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Captura de FBK |
Los hombres usan los sentidos para orientarse estableciendo una variada gama de referencias que almacenan en el cerebro. Informaciones que llegan a través de órganos receptores como los ojos, nariz y oídos. Estas acumuladas y asociadas, colaboran en la experiencia y conocimiento del vivir el sociedad.
Una ciudad contiene ruidos y olores, más un color que varía
en forma permanente por movimientos de cosas provocando una dinámica que
influye en el ánimo de los habitantes.
A comienzos del siglo XX, cuando el Mercado Armonía funciono
en plena actividad, concentro a un número singular de personas que no eran
vecinos de la ciudad. Gentes que llegaban diariamente en caravanas, desde
parajes distantes trayendo artesanías, alimentos elaborados, animales
domésticos y diversos frutos regionales.
Predominaban en esos” llegados” los venidos de Loreto y zonas
de influencia, que recorriendo el viejo camino real ingresaban por calle
Independencia o la Avenida Belgrano. Fue una “procesión” de vendedoras a pie,
también montadas en sulkis y caballos acompañadas de sus hijos menores.
Rompían el silencio del amanecer con risas y diálogos
picarescos expresados en voz alta, más el cacarear de gallinas molestas en el
transporte; tintineo del cencerro de cabras que guiaba la pequeña majada
mientras los “cushcos” ladraban de un lado a otro.
Contrastes cromáticos de los negros vestidos con “una
huatana” (paño o toalla para cubrir la cabeza), portados por las ancianas, con
el floreado en vivos colores de los vestidos de las jóvenes; alguna cinta roja
o amarilla adornando el cuello o pelo, indicaban el “haber hecho promesa”.
Todo y mucho más, produjo una cadencia armónica de ruidos,
formas y colores que el ciudadano de entonces supo qué hora era, la estación
del año por el producto pregonado o motivando en la creación del menú del
diario alimento.
Este cortejo en su paso dinamizo la actividad de la ciudad.
Los sonidos metiéndose en las casas hacían callar a los moradores que
intentaban captar los “chismes”, presta atención a las ofertas o por simple
curiosidad.
Los perros caseros en enloquecidos trotes y aullidos
protegían sus territorios.
Este espectáculo repercutió solo una hora, marcando el
comienzo del día, cuando no sucedía, era feriado, la ciudad descansaba.
Después de las lluvias o con las brisas frescas del sur en
las tardes, un manto de perfumes exquisitos se supieron desparramar por las
zonas bajas al este de la ciudad, provenían de los jardines-viveros que se
ubicaron en la Av. Belgrano a los costados de la desaparecida acequia. Fueron
sus propietarios las familias Tarchini, Regazzoni, y Palumbo que desde fines
del siglo XIX se dedicaron a esas tareas en predios de generosa superficie,
tareas que eran extensión de las hogareñas, circunstancias por las que fueron
conducidas por mujeres, como doña Elvira Regazzoni de Tarchini, posteriormente
su hija carlota, que acrecentó la actividad.
De estos jardines salieron las palmas y coronas que
acompañaron las mortajas o los tocados de las novias. Fue frecuente que al ver
salir al “mandado” con el encargo, vecinos y transeúntes se arrimaran a la
verja de los jardines preguntando por la primicia. De inmediato la noticia
estaba de boca de todos, todos a festejar o a lamentarse.
A estas familias se le debió las costumbres de hacer
jardines, cultivar en macetas, las técnicas del injerto y del recibimiento a la
primavera a pleno color y olor.
El Dr. Orestes Di Lullo siendo intendente de la ciudad
capital, a mediados de la década de 1940, foresto las principales calles del microcentro
con especies frutales en sentido este-oeste (plantas de naranjas agrias), en
orientación norte-sur con árboles de hojas perennes (brachos). El método que
aplico permitió que, en época de floración, los vientos frecuentes del norte o
sur arrastraran por la urbe un olor de azahares y que el fruto fuera
aprovechado por el arte culinario (licores, dulces, repostería, etc.). Los
brachos sirvieron de cortina para sombra del sol naciente o poniente.
Comento el DR. Di Lullo que la ciudad debía tener un toldo
que naciera en las proximidades de la estación Zanjón y terminara en el barrio
Huaico Hondo en las estribaciones de Las Lomas coloradas, llegado el periodo
estival, correrlo poniendo todo a la sombra. Lo planteó como una utopía, por
ello practicó este método más natural logrando confort para los ciudadanos y
que las plantas fueran residencias de pájaros como factor de equilibrio
ecológico contra insectos y larvas perjudiciales.
Por lo menos dos veces al mes y con temperaturas frescas, a
pocas cuadras del microcentro en proximidad de la calle Alsina o Moreno, un
olor pestilente impregnaba la atmosfera del lugar. Fue señal de que familias de
matarifes y carniceros estaban haciendo jabón. Procesaban la grasa animal al
fuego para luego incorporarle esencias, el producto fue vendido u obsequiado
como “yapa” en el puesto. Esta actividad perduro hasta la década del 1940 y la
practicaron las familias Collado y Segura entre otras.
En las fincas de los Provedano, de los Isorni al sur o de los
Lissi al norte, situadas a los límites del núcleo urbano para mencionar
algunas, en los días fríos del mes de julio, los olores de vapores de agua
mezclado con grasa porcina y carne asada invadía la periferia indicando el
faenamiento de cerdos y elaboración de embutidos. Esta industria familiar concentraba
en fiesta, parientes y allegados de todas las edades. A manera de pelota, los
chicos jugaban con la vejiga disecada e inflada de los cerdos; los grandes
colaboraban con el trabajo. El mes de junio fue, hasta la postrimería de la
década de 1930, muy anhelado y referencia en el calendario familiar por ese
motivo.
“Lecherooo…” fue un pregón hasta la década del 60 que
caracterizo las primeras horas de la mañana o el mediodía según el barrio. Una
jardinera tirada por un caballo manso, conducida por un hombre de gorra o
birrete blanco que a viva voz nombraba las vecinas o a las empleadas
domésticas: “Filomenaaa…” “Panchitaaa…” “pepaaaa…”, más el ruido del chocar de
los recipientes de aluminio que llevaba este original transporte y el
insistente golpetear del mango del rebenque
contra las maderas del vehículo, anunciaba a cuadras de distancia, la
presencia de este servicio: el lechero, personaje ciudadano que trascendía su
oficio dando el parte diario de los sucesos entre los distintos barrios o
recomendando a las madres por la conducta de sus hijos, ya que observo en el
baldío o en la acequia, a “Pedrito”, haciendo travesuras.
A comienzo del mes de noviembre con los calores que anunciaba
un posterior verano caliente, en esa hora de la siesta en momentos que la vida
descansa, un hombre montado en un triciclo gritaba “heladooo…”, o simplemente
“…aaados”, imitando al “caramelero” de los cines. Intercalaba el grito con el
sonido de una afónica corneta. Vendia helados caseros de agua, no a la crema.
Desde mediados de la década del 60 que ya no se lo escucha. En reemplazo hoy
gritan “Bombón helado”, producto industrial más sofisticado transportado en
cajas acromáticas.
Frente a las puertas de acceso de las escuelas primarias
junto al cordón que limita acera y calle vehicular, los alumnos supieron arremolinarse
junto a un vendedor de variadas golosinas, fue el “tirero” cuyo nombre se debió a los métodos que uso para la venta;
se “tiraba” una bolita en un círculo a manera de ruletas o se “tiraba” un
elemento intentando hacer “blanco”. El premio consistía en un pequeño cucurucho
o paquetito de caramelo de fabricación casera de gran tamaño, como torta,
fraccionado a golpe de martillo, pregonando “tirooo…”, se desplazó por las
calles en horas extra escolares hasta los años 60.
El carbonero por toda la ciudad; en las puertas de bancos y
confiterías los vendedores de lotería, diarios y revistas ofertaron sus
mercaderías a viva voz con extrañas modulaciones. La corneta del manicero en
invierno; a media noche los sonidos del pito de la ronda policial; las campanas
de las parroquias barriales; el olor a pan recién hecho de las panaderías; los
olores de frituras, guisos, empanadas, etc, que salían por las ventanas de los
hogares, guardapolvos blancos de “primaria”, uniformes de colegios, hábitos de
curas uniformes de policías, conscriptos y militares, etc, etc, fueron olores,
pregones y colores relacionados con la actividad humana, que dieron vida,
vitalidad y dinamismo a la ciudad que fue Santiago del Estero. Hoy cambio.
Fueron cosas que permitieron la orientación del ciudadano,
sentirse acompañado, por lo tanto seguro y con paz pública y esa paz no estuvo
garantizada por fuerzas del orden, sino por una densa y casi inconsciente red
de controles y actos inscripta en el ánimo de las personas y alimentada por
ellas mismas.
Mencionada en capítulos anteriores la “sociedad urbana” más
numerosa, ya no se preocupa de nuestros patriotas, hoy elimina olores, pregones
y colores.
Si no existen pequeñas cosas que nos den pertenencia, somos
extraños aquí y en donde sea.-
Fuente: SANTIAGO DEL ESTERO. Recorrido por una ciudad
histórica. Autor: Arq. Roberto R. Delgado
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