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| Estación Los Naranjos, hoy desaparecida. |
La estación Los Naranjos: donde el tren unía vidas
Hubo un tiempo en que, en
el barrio bandeño de Los Naranjos, el corazón del día no lo marcaba un reloj, sino
el silbato de un tren. Allí estaba la estación Los Naranjos, hoy desaparecida,
pero viva todavía en la memoria de quienes crecieron con el paisaje de los
rieles y el humo de la leña.
Esta pequeña estación
fue, durante décadas, un punto de paso obligado para quienes viajaban desde
Clodomira hacia Santiago del Estero capital. Más que un andén y un galpón, fue
un portal: por allí se iba al trabajo, al estudio, a las fiestas familiares, a
los reencuentros largamente esperados.
Un nombre nacido de la
tierra y las familias
El nombre “Los Naranjos”
no salió de una oficina, sino del propio suelo. En las fincas de la zona
abundaban los naranjos, pertenecientes a familias conocidas como los Ovejero y
los Espeche. Esos árboles, cargados de frutos y de sombra, perfumaban el aire y
terminaron dando nombre al lugar.
Años después, el Estado
simplemente tomó nota de lo que el barrio ya sabía. El 2 de diciembre de 1931,
el presidente de facto José F. Uriburu firmó un decreto que cambiaba la
denominación de varias estaciones del Ferrocarril Central Norte (más tarde
Ferrocarril General Belgrano). En ese papel frío, la “estación kilómetro 658”
pasó a llamarse oficialmente Los Naranjos. Pero para la gente, ya lo era desde
antes.
Puentes, cambios de vía y
un barrio que se transformaba
La historia de Los
Naranjos está ligada a otro símbolo de la región: el Puente Carretero. Cuando
fue inaugurado, en febrero de 1927, comenzó a funcionar una nueva línea del
Belgrano que unía la capital con Clodomira. Eso implicó un cambio silencioso
pero profundo:
La vieja estación del
barrio Villa Juana, inaugurada en 1906 y perteneciente al ramal C7 del antiguo
Ferrocarril Belgrano, fue quedando atrás. El protagonismo pasó a la estación
Los Naranjos, que se convirtió en el nuevo punto de encuentro ferroviario para
los vecinos de la zona.
En torno a ella no solo
había andenes y apeaderos. Muy cerca se estableció un intercambio con la trocha
ancha, un punto clave donde se articulaban distintos anchos de vía, y más tarde
se levantó allí un gran taller de Vías y Obras de Ferrocarriles Argentinos. Ese
taller fue, durante años, un espacio de trabajo cotidiano: herramientas,
cascos, cuadrillas, reparaciones a la intemperie; un mundo de oficios que
sostenía, desde el esfuerzo anónimo, la circulación de los trenes.
Todo eso —el intercambio,
los talleres, los rieles— hoy ha desaparecido. Quedan, a lo sumo, rastros en la
memoria y en algún relieve del suelo que todavía parece recordar dónde pasaba
la vía.
A la vera del riel de
trocha angosta que cruzaba La Banda hacia Santiago, se levantaban la estación y
pequeños apeaderos, paradas humildes, parecidas a las de colectivo. Eran
lugares sencillos, pero cargados de gestos: un abrazo rápido antes de partir,
una bolsa de pan entregada a las apuradas, una mano que saluda desde la
ventanilla.
Infancias sobre rieles:
el “tren a leña”
Para entender lo que
significó Los Naranjos, alcanza con escuchar a quienes fueron niños en esos
años.
Jorge Emir Llugdar
recuerda así aquellos días:
“Hermoso recuerdo de
cuando niño viajábamos desde La Banda a Huyamampa con mi hermano y mi madre.
Nos sabía llevar don Bravo en su ‘Mateo’ desde casa hasta la estación Los
Naranjos por la calle Laprida, que por aquellos tiempos era un salitral lleno
de plantas de sunchos para viajar en el ‘tren a leña’ como le decíamos, era en
la década del 60.”
En ese breve recuerdo hay
todo un mundo:
* La calle Laprida como salitral, con plantas de sunchos, áspera y luminosa.
* Don Bravo y su “Mateo”,
algo más que un vehículo: era el primer tramo del viaje, casi un ritual.
* El “tren a leña”,
nombrado con cariño, mezclando humo, chispas, ruido y una emoción que ningún
niño olvida.
El tren no era solo un medio de transporte; era, para muchas familias, la primera experiencia de distancia, de horizonte.
El maquinista que vivía
entre dos ciudades
Otra voz ayuda a
completar este cuadro de época. Jorge Pérez suma su recuerdo:
“Luego el tren que era a
vapor alimentado por leña seguía hacia Santiago, pasando por el Puente
Carretero hasta lo que hoy es Parque Oeste. El conductor de la locomotora se
llamaba Juan Medina y tenía 2 casas: una en Villa Grimanesa en Santiago y otra
en calle Europa de Clodomira. Se fueron los tiempos, se fueron los años!!!!”
En la figura de Juan
Medina, el maquinista, se encarna el espíritu del ferrocarril: un hombre con la
vida dividida entre dos ciudades, con un pie en Santiago y otro en Clodomira,
como si él mismo fuera una extensión de las vías.
Su locomotora, alimentada
con leña, cruzaba el Puente Carretero y avanzaba hasta lo que hoy conocemos como
Parque Oeste. Lo que ahora es un espacio verde y urbano, alguna vez fue
territorio de bocinas, humo y despedidas.
El lamento final de Jorge
Pérez —“se fueron los tiempos, se fueron los años”— no es solo nostalgia. Es
una forma sencilla y profunda de decir: eso que se fue, también nos hizo
quienes somos.
Lo que queda cuando ya no
queda nada
La estación Los Naranjos
ya no existe en el mapa físico. No hay boletería, ni andén, ni talleres, ni
cambio de vía. Tampoco se oye el martilleo de los obreros de Vías y Obras, ni
el chirrido de las locomotoras cambiando de trocha. Pero sobrevive en otra
geografía: la de la memoria afectiva de La Banda y sus barrios.
En los relatos de Jorge,
de Jorge Emir, en los nombres de las familias Ovejero y Espeche, en la imagen
de don Bravo y su Mateo, en las dos casas de Juan Medina, hay algo más que
datos históricos. Hay una forma de estar en el mundo que giraba en torno a un
tren que unía pueblos, familias y destinos.
Los Naranjos fue
estación, sí. Pero también fue:
* excusa para el primer viaje de un niño,
* escenario de
reencuentros,
* lugar de trabajo para
ferroviarios y obreros de talleres,
* punto de partida para
ir a “la Capital” como quien se asoma a otro universo,
* límite y puente a la
vez.
Los rieles se levantaron, los talleres se desmantelaron, el trazado se borró, las máquinas se apagaron. Sin embargo, cada vez que alguien nombra “Los Naranjos” y dice “yo viajé desde ahí” o “yo trabajé ahí”, la estación vuelve a encenderse, aunque sea por un instante, en el territorio más resistente de todos: el recuerdo compartido.
Y en ese pequeño milagro
cotidiano, el tren sigue pasando.Fuente: Publicación de Miguel Coria
Basado en una publicación de
Miguel Coria

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