viernes, 28 de noviembre de 2025

Perito Moreno, mapas y cráneos: las sombras detrás del Día del Geógrafo en Argentina

Cada 22 de noviembre Argentina celebra el Día del Geógrafo/a en homenaje a Francisco Pascasio Moreno, el célebre “Perito Moreno”. Pero detrás del explorador que ayudó a trazar los mapas de la Patagonia, hay otra historia: la del coleccionista de cráneos, el director de un “museo del horror” y el científico que puso su saber al servicio de un proyecto colonial, racista y violento.

 


El 22 de noviembre se celebra en Argentina el Día del Geógrafo/a, fecha establecida en 1999 en recuerdo de la muerte de Francisco Pascasio Moreno, el famoso Perito Moreno. Según las efemérides educativas y asociaciones profesionales, la jornada busca homenajear a quienes estudian y piensan el territorio. Pero, ¿qué ocurre cuando el personaje elegido para encarnar ese símbolo está atravesado por una historia de violencia, racismo y deshumanización?

En tiempos de revisión crítica de los relatos nacionales, el nombre de Moreno aparece como un nudo incómodo. Fue explorador, geógrafo, fundador del Museo de Ciencias Naturales de La Plata y figura clave en la delimitación de la Patagonia argentina. También fue coleccionista de restos humanos, partícipe de la lógica de ocupación violenta sobre los pueblos originarios y protagonista de un capítulo oscuro en la historia de la ciencia.

El geógrafo que ayudó a dibujar la Patagonia

Francisco Pascasio Moreno es, para buena parte de la memoria escolar, el hombre que “puso la Patagonia en el mapa”. A fines del siglo XIX, cuando el Estado argentino buscaba consolidar su soberanía sobre el sur, sus expediciones aportaron datos, mapas y descripciones que resultaron fundamentales en los litigios fronterizos con Chile.

Según relatan las crónicas de la época y la propia tradición geográfica argentina, sus informes y relevamientos fueron decisivos para que el Estado reclamara esos territorios como propios. En este sentido, su legado científico forma parte de la identidad nacional: sin esos mapas, la Patagonia argentina tal como hoy la entendemos quizá sería distinta.

Pero ese impulso explorador no se reducía al trabajo de campo y a la aventura. Moreno fue también uno de los grandes impulsores de las instituciones científicas de su tiempo. Fundó y dirigió el Museo de Ciencias Naturales de La Plata con una idea clara: construir en la joven nación un centro de conocimiento moderno, con colecciones naturales, geológicas y antropológicas que la colocaran en el mapa científico mundial.

Quería un museo abierto al público, no reservado solo a especialistas. Apostaba a la educación científica como motor del progreso nacional. En sintonía con el optimismo positivista de la época, creía que la ciencia era la clave para “civilizar” el territorio y ordenar la sociedad.

Ciencia, Estado y “desierto”: un proyecto político

Nada de esto ocurrió en el vacío. A fines del siglo XIX, Argentina atravesaba un proceso de consolidación estatal y territorial. En los discursos de las élites, la Patagonia y los espacios habitados por pueblos originarios eran presentados como “desierto”, “vacío” o “no civilizados”. La ciencia, y especialmente la geografía, funcionaban como herramientas de legitimación: nombrar, medir y cartografiar eran actos de poder.

En ese contexto, la figura de Moreno encarna la alianza perfecta entre exploración científica y proyecto político. Sus expediciones no solo producían conocimiento: proporcionaban al Estado argentino mapas estratégicos, inventarios de recursos, descripciones de rutas y una mirada “técnica” que justificaba la ocupación de esos territorios.

Al mismo tiempo, su interés por la antropología se inscribía en la lógica dominante del momento: una antropología racialista, eurocéntrica, que clasificaba a los pueblos originarios como “razas inferiores” y los convertía en objeto de colección y estudio, más que en sujetos de derechos. La ciencia, lejos de ser neutral, se usó como justificación “moderna” para prácticas coloniales.

Detrás del prestigioso “Perito” se perfila así otro Moreno, menos exaltado en los manuales: el hombre que colaboró con una lógica de ocupación violenta, racista y colonial sobre los pueblos originarios de la región.

El coleccionista de cráneos

El costado más siniestro de este proyecto científico se ve en la obsesión de Moreno por coleccionar restos humanos. Su museo llegó a albergar cientos de cráneos y huesos de poblaciones originarias, cuidadosamente clasificados para sustentar teorías raciales que buscaban “probar” la superioridad del blanco civilizado.

La imagen, repetida en testimonios y reconstrucciones históricas, es brutal: una carretilla cargada de cráneos y huesos, transportados como si fueran objetos cualquiera. La participación de Moreno en la llamada Campaña al Desierto —operación militar de ocupación y sometimiento del territorio patagónico— estuvo, en parte, condicionada por ese objetivo: recolectar “piezas” humanas para el Museo de La Plata.

Lejos de ver a esas personas como sujetos plenos, las consideraba “representantes vivos de razas inferiores”, según el lenguaje evolucionista de la época. Bajo esa lógica, justificó el traslado forzoso de un grupo de doce indígenas al Museo de La Plata, entre ellos los caciques Foyel e Inacayal junto con su familia.

Allí, en lugar de encontrar refugio o respeto, fueron tratados como “piezas vivientes” de la colección. Vivían en un subsuelo, en condiciones infrahumanas, dormían en el piso y eran obligados a trabajar o exhibirse ante comisiones científicas y autoridades. Cuando llegaban visitantes distinguidos, los forzaban a posar desnudos y someterse a exámenes y mediciones.

En poco tiempo, varios integrantes del grupo murieron. Las causas quedaron envueltas en la opacidad: enfermedad, violencia, suicidio. No hubo una investigación seria. Por eso, muchos autores hablan de “muertes invisibilizadas”, producto de un sistema que nunca los reconoció como personas plenas.

Sam Slick, Inacayal y el “museo del horror”

El trato de Moreno hacia quienes decía estudiar no mejoraba ni siquiera después de la muerte. Su intérprete tehuelche, Sam Slick, falleció en circunstancias dudosas y fue enterrado en Rawson. Moreno viajó personalmente al cementerio, exhumó sus restos y los trasladó al Museo de La Plata, donde fueron exhibidos casi un siglo hasta su restitución a la comunidad.

Era una práctica habitual: los cuerpos no recibían un entierro digno, sino que eran fragmentados, desarticulados, convertidos en piezas de laboratorio para alimentar un relato científico que buscaba demostrar la supuesta “supremacía del blanco civilizado”.

Con el tiempo, las comunidades indígenas y sectores de la sociedad civil comenzaron a reclamar justicia y reparación. Las restituciones de restos humanos —entre ellas las de Sam Slick y del propio cacique Inacayal— se convirtieron en gestos simbólicos potentes. Son actos que no deshacen el daño, pero marcan un cambio de época: el reconocimiento de que ese museo, alguna vez emblema del progreso, funcionó también como un auténtico “museo del horror”.

La muerte de Inacayal, relatada por el explorador Clemente Onelli, condensa la dimensión trágica de toda esta historia. Onelli cuenta que, una tarde, el cacique apareció en lo alto de la escalinata del museo, se arrancó la ropa del “invasor de su patria”, levantó los brazos hacia el sol poniente y hacia el sur, pronunció palabras en su lengua y, pocas horas después, murió. Para Onelli, tal vez lo hizo “contento” de poder despedirse del sol de su tierra. El contraste es brutal: un último gesto de dignidad en un edificio que lo había reducido a objeto.

Cierre reflexivo

Desde 1999, el 22 de noviembre es el Día del Geógrafo/a en Argentina en memoria de Francisco Pascasio Moreno. Pero cada año, junto con los homenajes, reaparece la misma pregunta incómoda: ¿podemos celebrar su legado científico sin mirar de frente su rostro colonial?

La geografía como disciplina hace tiempo viene revisando sus propios fundamentos. Ya no es solo el arte de hacer mapas, sino también una herramienta crítica para entender quién tiene poder para nombrar el territorio, quién queda fuera de los mapas y qué historias se silencian en nombre del progreso.

Tal vez, el problema no sea recordar a Moreno, sino cómo lo hacemos. Convertirlo en figura intocable, solo como héroe de la Patagonia y padre de la geografía argentina, implica borrar a quienes fueron convertidos en cráneos, números de inventario o “piezas vivientes” en un museo. Reconocerlo, en cambio, como un personaje complejo —brillante y terrible a la vez— abre la puerta a una memoria más honesta.

El Día del Geógrafo/a podría ser, entonces, una oportunidad para algo más que una efeméride corporativa: un momento para revisar críticamente el vínculo entre ciencia, Estado y violencia; para escuchar las voces de los pueblos originarios; para cuestionar los relatos que llaman “desierto” a territorios habitados.

Honrar la geografía hoy tal vez implique, precisamente, no mirar para otro lado. Nombrar las sombras de Moreno no borra sus mapas, pero sí nos obliga a preguntarnos qué territorios, qué cuerpos y qué vidas quedaron fuera del encuadre.

En esa pregunta incómoda —más que en la repetición acrítica de una efeméride— se juega, quizá, la posibilidad de construir una geografía distinta: una que no mida su grandeza por la cantidad de cráneos en sus vitrinas, sino por la capacidad de reconocer, con justicia y respeto, a todos los que habitan el mapa.

Fuentes mencionadas:

* Efemérides argentinas y calendarios educativos sobre el Día del Geógrafo/a (22 de noviembre).

* Relato de Clemente Onelli sobre la muerte del cacique Inacayal.

* Investigaciones históricas y críticas sobre el Museo de La Plata y las prácticas científicas de fines del siglo XIX en Argentina.

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