Cada 22 de noviembre Argentina celebra el Día del Geógrafo/a en homenaje a Francisco Pascasio Moreno, el célebre “Perito Moreno”. Pero detrás del explorador que ayudó a trazar los mapas de la Patagonia, hay otra historia: la del coleccionista de cráneos, el director de un “museo del horror” y el científico que puso su saber al servicio de un proyecto colonial, racista y violento.
El 22 de noviembre se
celebra en Argentina el Día del Geógrafo/a, fecha establecida en 1999 en
recuerdo de la muerte de Francisco Pascasio Moreno, el famoso Perito Moreno.
Según las efemérides educativas y asociaciones profesionales, la jornada busca
homenajear a quienes estudian y piensan el territorio. Pero, ¿qué ocurre cuando
el personaje elegido para encarnar ese símbolo está atravesado por una historia
de violencia, racismo y deshumanización?
En tiempos de revisión
crítica de los relatos nacionales, el nombre de Moreno aparece como un nudo
incómodo. Fue explorador, geógrafo, fundador del Museo de Ciencias Naturales de
La Plata y figura clave en la delimitación de la Patagonia argentina. También
fue coleccionista de restos humanos, partícipe de la lógica de ocupación
violenta sobre los pueblos originarios y protagonista de un capítulo oscuro en
la historia de la ciencia.
El
geógrafo que ayudó a dibujar la Patagonia
Francisco Pascasio Moreno
es, para buena parte de la memoria escolar, el hombre que “puso la Patagonia en
el mapa”. A fines del siglo XIX, cuando el Estado argentino buscaba consolidar
su soberanía sobre el sur, sus expediciones aportaron datos, mapas y descripciones
que resultaron fundamentales en los litigios fronterizos con Chile.
Según relatan las
crónicas de la época y la propia tradición geográfica argentina, sus informes y
relevamientos fueron decisivos para que el Estado reclamara esos territorios como
propios. En este sentido, su legado científico forma parte de la identidad
nacional: sin esos mapas, la Patagonia argentina tal como hoy la entendemos
quizá sería distinta.
Pero ese impulso
explorador no se reducía al trabajo de campo y a la aventura. Moreno fue
también uno de los grandes impulsores de las instituciones científicas de su
tiempo. Fundó y dirigió el Museo de Ciencias Naturales de La Plata con una idea
clara: construir en la joven nación un centro de conocimiento moderno, con
colecciones naturales, geológicas y antropológicas que la colocaran en el mapa
científico mundial.
Quería un museo abierto
al público, no reservado solo a especialistas. Apostaba a la educación
científica como motor del progreso nacional. En sintonía con el optimismo positivista
de la época, creía que la ciencia era la clave para “civilizar” el territorio y
ordenar la sociedad.
Ciencia,
Estado y “desierto”: un proyecto político
Nada de esto ocurrió en
el vacío. A fines del siglo XIX, Argentina atravesaba un proceso de consolidación
estatal y territorial. En los discursos de las élites, la Patagonia y los
espacios habitados por pueblos originarios eran presentados como “desierto”,
“vacío” o “no civilizados”. La ciencia, y especialmente la geografía,
funcionaban como herramientas de legitimación: nombrar, medir y cartografiar
eran actos de poder.
En ese contexto, la
figura de Moreno encarna la alianza perfecta entre exploración científica y
proyecto político. Sus expediciones no solo producían conocimiento:
proporcionaban al Estado argentino mapas estratégicos, inventarios de recursos,
descripciones de rutas y una mirada “técnica” que justificaba la ocupación de
esos territorios.
Al mismo tiempo, su
interés por la antropología se inscribía en la lógica dominante del momento:
una antropología racialista, eurocéntrica, que clasificaba a los pueblos
originarios como “razas inferiores” y los convertía en objeto de colección y
estudio, más que en sujetos de derechos. La ciencia, lejos de ser neutral, se
usó como justificación “moderna” para prácticas coloniales.
Detrás del prestigioso
“Perito” se perfila así otro Moreno, menos exaltado en los manuales: el hombre
que colaboró con una lógica de ocupación violenta, racista y colonial sobre los
pueblos originarios de la región.
El
coleccionista de cráneos
El costado más siniestro
de este proyecto científico se ve en la obsesión de Moreno por coleccionar
restos humanos. Su museo llegó a albergar cientos de cráneos y huesos de
poblaciones originarias, cuidadosamente clasificados para sustentar teorías
raciales que buscaban “probar” la superioridad del blanco civilizado.
La imagen, repetida en
testimonios y reconstrucciones históricas, es brutal: una carretilla cargada de
cráneos y huesos, transportados como si fueran objetos cualquiera. La
participación de Moreno en la llamada Campaña al Desierto —operación militar de
ocupación y sometimiento del territorio patagónico— estuvo, en parte,
condicionada por ese objetivo: recolectar “piezas” humanas para el Museo de La
Plata.
Lejos de ver a esas
personas como sujetos plenos, las consideraba “representantes vivos de razas
inferiores”, según el lenguaje evolucionista de la época. Bajo esa lógica,
justificó el traslado forzoso de un grupo de doce indígenas al Museo de La
Plata, entre ellos los caciques Foyel e Inacayal junto con su familia.
Allí, en lugar de
encontrar refugio o respeto, fueron tratados como “piezas vivientes” de la
colección. Vivían en un subsuelo, en condiciones infrahumanas, dormían en el
piso y eran obligados a trabajar o exhibirse ante comisiones científicas y
autoridades. Cuando llegaban visitantes distinguidos, los forzaban a posar
desnudos y someterse a exámenes y mediciones.
En poco tiempo, varios
integrantes del grupo murieron. Las causas quedaron envueltas en la opacidad:
enfermedad, violencia, suicidio. No hubo una investigación seria. Por eso,
muchos autores hablan de “muertes invisibilizadas”, producto de un sistema que
nunca los reconoció como personas plenas.
Sam
Slick, Inacayal y el “museo del horror”
El trato de Moreno hacia
quienes decía estudiar no mejoraba ni siquiera después de la muerte. Su
intérprete tehuelche, Sam Slick, falleció en circunstancias dudosas y fue
enterrado en Rawson. Moreno viajó personalmente al cementerio, exhumó sus
restos y los trasladó al Museo de La Plata, donde fueron exhibidos casi un
siglo hasta su restitución a la comunidad.
Era una práctica
habitual: los cuerpos no recibían un entierro digno, sino que eran
fragmentados, desarticulados, convertidos en piezas de laboratorio para
alimentar un relato científico que buscaba demostrar la supuesta “supremacía
del blanco civilizado”.
Con el tiempo, las
comunidades indígenas y sectores de la sociedad civil comenzaron a reclamar
justicia y reparación. Las restituciones de restos humanos —entre ellas las de
Sam Slick y del propio cacique Inacayal— se convirtieron en gestos simbólicos
potentes. Son actos que no deshacen el daño, pero marcan un cambio de época: el
reconocimiento de que ese museo, alguna vez emblema del progreso, funcionó
también como un auténtico “museo del horror”.
La muerte de Inacayal,
relatada por el explorador Clemente Onelli, condensa la dimensión trágica de
toda esta historia. Onelli cuenta que, una tarde, el cacique apareció en lo
alto de la escalinata del museo, se arrancó la ropa del “invasor de su patria”,
levantó los brazos hacia el sol poniente y hacia el sur, pronunció palabras en
su lengua y, pocas horas después, murió. Para Onelli, tal vez lo hizo
“contento” de poder despedirse del sol de su tierra. El contraste es brutal: un
último gesto de dignidad en un edificio que lo había reducido a objeto.
Cierre
reflexivo
Desde 1999, el 22 de
noviembre es el Día del Geógrafo/a en Argentina en memoria de Francisco
Pascasio Moreno. Pero cada año, junto con los homenajes, reaparece la misma
pregunta incómoda: ¿podemos celebrar su legado científico sin mirar de frente
su rostro colonial?
La geografía como
disciplina hace tiempo viene revisando sus propios fundamentos. Ya no es solo
el arte de hacer mapas, sino también una herramienta crítica para entender
quién tiene poder para nombrar el territorio, quién queda fuera de los mapas y
qué historias se silencian en nombre del progreso.
Tal vez, el problema no
sea recordar a Moreno, sino cómo lo hacemos. Convertirlo en figura intocable,
solo como héroe de la Patagonia y padre de la geografía argentina, implica
borrar a quienes fueron convertidos en cráneos, números de inventario o “piezas
vivientes” en un museo. Reconocerlo, en cambio, como un personaje complejo
—brillante y terrible a la vez— abre la puerta a una memoria más honesta.
El Día del Geógrafo/a
podría ser, entonces, una oportunidad para algo más que una efeméride
corporativa: un momento para revisar críticamente el vínculo entre ciencia,
Estado y violencia; para escuchar las voces de los pueblos originarios; para
cuestionar los relatos que llaman “desierto” a territorios habitados.
Honrar la geografía hoy
tal vez implique, precisamente, no mirar para otro lado. Nombrar las sombras de
Moreno no borra sus mapas, pero sí nos obliga a preguntarnos qué territorios,
qué cuerpos y qué vidas quedaron fuera del encuadre.
En esa pregunta incómoda
—más que en la repetición acrítica de una efeméride— se juega, quizá, la
posibilidad de construir una geografía distinta: una que no mida su grandeza
por la cantidad de cráneos en sus vitrinas, sino por la capacidad de reconocer,
con justicia y respeto, a todos los que habitan el mapa.
Fuentes mencionadas:
* Efemérides argentinas y
calendarios educativos sobre el Día del Geógrafo/a (22 de noviembre).
* Relato de Clemente
Onelli sobre la muerte del cacique Inacayal.
* Investigaciones
históricas y críticas sobre el Museo de La Plata y las prácticas científicas de
fines del siglo XIX en Argentina.

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