En la fiesta titulada “Tarde Santiagueña” realizada el día 13
de Agosto de 1940 a las 18 hs, en el salón teatro de la Escuela Carlos
Pellegrini de la Capital Federal, bajo el auspicio del Centro Cultural “Ricardo
Gutierrez”, el poeta Homero Manzi, abrió el acto con las siguientes palabras:
Señoras y señores:
Mi comprovinciano
Andrés Chazarreta ha vuelto, por fina gestión de su cordialidad a unir mi voz a
la pureza su arte autóctono. Admirador de su larga tarea, fui en alguna
oportunidad ladero de su esfuerzo y siempre, como hoy, intervine asociándome a
su gestión con verdadero entusiasmo.
Es que nos une el
mismo amor por la tierra nativa y por las melodías que adornan el espíritu de
su gente y por las danzas que conforman su euritmia.
Andrés Chazarreta
conoce por derecho de sangre el sabor de los jugos que nutren el cancionero de
su tierra y desde hace muchos años, cuando su rostro de tabaco reía en
juventud, mientras cumplía la tarea docente de su ejercicio profesional, solía
robar horas a los descansos para enfrentarse con las expresiones populares de
su pueblo.
Era entonces el
folklore argentino un tesoro desparramado por los campos despreciado por las
clases cultas del litoral y apenas si acunado con amoroso acento por las gentes
humildes de las campañas.
Mientras Buenos Aires,
abriendo cada día más su puerta a la entrada del alma ajena, desoía las voces
de la tierra; mientras la pericia de la ciencia oficial creaba un gusto
extranjero y arbitrario; mientras los puertos recogían las voces confusas que
llegaban de ultramar, pocos eran los espíritus que en lo musical pegaban el
oído a la tierra con reconcentrada actitud de rastreadores. Entre estos pocos
hombres figura don Andrés Chazarreta.
Santiago del Estero,
separada de la vida litoral por su ubicación mediterránea, cerrada a muchas
corrientes inmigratorias por la dureza de su clima, salva de la avalancha
progresistas de corrientes de siglo por su carencia de industrias madres,
prestó a este hombre la pureza de un pueblo que conservó sus tradiciones en la
caja embarrada de sus ranchos y que guardó entre los montes, bajo la custodia
de recias espinas el oro impalpable de sus danzas y de sus canciones.
El flaco y oscuro
maestro de la docencia santiagueña enhorquetado en su zaino criollo, envuelto
en su poncho color tierra y con la vihuela debajo del brazo, pudo así asomarse
a las fiestas populares de la campaña. Los más apartados rincones de Santiago
atrajeron su curiosidad. Las fiestas de Manogasta, los bailes de Figueroa, las
trincheras carnavalescas de Añatuya, los bautizos de los arrabales, los velorios
de los ranchos con su maravillosa letanía urdida en quejumbre por las voces
ríspidas de las rezadoras y los coros paganos de la novena. Pero no fue
solamente la fiesta de los hombres la que inspiró su acervo, Fue, también, la
música del paisaje y la voz de los vientos y el enorme silencio de la noche y
las canciones de la selva ancha y misteriosa jaula, donde nutrió la raíz de su
arte.
Una vez afirmé que la
música de la ciudad estaba trazada sobre el pentagrama oscuro de las pasiones
humana y que en cambio la música de nuestro campo estaba conformada sobre la
naturaleza. Con excepción de la vidala, canción cuya universalidad habrá de
consumarse un día, todas las expresiones musicales del folklore norteño
trasuntan la forma del paisaje y animan sus movimientos en las fuerzas de la
naturaleza. La música del campo es objetiva; la de la ciudad subjetiva. En la
ciudad los bandoneones lloran a cuenta de la pena del hombre; en el campo las
arpas y los violines rústicos hablan con la voz del viento, trinan con los
pájaros y mueven sus ritmos con el rudo compás de las bestias en galope o con
la marcada auritmia de los pastos castigados en el vaivén de los vientos.
Andrés Chazarreta
afirmó su arte en amor por su naturaleza. Es que el santiagueño ama, en primera
instancia, a la tierra. Tiene una patria chica para ubicar su corazón, el pago
de la castilla o el “llajta” de la quichua.
Conoce su cielo,
abierto y celeste durante el día cuando apenas lo transitan el sol y las
majaditas de nubes blancas; oscuro y profundo en la noche cuando lo tachonan
los tucu-tucus inmóviles de las estrellas; conoce sus ríos, madres que traen el
pan en las entrañas. Conoce sus montes, intrincados, misteriosos, aguerridos.
Conoce la tremenda ansiedad de sus sequías, ejemplos bíblicos que le afirman la
sobriedad y conoce el temor de sus tormentas calientes, cuando braman los
huracanes del sur y del norte cargando, sobre los lomos enfurecidos nubes
negras que desparraman la bendición del agua. Por eso la voz del folklore
santiagueño tiene la sinceridad del testimonio cultivado en largo trance de
amor.
Buenos Aires vivía
sorda a la belleza que destilaba este pueblo mediterráneo en la silenciosa
colmena de su vida espiritual. La gran ciudad del Plata, enceguecida de orgullo
por las caricias de la gloria material, no sabía que lejos de ella, había
argentinos que apacentaban las majadas de la leyenda. Y un día, hace muchos
años, inesperadamente llegó hasta ella don Andrés Chazarreta “capataceando” un
grupo de artistas primitivos y desparramando un puñado generoso de danzas y
canciones.
La ciudad grande
detuvo su marcha enloquecida, escuchó el milagro de esas voces, comprendió su
sentido argentino y se sintió animar por una corriente telúrica que despertaba
en su dormida entraña la olvidada raíz nacional.
Esa tarea de
Chazarreta alcanza para cubrir una existencia, para glorificar un nombre, para
justificar una vida. Porque él, mas que nadie supo convertirse en el
intermediario entre el paisaje lejano de tierra adentro y el alma confusa de la
ciudad.
Desde entonces hasta
hoy, muchos son los que han seguido sus huellas y por suerte para el cancionero
de la tierra nativa. Cada vez surgen nuevas voces que la interpretan y
universalizan. Y él mismo, dura su fisonomía de quebracho, algodonados los
cabellos en la pasa serena de los años, endurecidos los dedos en el amoroso
ejercicio de la guitarra, peleando a lo indio mataco con los años que le
ofrecen inútilmente una jubilación espiritual. prosigue infatigable en la
santidad de su ministerio. Y cada año, más viejo en la carne y más joven en el
alma, baja como los ríos del norte hasta la gran ciudad y siembra en la ciudad
el grano de sus danzas y canciones. Arador del norte, sabe pelear contra la
tierra dura y clava hondo su reja para que los pájaros dañinos no le roben
semillas y para encontrar en el fondo de la tierra porteña la humedad escondida
que lo ayude a germinar la chacra.
Así es como el viejo
sembrador vuelve hoy y reanima su tarea entre ustedes. Y en esta oportunidad,
como si ya temiera de su propia fuerza, se asoma con su hija al lado Anita
Chazarreta, alma nueva que formó con su sangre y que preparó en su mismo arte
con la esperanza de que lo lograra en el tiempo, cuando sus manos se hagan
duras y pesadas sobre los hilos de la guirarra.
Hoy volvemos a
escuchar al maestro y escucharemos además a su hija y a sus discípulos que
preparó con despaciosa serenidad. Y nuevamente las canciones de la tierra pobre
y nuestra y las danzas del norte revivirán bajo su conducción. Y ante ellas
volverán a nutrirse de savia auténtica, los hijos de esta ciudad que están
presentes mientras los santiagueños que aquí estamos cerraremos los ojos para
volver en musical transporte al pago lejano que no podemos olvidar y donde
lucha un pueblo duro, olvidado y lleno de valores espirituales, en medio de un
paisaje severo y hermoso. Y en la voz de las vidalas reconoceremos el arrullo
de la urpila, despenadora impenitente de las tardes, cuando se abren en colores
pálidos las flores del cardón y reconoceremos en cada danza, en cada ritmo, un
pedacito del paisaje agreste, donde ponen adorno los algarrobos y donde
adelantan cuchillos de espinas los vinales, donde corren y revientan los ríos,
para secarse luego, donde cantan las hachas mordiendo la carne dura del
quebracho, donde pastan las majadas, donde se clavan las puntas del arado donde
galopan los caballos criollos, donde ladran perros inverosímiles, donde se
sufre, se trabaja, se ama, se baila y se canta.
GENTILEZA DE JUAN DE DIOS NAVARRETE.
ARCHIVO GRÁFICO CULTURAL SANTIAGUEÑO DE OMAR SAPO ESTANCIERO
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