lunes, 16 de junio de 2025

El grito de la almamula: entre el mito, el miedo y el fuego de lo invisible

 


Hay noches en Santiago del Estero… en que el viento no sopla. Ruge. Y no es un rugido cualquiera. Es un quejido largo, áspero, como si viniera cargando siglos de penas y secretos. Un viento que no acaricia: araña. En ese zumbido oscuro, casi como un susurro perdido, se cuela un sonido extraño. Es un gemido… difícil de explicar. No parece humano, pero tampoco del todo animal. Es el lamento de algo —o de alguien— que ya no encaja en este mundo.

Y no, no estamos hablando de un simple mito rural. Esto tiene otro peso. Porque el almamula no se queda en los rincones del monte: hay quienes dicen que cruzó, sin pedir permiso, las calles polvorientas de la mismísima capital santiagueña.

Acá, en esta tierra horneada por soles viejos y regada con supersticiones profundas como raíces de algarrobo, lo sobrenatural no se cuenta como un cuento. Se respira. Se sospecha. Se presiente.

Una mujer, un pecado, una condena

El almamula no nace monstruo. Se convierte.

Dicen que fue mujer. Una de carne y hueso. De mirada firme y deseo prohibido. Se atrevió a lo que nadie se atreve: rompió los mandamientos escritos y los no escritos. Amó a su propia sangre —padre, hermano, hijo— sin arrepentimiento.

No fue un desliz. Fue un incendio. Y la condena fue brutal: Dios la selló en cuerpo de mula errante, la lanzó a los caminos como castigo… aunque, quizás, también como súplica.

Porque, aunque ahora se arrastra como bestia por las noches del monte, en el fondo de esa criatura maldita hay algo que todavía busca perdón.

Hay una mínima, ínfima posibilidad de redención. Solo si alguien, un hombre valiente —y no solo valiente, sino firme de fe— la enfrenta y logra hacerla sangrar. Pero no con cualquier arma: con un cuchillo en forma de cruz. Porque esto no es un duelo de fuerza. Es un acto sagrado. Un intento de cortar no carne, sino maldición.

Cuando la noche abre la puerta

Ella no aparece cuando hay bullicio. Sale cuando todo calla. Después de medianoche. Siempre. Cuando el viento sur barre el monte con ese olor a presagio.

Primero parece un burrito. Pequeño, hasta simpático. Pero no te engañes: eso es parte del hechizo. Lo que realmente la delata es ese grito.

Un alarido seco, largo… que no se olvida. No es un relincho, ni un aullido. Es como si mil almas lloraran al unísono desde un pozo negro, profundo, sin fondo.

Y si alguien la espera —de pie, sin miedo, cuchillo en mano— ella se detiene. Baja la cabeza. Tiembla. Porque quiere ser salvada. Porque en esa piel grotesca todavía late, aunque sea apenas, el corazón de una mujer que alguna vez amó… y que ahora solo pide una segunda oportunidad. 

Pero cuidado: no todas quieren ser salvadas.

La vieja condenada y el fuego del mal

Existe otra versión. Más oscura. Más temible. La del almamula vieja.

Ahí ya no hay alma. Ni súplica. Ni redención. Solo rabia endurecida. Rencor convertido en fuego. Esa ya no gime: escupe llamaradas. Arrastra cadenas como serpientes de hierro. Y tiene un hueco en la espalda, un vacío grotesco, como si su humanidad se hubiera evaporado por ahí.

Y no se conforma con asustar. Ataca. Va directo al corazón del corral. Destripa corderos. Los deja sin entrañas. Lo hace en silencio. Y sin piedad.

Y si alguien, confundido por la otra historia, intenta salvarla… comete un error fatal. Porque en este caso, herirla no la redime: la mata. Y con ella, también muere —dicen— la mujer que fue. De manera oscura, inexplicable. Como si ni siquiera la ciencia pudiera sostener la mirada frente a eso.

Cuando la leyenda toca la puerta

Y entonces uno se pregunta… ¿Qué pasa cuando esta historia deja el monte y entra en la ciudad?

Barrio Almirante Brown. Un martes cualquiera. Muy temprano. Marcela se levanta, pone la pava, arma el mate… rutina pura. Pero en el fondo del patio, algo rompe el ritmo: uno de sus cabritos aparece muerto.

Pero no como mueren los animales. Tiene un agujero en el costado, limpio, perfecto. Sin una gota de sangre. Sin corazón. Sin vísceras. Como si lo hubieran vaciado… y después, como si nada, tapado con alfalfa.

Y lo más raro no fue la herida. Fue el silencio. Nadie escuchó nada. Ni un ladrido. Ni un chillido. Como si el mal se hubiera colado en puntas de pie.

Las versiones volaron como hojas al viento. Algunos hablaron de magia negra, de brujería, de rituales umbanda. Un pastor fue más directo: “Esto es cosa de Satanás”, soltó. Pero más allá de lo que se crea, el barrio entero empezó a mirar con desconfianza la oscuridad de sus propios patios.

Porque cuando el miedo se instala, ya no pregunta si es mito o realidad.

Entre la duda y la certeza: una frontera de humo

¿Dónde termina la superstición y empieza el peligro? ¿Dónde lo mágico deja de ser historia… y se vuelve advertencia?

Tal vez eso ya no importe. Porque en Santiago del Estero, los mitos no se cuentan como fósiles del pasado. Son marcas frescas. Huellas vivas.

El almamula no necesita pruebas. Vive en los cuchicheos, en los rezos bajitos, en los cuchillos guardados “por si acaso” bajo la almohada. Vive en los silencios pesados, en los perros que no ladran y en ese eco que a veces se cuela por la rendija de la noche.

Tal vez no exista.

Tal vez nunca existió.

Pero algo —sombra, castigo, espíritu o leyenda— sigue caminando.


Y mientras el viento sur siga soplando, mientras haya almas que amen sin medida ni ley…

el grito del almamula va a seguir cruzando la oscuridad como un cuchillo encendido.

 

Habrá quienes lo escuchen… y se escondan.

Habrá quienes lo enfrenten… y sangren.

 

Y quizás —solo quizás—

alguien consiga salvarla.


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