —que proviene del griego topos (lugar) y ónoma (nombre)— es esa disciplina que, con la paciencia de un arqueólogo del lenguaje, desentierra las historias que el territorio guarda en sus nombres.

La gran mayoría de estos nombres tienen raíces quechuas o runa simi. Otros, aunque menos numerosos, provienen de lenguas de etnias anteriores. Este simple hecho geográfico-lingüístico ya nos dice mucho: si los conquistadores españoles hubieran sido los únicos en nombrar estos territorios, el paisaje estaría repleto de santos, vírgenes y apellidos de la península. Pero no es así. Los topónimos permanecen como testigos silenciosos de otra ocupación, de una mirada diferente sobre el mundo.

Esto nos lleva a un fascinante debate académico que también toca nuestras identidades más profundas: ¿el quechua llegó a estas tierras con los españoles como lengua del imperio, o fue introducido mucho antes por los mitimaes inkas, esos colonizadores que se desplazaron para afianzar el dominio del Tawantinsuyu? El Dr. Emilio A. Christensen defendió con pasión esta última teoría, argumentando que la toponimia quechua en lugares como Santiago del Estero, Córdoba y más al sur es una prueba tangible de una incursión incaica en el antiguo Tucumán.

Los cronistas nos dan pistas valiosas. El Inca Garcilaso de la Vega narra en sus Comentarios Reales cómo una embajada del Reino de Tukma se presentó ante el Inca Wiracocha para ofrecerle vasallaje, trayendo consigo regalos de algodón, miel y cera —no oro, porque en esas tierras no había—. Este reino se ubica a doscientas leguas al sudeste de Charcas, un dato que sugiere una ruta de influencia en el aire. Otros estudiosos, como Bautista Saavedra, interpretan la difusión geográfica de una lengua como la expansión indeleble de toda una civilización.

Cuando los españoles llegaron, ese mundo ya estaba bien organizado. En 1543, Diego de Rojas llegó a Maquijata (Maki Llajta: “pueblo a mano”) y, más tarde, sus hombres describieron con asombro Soqonchu (del quechua shuqo, “largo y estrecho”), un poblado ordenado, con calles, grandes bohíos, corrales de “ovejas de la tierra” y una agricultura avanzada que aprovechaba los ciclos del río Mishki Mayu. También encontraron Silípica (“juntar flores”), Tipiru (“recolector de maíz”) y Manogasta (Manu Hata: “lugar de deuda”). Eran comunidades —ayllus— de cazadores, tejedores y agricultores excepcionales que, como señala Idalia Rotondo en Llajta Mauka, claramente pertenecían al área de influencia cultural andina.

La evidencia se dispersa por toda la geografía argentina como un código a descifrar:

*   En Córdoba, Cosquín (de Kuski, “tierra preparada para la siembra”), Uritorco (Urin Orqo, “cerro del sur”) y Tiu Pujio (“manantial de agua y arena”) hablan de una relación íntima con la tierra.

*   En San Luis, topónimos como Conaran (“olvidado”), Chuma Yacu (“lugar donde se escurre el agua”) o Tilisarao (“ebriedad de maíz”) pintan un paisaje físico y ritual.

*   Hacia la Pampa y el oeste bonaerense, nombres como Chaco (Chaku, “lugar de caza”), Mira Pampa (“tierra fecunda”), Yutu Yacu (“perdiz del agua”) o Chupi Talu (“sopa de corzuela”) delatan un conocimiento profundo de la fauna, la flora y las actividades de subsistencia.

*   Incluso en la Patagonia, Chimpay (“vadear un río”) o Charahuilla (“liebre flaca”) sugieren una exploración o presencia que llegó más allá de lo que la historia oficial solía narrar.

Como bien observa el historiador Thierry Saignes, los nombres de lugar son “huellas más neutras y fieles” que los documentos oficiales. No mienten. Persisten. Cada Kachi Mayu (río de sal), cada Mishki Mayu (río dulce), es un verso de un poema geográfico compuesto mucho antes de 1492.

Enfrentamos el siglo XXI con preguntas que han perdurado a lo largo del tiempo. La toponimia, con su sobria y elocuente persistencia, no nos da respuestas definitivas, pero sí nos ofrece un rico caudal de evidencias. Nos invita a escuchar el territorio, a interpretar el mapa no solo como un documento político, sino como un palimpsesto donde se superponen múltiples capas de historia y significado. El estudio de estos nombres, lejos de ser una simple curiosidad etimológica, se convierte en un acto de recuperación de nuestra memoria. Refuerza, con la modesta pero sólida contundencia de una piedra, la idea de que esta tierra fue, mucho antes de la llegada de los europeos, parte de un vasto y complejo universo cultural, cuyos ecos aún resuenan en la forma en que nombramos nuestros lugares. Y, por extensión, en cómo nos definimos a nosotros mismos.

Basado en investigaciones y reflexiones de Aldo Leopoldo Tevez, con referencia al libro “El quichua santiagueño, lengua supeŕstite del Tucumán Incaico” del Dr. Emilio A. Christensen.

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