lunes, 19 de mayo de 2025

Crónica de una Tarde Santiagueña

En la fiesta titulada “Tarde Santiagueña” realizada el día 13 de Agosto de 1940 a las 18 hs, en el salón teatro de la Escuela Carlos Pellegrini de la Capital Federal, bajo el auspicio del Centro Cultural “Ricardo Gutierrez”, el poeta Homero Manzi, abrió el acto con las siguientes palabras:



 Señoras y señores:

 Mi comprovinciano Andrés Chazarreta ha vuelto, por fina gestión de su cordialidad a unir mi voz a la pureza su arte autóctono. Admirador de su larga tarea, fui en alguna oportunidad ladero de su esfuerzo y siempre, como hoy, intervine asociándome a su gestión con verdadero entusiasmo.

 Es que nos une el mismo amor por la tierra nativa y por las melodías que adornan el espíritu de su gente y por las danzas que conforman su euritmia.

 Andrés Chazarreta conoce por derecho de sangre el sabor de los jugos que nutren el cancionero de su tierra y desde hace muchos años, cuando su rostro de tabaco reía en juventud, mientras cumplía la tarea docente de su ejercicio profesional, solía robar horas a los descansos para enfrentarse con las expresiones populares de su pueblo.

 Era entonces el folklore argentino un tesoro desparramado por los campos despreciado por las clases cultas del litoral y apenas si acunado con amoroso acento por las gentes humildes de las campañas.

 Mientras Buenos Aires, abriendo cada día más su puerta a la entrada del alma ajena, desoía las voces de la tierra; mientras la pericia de la ciencia oficial creaba un gusto extranjero y arbitrario; mientras los puertos recogían las voces confusas que llegaban de ultramar, pocos eran los espíritus que en lo musical pegaban el oído a la tierra con reconcentrada actitud de rastreadores. Entre estos pocos hombres figura don Andrés Chazarreta.

 Santiago del Estero, separada de la vida litoral por su ubicación mediterránea, cerrada a muchas corrientes inmigratorias por la dureza de su clima, salva de la avalancha progresistas de corrientes de siglo por su carencia de industrias madres, prestó a este hombre la pureza de un pueblo que conservó sus tradiciones en la caja embarrada de sus ranchos y que guardó entre los montes, bajo la custodia de recias espinas el oro impalpable de sus danzas y de sus canciones.

 El flaco y oscuro maestro de la docencia santiagueña enhorquetado en su zaino criollo, envuelto en su poncho color tierra y con la vihuela debajo del brazo, pudo así asomarse a las fiestas populares de la campaña. Los más apartados rincones de Santiago atrajeron su curiosidad. Las fiestas de Manogasta, los bailes de Figueroa, las trincheras carnavalescas de Añatuya, los bautizos de los arrabales, los velorios de los ranchos con su maravillosa letanía urdida en quejumbre por las voces ríspidas de las rezadoras y los coros paganos de la novena. Pero no fue solamente la fiesta de los hombres la que inspiró su acervo, Fue, también, la música del paisaje y la voz de los vientos y el enorme silencio de la noche y las canciones de la selva ancha y misteriosa jaula, donde nutrió la raíz de su arte.

 Una vez afirmé que la música de la ciudad estaba trazada sobre el pentagrama oscuro de las pasiones humana y que en cambio la música de nuestro campo estaba conformada sobre la naturaleza. Con excepción de la vidala, canción cuya universalidad habrá de consumarse un día, todas las expresiones musicales del folklore norteño trasuntan la forma del paisaje y animan sus movimientos en las fuerzas de la naturaleza. La música del campo es objetiva; la de la ciudad subjetiva. En la ciudad los bandoneones lloran a cuenta de la pena del hombre; en el campo las arpas y los violines rústicos hablan con la voz del viento, trinan con los pájaros y mueven sus ritmos con el rudo compás de las bestias en galope o con la marcada auritmia de los pastos castigados en el vaivén de los vientos.

 Andrés Chazarreta afirmó su arte en amor por su naturaleza. Es que el santiagueño ama, en primera instancia, a la tierra. Tiene una patria chica para ubicar su corazón, el pago de la castilla o el “llajta” de la quichua.

 Conoce su cielo, abierto y celeste durante el día cuando apenas lo transitan el sol y las majaditas de nubes blancas; oscuro y profundo en la noche cuando lo tachonan los tucu-tucus inmóviles de las estrellas; conoce sus ríos, madres que traen el pan en las entrañas. Conoce sus montes, intrincados, misteriosos, aguerridos. Conoce la tremenda ansiedad de sus sequías, ejemplos bíblicos que le afirman la sobriedad y conoce el temor de sus tormentas calientes, cuando braman los huracanes del sur y del norte cargando, sobre los lomos enfurecidos nubes negras que desparraman la bendición del agua. Por eso la voz del folklore santiagueño tiene la sinceridad del testimonio cultivado en largo trance de amor.

 Buenos Aires vivía sorda a la belleza que destilaba este pueblo mediterráneo en la silenciosa colmena de su vida espiritual. La gran ciudad del Plata, enceguecida de orgullo por las caricias de la gloria material, no sabía que lejos de ella, había argentinos que apacentaban las majadas de la leyenda. Y un día, hace muchos años, inesperadamente llegó hasta ella don Andrés Chazarreta “capataceando” un grupo de artistas primitivos y desparramando un puñado generoso de danzas y canciones.

 La ciudad grande detuvo su marcha enloquecida, escuchó el milagro de esas voces, comprendió su sentido argentino y se sintió animar por una corriente telúrica que despertaba en su dormida entraña la olvidada raíz nacional.

 Esa tarea de Chazarreta alcanza para cubrir una existencia, para glorificar un nombre, para justificar una vida. Porque él, mas que nadie supo convertirse en el intermediario entre el paisaje lejano de tierra adentro y el alma confusa de la ciudad.

 Desde entonces hasta hoy, muchos son los que han seguido sus huellas y por suerte para el cancionero de la tierra nativa. Cada vez surgen nuevas voces que la interpretan y universalizan. Y él mismo, dura su fisonomía de quebracho, algodonados los cabellos en la pasa serena de los años, endurecidos los dedos en el amoroso ejercicio de la guitarra, peleando a lo indio mataco con los años que le ofrecen inútilmente una jubilación espiritual. prosigue infatigable en la santidad de su ministerio. Y cada año, más viejo en la carne y más joven en el alma, baja como los ríos del norte hasta la gran ciudad y siembra en la ciudad el grano de sus danzas y canciones. Arador del norte, sabe pelear contra la tierra dura y clava hondo su reja para que los pájaros dañinos no le roben semillas y para encontrar en el fondo de la tierra porteña la humedad escondida que lo ayude a germinar la chacra.

 Así es como el viejo sembrador vuelve hoy y reanima su tarea entre ustedes. Y en esta oportunidad, como si ya temiera de su propia fuerza, se asoma con su hija al lado Anita Chazarreta, alma nueva que formó con su sangre y que preparó en su mismo arte con la esperanza de que lo lograra en el tiempo, cuando sus manos se hagan duras y pesadas sobre los hilos de la guirarra.

 Hoy volvemos a escuchar al maestro y escucharemos además a su hija y a sus discípulos que preparó con despaciosa serenidad. Y nuevamente las canciones de la tierra pobre y nuestra y las danzas del norte revivirán bajo su conducción. Y ante ellas volverán a nutrirse de savia auténtica, los hijos de esta ciudad que están presentes mientras los santiagueños que aquí estamos cerraremos los ojos para volver en musical transporte al pago lejano que no podemos olvidar y donde lucha un pueblo duro, olvidado y lleno de valores espirituales, en medio de un paisaje severo y hermoso. Y en la voz de las vidalas reconoceremos el arrullo de la urpila, despenadora impenitente de las tardes, cuando se abren en colores pálidos las flores del cardón y reconoceremos en cada danza, en cada ritmo, un pedacito del paisaje agreste, donde ponen adorno los algarrobos y donde adelantan cuchillos de espinas los vinales, donde corren y revientan los ríos, para secarse luego, donde cantan las hachas mordiendo la carne dura del quebracho, donde pastan las majadas, donde se clavan las puntas del arado donde galopan los caballos criollos, donde ladran perros inverosímiles, donde se sufre, se trabaja, se ama, se baila y se canta.

GENTILEZA DE JUAN DE DIOS NAVARRETE.

ARCHIVO GRÁFICO CULTURAL SANTIAGUEÑO DE OMAR SAPO ESTANCIERO 

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