Su historia es fascinante, la verdad. Entre el destierro en Tierra del Fuego y esa búsqueda incansable de un alma nacional mestiza, Ricardo Rojas terminó escribiendo algunas de las páginas más contradictorias y profundas del pensamiento argentino. Su viaje, de Eurindia a Archipiélago, fue mucho más que un trayecto geográfico; fue como sumergirse en las aguas oscuras del inconsciente de América.
Imaginen esto: era 1934,
y el gobierno militar lo confinó en lo que parecía el fin del mundo. Desde
Ushuaia, con el viento azotando los techos de chapa y el mar rugiendo como una
bestia, Ricardo Rojas escribió un libro que lo era todo a la vez: diario
íntimo, reflexión metafísica y un grito político. Ahí, en medio de aquella
soledad impuesta, el antiguo rector de la Universidad de Buenos Aires hizo de
su aislamiento una chispa. Y esa chispa le reveló algo tremendo: que el alma
indígena era la raíz olvidada, pero viva, de la nación.
El
creador de un mito nacional
Ricardo Rojas (1882–1957)
no era, para nada, un hombre destinado a encerrarse entre libros polvorientos.
Sin embargo, cuando lo hizo, las bibliotecas se convirtieron en sus templos.
Hijo de una familia santiagueña—su padre, Absalón Rojas, había sido gobernador
y senador—, llegó a Buenos Aires en 1899, tras la muerte de su progenitor. Era
un provinciano con ambición, sí, que aprendió rápido los códigos de la capital.
Pero, y es que aquí está el detalle, nunca quiso soltar del todo sus raíces;
hizo de su origen norteño una bandera de distinción.
A principios del siglo
XX, la Argentina aún se estaba contando su propia historia. El Estado, liberal
y oligárquico, necesitaba una narrativa que uniera un país partido entre la
modernidad europeizante y las tradiciones del interior. Los intelectuales
fueron convocados a construir ese relato, a cambio de prestigio y cargos. Y
Rojas, hay que decirlo, respondió con el alma.
Como pedagogo, periodista
y funcionario, se convirtió en el prototipo del “intelectual del Estado”: aquel
que debía educar el gusto, fundar cátedras, crear símbolos. Llegó a ser decano
y rector de la UBA. Pero su proyecto más querido, y ambicioso, era otro:
inventar una estética nacional que uniera a indios, gauchos y criollos bajo un
mismo espíritu.
Desde
Eurindia: mestizaje y trascendencia
En 1922, Rojas publicó
Eurindia, su obra más célebre y, también, la más polémica. Ahí imaginaba que
América Latina debía hallar su centro, no en Europa, sino en la síntesis del
mestizaje. Soñaba con una “fusión de la sangre y del espíritu” entre lo europeo
y lo indígena.
Inspirado en Herder,
Hegel y los románticos, Rojas veía en el arte y la espiritualidad una salida al
materialismo y la racionalidad económica. Creía, con una fe casi religiosa, que
el futuro debía fundirse con el pasado prehispánico. Visualizaba una
civilización “euríndica”, mestiza y armoniosa, donde las diferencias se
disolvieran en un ideal de belleza.
Claro, su visión tenía
sombras. Invisibilizaba el conflicto social y, de algún modo, romantizaba el
genocidio indígena, presentando esa fusión como una arcadia sin dolor.
Aun así, Eurindia logró
capturar el espíritu de una generación. Mientras José Vasconcelos publicaba La
raza cósmica en México, Rojas proponía su versión criolla: un mestizaje
espiritual que debía regenerar a la Argentina. En ambos, el viaje—físico o
interior—se convertía en una forma de iluminación.
El
radicalismo y la caída
Durante los años veinte,
Rojas se acercó al yrigoyenismo. Admiraba a ese líder popular como a un
“caudillo taumaturgo”, alguien que encarnaba el alma del pueblo. Pero en 1930,
el golpe militar que derrocó a Hipólito Yrigoyen le arrebató también sus
sueños: la universidad fue intervenida y el país volvió a manos conservadoras.
En defensa del
radicalismo, escribió El radicalismo de mañana (1932), un texto clandestino que
mezclaba política, espiritualismo y utopía: descentralización de la capital,
desarrollo patagónico, justicia obrera.
No sorprende que, al año
siguiente, el nuevo gobierno decidiera castigarlo. En 1934 fue condenado al
confinamiento en Tierra del Fuego, el extremo sur del mapa nacional. Y allí, en
una casita precaria de Ushuaia, vigilado por la policía, el autor de Eurindia
comenzó una travesía intelectual que lo cambiaría para siempre.
El
viaje hacia el fin del mundo
El barco que lo llevó al
sur, el Chaco, era una paradoja flotante: un presidio navegante lleno de presos
políticos y delincuentes comunes. El escritor anotó en su diario, con una
mezcla de asombro y amargura: “me trasladaron entre la suciedad y el frío, en
el país más hermoso y más doloroso del mundo”.
Al llegar a Ushuaia,
Rojas se encontró con un paisaje que era una metáfora viva: una cárcel rodeada
de belleza salvaje. A su alrededor se extendían las montañas del fin del mundo,
los glaciares, el mar helado, y—en los márgenes—los últimos sobrevivientes de
los pueblos onas y yaganes.
Tenía prohibido salir del
pueblo, pero eso no impidió que emprendiera un viaje distinto, uno que era
interior, espiritual y etnográfico, en busca del alma encubierta de América. De
esa experiencia nació Archipiélago. Tierra del Fuego, publicado años más tarde,
entre 1941 y 1942, en el suplemento dominical de La Nación.
El
ensayo como isla
El libro está
estructurado como un archipiélago de fragmentos: pequeñas islas de historia,
mitología y denuncia social. En ellas, Rojas combina las voces del historiador,
del poeta, del etnógrafo improvisado y del político exiliado.
El texto comienza con una
frase que lo dice todo: “Escribo para distraerme del incierto cautiverio”. Pero
en realidad—como advierte Dalmaroni (2006)— Archipiélago es mucho más: es una
reafirmación del oficio del intelectual como resistencia. Desde los márgenes,
Rojas defiende la escritura como instrumento de lucha y reflexión.
Ahí denuncia el abandono
del sur: el exterminio indígena, el régimen del presidio, la explotación de la
tierra por latifundistas extranjeros. Para él, Tierra del Fuego es “una cárcel
natural”, un espejo extremo de la desigualdad argentina.
El
confinamiento como revelación
Rojas transforma su
destierro en una suerte de iniciación mística. En la soledad del sur, escucha
los ecos de los mitos onas, conversa con los últimos indígenas y busca una
continuidad espiritual entre su pensamiento arielista y las tradiciones
anuladas por la conquista.
El mito de Kuanip, el
héroe que robó el fuego para los hombres, se convierte en el símbolo central
del libro. Como Prometeo o Quetzalcóatl, Kuanip enseña a su pueblo los secretos
de la naturaleza, y Rojas lo eleva a figura libertaria, un “héroe del pueblo
fueguino” comparable a los próceres nacionales.
En ese juego de espejos,
la mitología indígena y la política moderna se funden. El escritor alterna
entre el tono del folclorista y el del profeta. Estudia los mitos que
sobreviven apenas en las palabras de ancianos como Darskapalans, un yagán que
se ofrece a contarle historias “a cambio de unas monedas”.
Rojas escucha, apunta,
traduce—y, de algún modo, inventa. Su escritura devuelve vida a una cultura que
se desmorona. Como todo intelectual moderno que habla por otro, oscila entre el
respeto y el paternalismo: admira al “otro” y al mismo tiempo lo convierte en
emblema literario.
La
iniciación de Rojas
El momento culminante de
Archipiélago llega cuando el autor es “iniciado” por un indígena ficticio, el
ona Karniel, último sacerdote del antiguo rito del Jaín. En un pasaje onírico,
Rojas imagina una ceremonia espiritual donde los espíritus de los
muertos—indios y héroes nacionales—dialogan en un mismo espacio sagrado. San
Martín, Piedra Buena y Kuanip comparten el mismo templo simbólico.
Esta escena, mezcla de
visión mística y alegoría política, es el espejo invertido de Eurindia: si
antes Rojas conducía al lector como un guía, aquí es él quien aprende de los
fueguinos, aceptando que las jerarquías se invierten.
En ese trance espiritual,
el confinamiento se convierte en revelación: el fin del mundo deja de ser un
castigo y deviene centro cósmico, puerta hacia el alma de América.
De
la utopía a la denuncia
Pero Archipiélago no vive
solo de visiones. Rojas alterna la meditación metafísica con la crítica
política más feroz. Denuncia el exterminio indígena como “el crimen más grande
que se ha cometido bajo el nombre de civilización”.
Retrata el presidio de
Ushuaia como un infierno gélido: presos hambrientos, obligados a cortar leña
bajo la nieve; una banda de penados que toca los domingos por las calles;
guardias armados con fusiles máuser custodiando sombras humanas.
“Todo el pueblo es una
prolongación de la cárcel”, escribe. Y añade con ironía: “He rebautizado la
isla de los Estados… del sitio, para darle sentido actual y nacional”.
A través del horror,
Rojas denuncia la indiferencia del centro. Para él, la verdadera Argentina se
encuentra entre los excluidos: los indios, los obreros, los confinados. En uno
de sus pasajes más intensos escribe: “El indio ha muerto, el criollo agoniza,
pero llegará el nuevo tiempo de América y todos los muertos resucitarán”.
Una
geografía simbólica
En su reclusión, Rojas
redibuja el mapa nacional. Antes había exaltado el Norte—su Santiago del Estero
natal—como corazón del alma argentina. Ahora traslada ese centro al Sur: Tierra
del Fuego como Aleph del continente, un punto donde se concentra toda la
historia americana.
Guillermo Giucci (2014)
señala que esa “geografía simbólica” se inscribe en una larga tradición de
imaginar el sur como “fin del mundo”: un lugar donde Europa proyectó sus
fantasías de barbarie y exotismo. Rojas invierte esa mirada: transforma lo
marginal en núcleo espiritual, el presidio en santuario.
Su propuesta es doble:
política y mítica. Reclama al Estado un “plan de reparación nacional”—repoblar
el sur, educar a los sobrevivientes, devolverles ciudadanía—y, al mismo tiempo,
propone una utopía de mestizaje, donde la cultura indígena sea fuente de
belleza y de verdad.
Entre
el mito y la contradicción
El problema es que, al
hacerlo, Rojas cae en una paradoja. Por un lado, idealiza a los indígenas como
depositarios de una sabiduría ancestral; por otro, quiere integrarlos como mano
de obra disciplinada dentro de una república moderna.
En su utopía final,
imagina una Tierra del Fuego regenerada: “Una prole robusta, con médicos y maestros,
educada para trabajar”. Como observa Dalmaroni (2006), esa visión combina
espiritualismo y paternalismo, redención y domesticación.
Sin embargo, en
comparación con la antropología oficial de su tiempo—representada por José
Imbelloni, que veía a los indígenas como vestigios biológicos—, la propuesta de
Rojas suena casi revolucionaria. Donde el cientificismo veía residuos, él veía
posibilidad. Donde los arqueólogos registraban ruinas, él buscaba presencias.
El
contraste de las miradas
Los años cuarenta
marcaron la institucionalización de la antropología y el auge del peronismo.
Mientras Imbelloni dirigía el Museo Etnográfico de Buenos Aires, Rojas seguía
escribiendo, ya casi en los márgenes.
El primero afirmaba que
los pueblos originarios “agonizan” y que su estudio debía ser tarea científica,
libre de romanticismos. Rojas, en cambio, seguía buscando sentido simbólico y
ético en esos mundos que morían.
Para él, rescatar una
palabra ona o yagán, registrar un mito o un canto, era una forma de conjurar la
pérdida. Más que científico, su gesto fue poético: quiso dar voz a los dioses
ausentes.
No casualmente, en el
tramo final de Archipiélago imagina que, pese a la destrucción, los espíritus
antiguos “aún viven, presentes en el paisaje del confín del mundo”.
Entre
Europa y América
A lo largo de sus viajes
imaginarios, Rojas debatió con la herencia europea. Admiraba a los románticos,
pero desconfiaba del racionalismo burgués. Reivindicó el mestizaje, pero desde
una visión espiritual, no política.
Sus lecturas eran tan
diversas como su pensamiento: Herder y Hegel convivían con Jung y los teósofos
orientales; el modernismo estético se cruzaba con el reformismo radical.
En ese cruce, Eurindia y
Archipiélago funcionan como dos estaciones de un mismo viaje: del idealismo
platónico al realismo de la denuncia; del templo místico al presidio concreto.
La
cárcel como espejo
El paisaje fueguino
condensa las fracturas de la nación. El penal de Ushuaia, fundado en 1902, fue
construido como símbolo del castigo extremo y se convirtió, para Rojas, en la
metáfora última del país, un territorio donde todos, incluso el gobernador y
los guardias, son confinados del centro.
Entre el hielo y la
miseria, el escritor ve dos historias paralelas: la represión de los presos
políticos y el exterminio de los pueblos originarios. Ambas, escribe, son fruto
del mismo desprecio civilizatorio. “El Onaisín —el país de los onas— está
sombreado por el maleficio”, sentencia. “Enorme es el crimen que aquí se juzga
dentro del presidio, pero mayor aún es el que ha reinado fuera de él.”
Ese diagnóstico, mezcla
de moral y profecía, cierra el círculo de su pensamiento: desde los márgenes
del mapa, Rojas descubre la verdad del todo.
El
regreso y la herencia
A su regreso del
destierro, Rojas nunca volvió a ser el mismo. Su escritura se volvió más
simbólica y más amarga. En Archipiélago encontró su tema definitivo: el fin del
mundo como espejo del alma americana.
Murió en 1957, habiendo
sido profesor, rector, embajador en Perú y, sobre todo, un narrador incansable
de los orígenes. Su “viaje al sur” quedó como una de las meditaciones más
singulares del pensamiento argentino, en la línea de Rodolfo Kusch o Bernardo
Canal Feijóo, quienes retomaron su legado desde el pensamiento antropológico.
Cierre:
el confín como revelación
En su encierro en
Ushuaia, Rojas hizo lo que mejor sabía: leer el mundo como un texto. Entre el
frío y el silencio, descubrió que la periferia concentra el sentido del centro:
que el alma de América no está en los salones porteños ni en los manuales de
historia, sino en los bordes, donde la nación se deshace y se reconstruye.
El viaje que comenzó como
castigo terminó como iluminación. Allí, en el punto más austral, el intelectual
encontró su espejo y su límite: comprendió que escribir sobre los otros es
también escribirse a sí mismo, y que el destino de América—como el suyo—se
juega entre la memoria y el olvido, entre el fuego y el frío, entre el mito y
la historia.
Articulo periodístico basado en: Rojas, R. (1942). Archipiélago. Tierra del Fuego. Publicación en Scielo, 15(2), 45-60. https://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0325-22212022000200101
Fuentes
consultadas:
* Rojas, Ricardo.
Eurindia (1922); Archipiélago. Tierra del Fuego (1942); El radicalismo de
mañana (1932).
* Dalmaroni, Miguel
(2006). Una república de las letras. Rosario: Beatriz Viterbo.
* Mailhe, Alejandra
(2017). “Ricardo Rojas: viaje al interior, la cultura popular y el
inconsciente”, Anclajes, UNLP.
* Giucci, Guillermo
(2014). Tierra del Fuego: la creación del fin del mundo. Buenos Aires: FCE.
* Castillo, Horacio
(1999). Ricardo Rojas. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras.
* Chapman, Anne (2008).
Fin de un mundo. Buenos Aires: Zagier.
* Vasconcelos, José (1966
[1925]). La raza cósmica. México: Espasa-Calpe.
* Imbelloni, José (1947).
“La formación racial argentina”. En Argentina en marcha.
* Svampa, Maristella
(2016). Debates latinoamericanos. Buenos Aires: Edhasa.

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